Por motivos que no vienen al caso, durante un par de semanas he permanecido al otro lado del Estrecho, lo que me brindó la oportunidad de recorrer sendas conocidas pero poco transitadas, por poblaciones vecinas tales como Castellar, Tarifa, La Línea, Arcos, Los Barrios e incluso la colonia de Gibraltar, que en esta ocasión se me ha ofrrecido como un referente de primera magnitud. Se inició el paseo alrededor de las 10 de la mañana, en la propia frontera, pues dejamos el coche en un parking linense y atravesamos el istmo con destino a la “calle real” gibraltareña. El camino, adobado con reliquias coloniales, vistosos autobuses, buzones de correos y cabinas telefónicas que le hacen a uno sentirse cual si estuviera en Londres, resulta grato y entretenido. La enorme plaza que nos recibe, delimitada por los “casamates”, convertidos en comercios, está ya totalmente ocupada por visitantes que desayunan sentados en las mesas que tienen instaladas los numerosos bares que la bordean. Prosigue el paseo por la calle Real, incorporados a una espectacular riada de visitantes de todos los pelajes que curiosean, entran y salen de los comercios que ofrecen sus artículos al viandante, algunos con precios realmente atractivos. Las terrazas de los bares que delimitan la larga calle peatonal, llenas, a pesar de la hora tempranera, son señal de una vitalidad indudable. Dos cruceros de alto porte vierten sobre la ciudad sus contingentes de viajeros, que se unen a los cinco millones de turistas que anualmente la visitan. En la bahía un par de decenas de buques realizan sus operaciones de avituallamiento en un constante trasiego de embarcaciones auxiliares y gabarras.
Más tarde la caminata se prolongó hasta la cara de Levante , donde la roca se precipita desesperada sobre el mar. Con su habitual practicidad, los llanitos han descubierto la posibilidad de ampliar su zona industrial, y con suma astucia rellenan el espacio costero que da cara a la Línea de la Concepción, habilitando terreno para la instalación de negocios diversos, de tal manera que, desde la carretera, la línea de costa ya se oculta al transeúnte. Antes de llegar a Punta Europa, se ofrece la mínima Playa de los Catalanes sobre la que se construye un nuevo Hotel de cierta envergadura, que parece colmar las posibilidades turísticas del lugar, en el que se compagina la presencia del turismo con la diversión.
A bote pronto, se ve a Gibraltar como una ciudad viva, dinámica y suficiente, que ha sabido desarrollar con amplitud la tradicional y hábil política colonial de Gran Bretaña, tras las que, además, pervive un peculiar Centro financiero de primera magnitud, que debe proporcionar pingües beneficios al Gobierno gibraltareño. Y todo esto en un territorio de sólo 6,5 km2, en el que viven según los datos que he podido obtener, 27.776 habitantes, población que se mantiene en los mismos niveles desde hace años, pues parece que no es nada fácil conseguir un permiso de residencia en la Colonia, donde se tiene controlada hasta la población de simios que pulula por las alturas.
Contemplada esta realidad desde nuestra Ciudad, -con una extensión cuatro veces superior y asentada sobre siete colinas y no sobre una inhóspita roca-, donde el comercio sobrevive a duras penas, la industria brilla por su ausencia, se considera un éxito atraer unos miles de forasteros a nuestras fiestas, y la población se incrementa imparable e ilegalmente ante la impasibilidad de las autoridades… ¡a uno se le caen los palos del sombrajo!....
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