Hoy en día, no cabe la menor duda de la gravedad del cambio climático, una situación indiscutible visibilizada a grandes luces. Sus indicios son excepcionales: pronósticos de falta de agua potable; variaciones en la elaboración de alimentos; incremento en los registros de mortalidad y un sin número de cataclismos.
Una anomalía con sustanciales derivaciones, no ya solo desde el prisma del medio ambiente, sino del mismo modo, económicas y sociales. Para apuntalarlo en su justa definición, la Convención Marco de las Naciones Unidas lo ha definido como “un cambio de clima atribuido, directa o indirectamente a la actividad humana, que altera la composición de la atmósfera mundial y que se suma a la variabilidad natural del clima, observada durante períodos de tiempo comparables”.
Pero, curiosamente, vivimos alojados en una contradicción absoluta: cuanto más grandes se hacen las certezas de este rompecabezas, se tiene la opinión, que menos hacemos por su resolución.
Posiblemente, no conste una crítica adecuada a esta refutación, pero algo se favorecería si se reconociese que el cambio climático es el conflicto preponderante ecosocial de nuestros días. Porque, no tan solo es una cuestión climática en sí, además, es un punto de encuentro de posibilidades, valores e intereses confrontados.
Si bien, acabará perjudicando íntegramente a la humanidad, ni las responsabilidades son comparables, ni ante las consecuencias desencadenantes, todas las personas serán comparativamente igual de vulnerables.
Y es que, en la cara de una misma moneda, los responsables principales parecen ser los que menos recalan en el asunto, debido a que disponen de un caudal amasado en buena parte, gracias a que el coste de contaminar es nada; mientras, en la otra cara, permanecen los que quizás, en esta complejidad menos han podido intervenir y que más lo padecerán; evidentemente, por lo desigual de su contexto: la pobreza.
Luego, se estima bastante complicado aguardar una tesis que convenza a todos en forma y plazo. Por lo tanto, nos hallamos ante un laberinto extremadamente discordante y dilatado, en el que parece difícil, si acaso inalcanzable, establecer de manera inminente y con suficiente exactitud, por un lado, quienes van a ser los verdaderos perjudicados y por otro, los cómplices y coautores.
Para poder acometer este crudo escenario se precisa apelar, entre otras cosas, a la Historia Universal y a un conjunto de significaciones como la justicia ambiental o la capacidad de abastecer recursos naturales útiles y eliminar los desechos generados por los humanos, para depurar cómo las técnicas de incautación y destrucción del medio ambiente común, causan desposesión y exclusión.
Desgraciadamente, dichos fundamentos brillan por su ausencia en el entorno público, por no decir en las discusiones políticas, por lo que el inconveniente de concebir este apremio entre la ciudadanía, se ha transformado en uno de los caballos de batalla para conseguir al menos, una réplica que se juzgue a la altura del reto que sugiere el cambio climático.
Mas, no terminan aquí los obstáculos para enfrentar el calibre y la emergencia como el que suscita esta realidad. Por supuesto, el argumento cultural posmoderno poco lo remedia, al relativizarlo todo y responder meramente con débiles indicaciones a fuertes incógnitas. Y, por supuesto, mucho problematiza la cultura consumista, al desbaratar las innumerables responsabilidades extasiando al consumidor, ante secuelas que pueden ser definitivas si no se toman medidas inminentes de atenuación.
Al hilo conductor del tema analizado, el calentamiento del sistema climático es irrefutable. Así ha compendiado esta afirmación la organización científica mejor calificada en esta materia, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el cambio climático (IPCC, por su nombre en inglés), que literalmente ha expuesto: “Ahora es evidente, a partir de las observaciones sobre los incrementos de las temperaturas globales, promedio del aire y los océanos, el derretimiento generalizado de las formaciones de hielo y nieve y el aumento del promedio global del nivel del mar”.
