Betty Friedan habla en La mística de la feminidad de “el malestar que no tiene nombre” para referirse al desasosiego de las mujeres estadounidenses de los años 60 que, a pesar de tener una buena casa, una familia y lo último en electrodomésticos ─qué más se puede pedir, ¿verdad?─ estaban insatisfechas, se sentían infelices, consumidas y frustradas. Hoy podemos hablar de algo parecido, aunque tal vez deberíamos hablar de “el malestar que tiene muchos nombres”: ansiedad, depresión, frustración, distimia… El malestar aumenta y si el término «malestar» nos parece demasiado vago, podemos hablar del aumento de las cifras de suicidio.
Betty Friedan concluyó que el problema no era de las mujeres individuales, pues ya habría sido casualidad que buena parte de ellas se hubiesen puesto de acuerdo para sentirse mal a la vez. Su teoría es que en la sociedad estadounidense concurrieron ciertas circunstancias que habían tenido ese malestar como efecto. Si volvemos a nuestro malestar de nuevo, a ese que tiene tantos nombres, podemos aventurar que tal vez ocurra algo parecido pero, sea por la razón que sea la vida, tal y como está planteada, no nos sienta bien. Como si fuese un vestido que nos queda demasiado grande o demasiado pequeño, somos cada vez más los que no acabamos de sentirnos a gusto en ella. Y, como ocurre cuando un vestido no nos queda bien, hay varias cosas que podemos hacer.
Podríamos, por ejemplo, adaptar nuestro cuerpo al vestido. Puede parecer una idea absurda, pero visto el volumen de negocio de las empresas orientadas a modificar nuestros cuerpos, no lo es tanto. Algo así es lo que nos recomienda Descartes (respecto de la vida, no de los vestidos) en la tercera parte del Discurso del método: “Mi tercera máxima fue procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder sino nuestros propios pensamientos”. Descartes nos recomienda centrarnos en lo que hay en nuestro poder, nuestros pensamientos, nuestra visión de los acontecimientos. Podríamos, trasladando a Descartes al momento presente, pedir cita en el psicólogo.
Total, que en esas andamos, pensando si buscar ayuda para romper el vestido o si ponernos a dieta, si intentamos vencer al mundo o nos dejamos vencer por él, ponderando pros y contras de cada una de las posturas. Sobre este asunto he dicho en un poema (no me afeen el recurso, que se lo he tomado prestado al sabio Ibn Hazm de Córdoba, tal y como él hace en El collar de la paloma):
Mis aristas chocan con el mundo. No soy yo, es su estrechura, pero es a mí a quien le duele.
Cuando hablo de mis dolores
lo ven claro:
“Debes limar tus aristas”.
Nadie piensa en agrandar el mundo. Y aquí me tenéis, inmóvil,
dudando entre terrorismo o injusticia: en una mano una almaina,
en la otra el teléfono de un terapeuta.
A decir verdad, y si hablamos de filosofía (y de la vida), hay, respecto del cambio, una tercera postura: la de que el cambio no es posible. Siempre quedaría cargar con el vestido, aunque no nos quede bien, y llevarlo lo mejor posible. No obstante, espero que sepan disculparme que hoy no invoque a Parménides y que, tomando un verso de «Si se callase el ruido», de Ismael Serrano, elija creer que nos queda la esperanza.
Beatriz Minaya
Licenciada en Filosofía por la Universitat de València (2011) y actualmente ejerce como profesora de Filosofía en el IES Luis de Góngora (Córdoba).
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