Desde sus inicios, la Tierra ha permanecido en constantes cambios, tal como lo demuestran las eras geológicas con intensas mutaciones en la configuración de la misma; al igual, que la trayectoria de las especies desde que el hálito de vida surgió.
Sin embargo, el vertiginoso proceso de variación climática que actualmente vemos, no tiene origen natural. El IPCC sostiene con una convicción científica superior al 90%, que su raíz reside por el desmedido afán humano.
La gestión inexcusable del hombre que ha producido el cambio climático y que continuará ocasionándolo durante la presente época, es el consumo extremado de combustibles fósiles. Particularmente, el petróleo y el carbón que emiten dióxido de carbono (CO₂). Es conveniente tener claro, que el mecanismo mediante el cual el CO₂ y otros gases originan el calentamiento global, se conoce como efecto invernadero.
Existe una aprobación científica de gran alcance entorno a que nuestra forma de fabricación, así como la utilización energética, está formando una alteración climática global que tendrá severos impactos. Con todo, el ámbito industrializado ha llevado que la centralización de estos gases, se hayan incrementado un 30% desde el pasado siglo, cuando en la lejanía de los ciclos y sin la obra humana, la propia naturaleza se encargaba de compensar las emisiones. Indudablemente, todo esto ha tenido un desenlace adverso como la pérdida de biodiversidad, o las manifestaciones meteorológicas extremas, cambios de hábitats, etc.
Ya en la década de 1970, cuando por entonces el cambio climático empezó a adquirir protagonismo científico y social, se declaró que sus repercusiones comenzarían a hacerse notar transcurridos varios siglos. Pero, en escasamente cuarenta años, el ascenso de las temperaturas han corroborado la premura de esta incertidumbre; los nueve años más cálidos desde que se recogen los registros (1880), han acaecido en los últimos trece. Idénticamente, tomando como referencia el 2014, cada nuevo año se ha superado en temperatura con relación al anterior.
Es innegable, que el desarrollo tecnológico de la humanidad ha traído aparejado importantes beneficios; pero, de la misma forma, esta escalada en el avance ha causado perjuicios colaterales con las emisiones tóxicas, los desechos industriales y una diversidad de actividades del ser humano que, de manera contradictoria, ha destruido progresivamente su hábitat.
De ahí, que el cambio climático sea antropogénico, o lo que es igual, de origen único y exclusivo del hombre y fruto de la acentuación del efecto invernadero, avivado como ya se ha indicado, por los fluidos gaseosos, puros o con sustancias en suspensión derivadas de la ignición de combustibles fósiles.
Llegados a este punto, habría que prestar especial atención a los niveles del mar que han crecido más de 20 centímetros, producto de los deshielos desde 1901; o la cantidad de nieve y la prolongación del hielo marino que sustancialmente ha empequeñecido. Lo que ha promovido perturbaciones en las corrientes marinas y en el potencial del planeta a la hora de reflejar la luz solar, previniendo un sobrecalentamiento.
Tengamos en cuenta que los océanos absorben el 30% del dióxido de carbono de la atmósfera, atenuando las voces del calentamiento global y por otro, la acidificación o caída en curso del pH de los mares que se ha ampliado un 26%. Más aún, la contaminación y la eutrofización están deteriorando las aguas costeras; un manantial extraordinario de proteínas, que además nos surte de medicinas y biocombustibles.
Tal es así, que los niveles de basuras en los océanos se encuentran en un estado crítico, vislumbrando un golpe ambiental y económico ostensible y perturbando como es lógico a la biodiversidad marina. De lo que se desprende, que el modelo vigente de producción y consumo crea superabundantes residuos que, en la mayoría de las ocasiones, no vuelven a ser reciclados o reutilizados.
Ahora bien, las emisiones de gases de efecto invernadero motivadas por la ganadería y la praxis humana, son ingredientes de peso en el devenir del cambio climático.
Los trabajos cotidianos, automatismos de gasto y desplazamientos, han contribuido a emisiones de gases, ofreciendo una mala calidad de inmisión con concentración de contaminantes, que llevan a males respiratorios, cardiovasculares y cancerígenos.
El ejemplo categórico lo facilita la Organización Mundial de la Salud, tomando como indicativo el año 2016, donde el 91% poblacional residía en asentamientos que no respetaban las normas mínimas de la calidad del aire. Y por si fuera poco, el recurso energético es el que posee más efectos no deseados, con una cifra que alcanza el 72% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero.
Ciñéndome minuciosamente en el caso de España, no escaparía a ninguno de los desastres catastróficos que seguidamente describiré, como el aumento del nivel del mar o la sequía; al mismo tiempo que olas de calor, deterioro de los glaciares, especies invasoras, inundaciones, incendios forestales o la desertificación.
Para ello, con motivo del inicio de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP24), celebrada en la ciudad de Katawice, Polonia, entre los días 2 al 14/XII/2018, la Organización sin fines de lucro Greenpeace, ha confeccionado un extenso informe con evidencias científicas que barajan a España y del que a continuación se tejen algunas de las referencias más significativas. Un hecho sin precedentes, en el que revertir sus resultados, solo es alcanzable actuando con contundencia desde todos los frentes legítimos.
Primero, durante el siglo XXI se aguarda una crecida del nivel de las aguas de los litorales españoles, con una subida aproximada de entre 10 y 68 centímetros. Las zonas más sensibles, ni que decir tiene que serán las playas y deltas.
Esta anomalía promoverá daños en un sinfín de costas, sobre todo, en el borde Cantábrico; mismamente, influirá en la crecida de una buena parte de las comarcas bajas ribereñas, principalmente en los deltas del Llobregat, el Ebro y la Manga del Mar Menor. También, localidades como San Sebastián, Gijón, A Coruña, Valencia, Málaga o Barcelona, por numerar algunas, sufrirán el hundimiento de una porción de su callejero.
La elevación del nivel del mar podría ayudar a la inclusión de agua marina y la acumulación de sales solubles en los acuíferos costeros, una dificultad añadida que se agranda con la sobreexplotación de recursos procedentes de la construcción de áreas contiguas a la masa de agua, lo que compromete más demanda de agua extraída del subsuelo para el suministro.
Segundo, para no crear confusión al respecto, partiendo de la base que la sequía es la deflación o reducción del agua por debajo del volumen establecido para una etapa de tiempo definida; la desertificación, es una secuenciación de pasos que conlleva la degradación de un territorio fértil, como continuidad directa de la influencia humana. Con ello, sobrepasar el límite de 1,5 grados centígrados, adecuaría las mejores situaciones para una intensificación del calor excesivo; precipitaciones tempestuosas y tormentosas y una probabilidad de aridez más aguda.
Razón esta última, que adquiere un telón de fondo sobre la obtención de alimentos; máximamente, en extensiones delicadas como el Mediterráneo.
Tercero, sabiendo que las olas de calor surgen con más periodicidad, los futuros entornos presumibles, apuntan que se reproducirán cada verano y rebasará las marcas de temperaturas hasta el momento registradas. De hecho, como se ha planteado inicialmente, este fenómeno se ha duplicado desde que se tienen datos oficiales.
En el panorama real se imprime un estrés hídrico que destruye bosques, incluso árboles tan corpulentos como las encinas, muchas de las cuales se cubren con hojas rojas, augurio fehaciente de su empobrecimiento y posterior extinción.
Cuarto, en España ha desaparecido más del 80% de los glaciares pirenaicos, teniéndose la opinión que para el año 2050, pueden deshacerse irreversiblemente.
Véase el que corresponde al Monte Perdido, situado dentro de la vertiente Sur del Pirineo Central, al Norte de la provincia de Huesca, que ha disminuido de medía 5 metros de espesor en las últimas décadas, subsistiendo posiciones en los que el acaecimiento ha tenido más incidencia con 14 metros menos.
Indeterminadamente, en este sector los glaciales reculan un metro al año; es más, las 3.300 hectáreas de lenguas de hielo que constaban en los inicios del siglo XX, se han visto simplificadas a tan solo 390.
Quinto, conforme vaya ampliándose la temperatura del mar, algunas de las especies originarias no podrán subsistir y otras invasoras se dispersarán.
Según revela un estudio de investigación realizado por el Instituto de Ciencias del Mar, la conjunción del cambio climático y la sobrepesca, se cataloga como una combinación alarmante que induciría a una catástrofe de la fauna marina.
Sexto, los vientos más húmedos y el mar más cálido se descifra como un crecimiento del riesgo de desbordamientos en el Mediterráneo; alcanzándose más olas de calor, con veranos bochornosos y noches calcinantes, así como más aguaceros y granizadas torrenciales. Obviamente, todo empeora más por las determinaciones conexas al hombre, como los cambios de explotaciones del suelo y la posesión del territorio.
Sin soslayarse, la expansión del ladrillo que ha arrasado los hábitats naturales de las costas españolas durante los últimos 30 años, llevando a dañar los beneficios ambientales que aportaría un litoral en óptimas condiciones.
Séptimo, el año 2017 sobrepasó las cifras de la media anual del último período, con más cantidad de incendios forestales, muchísima más superficie afectada y episodios por encima de las 500 hectáreas. El año referido es el más pésimo con diferencia en siniestros, con 56 incendios contabilizados de envergadura. Con lo cual, el cambio climático es uno de los principales motores directos de un descenso continuo de las lluvias, languideciendo el terreno.
Octavo, irremisiblemente, si sigue creciendo la temperatura media, España es frágil a la desertificación. Ya, los entendidos en la materia, han vaticinado que el 75% de la Península Ibérica está condicionada a pasar por el sofoco ecológico. Amén, que un 20% del territorio está encasillado como desértico.
Con estos mimbres, que no aspiran a sembrar el pesimismo, el calentamiento global es la mayor de las dificultades que hoy por hoy afrontamos. Desentenderse de los convencimientos científicos, es una conducta que podría tacharse de irresponsabilidad.
A ciencia cierta, en los últimos años las administraciones han intentado ajustar la temperatura de promedio general, una incógnita que no tiene trascendencia, si ahondamos en los indicadores de primer orden y en las variables intervinientes que hemos originado, sabiendo que eso será lo que realmente legaremos a las generaciones futuras; en otras palabras, el tributo de flagelo que le cederemos.
En consecuencia, el desafío, no es ni mucho menos proteger al planeta como una inmensa mayoría sopesa erradamente, sino, salvar a la especie humana y afianzar su progreso. Porque, lo esencial pasa por deducir que la Tierra ha sido y está siendo alterada y manipulada arriesgadamente por el hombre, incitado por el imperativo de gratificar sus necesidades básicas y otras muchas más, por su propio despropósito.
Si el cambio climático en sí, es el discurso que más que nunca resuena como una seria advertencia, paralelamente, competimos con múltiples anomalías atribuidas a mentes y corazones que, tal vez, les interesa figurar como necios.
Fenómenos interrelacionados de manera compleja que se agrandan por momentos y a los que irremediablemente debemos enfrentarnos, para nada más y nada menos, que presentir y aminorarlos en su más congruente medida.
Reciclar, reutilizar, consumir de forma responsable o generar menos restos, pueden parecer mínimas iniciativas, pero, por ventura, nos compromete a un gran cambio en nuestro entorno; acaso, podría ser la transformación que nos implora a gritos la Madre Naturaleza.
El lapso coyuntural de intervención es ahora mismo, no hay ni un solo segundo que malgastar, porque si no, los que lleguen tras nosotros, no tendrán ninguna opción. El futuro más inmediato nos lo confirmará, siempre y cuando, dispongamos de la aptitud y el deber de ir mitigando y suprimiendo esta amenaza que es de todas y todos.
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