En mi pueblo amanece durante toda la noche. Cada vez que paso un tiempo, aprovecho este amanecer nocturno para ver fotos, oír las palmeras susurrar al viento, caminar por el Vinalopó -que anda con un hilo de agua- o saberme en los sitios en los que dejé plantada las semillas de nostalgia.
En esta visita alargué el tiempo medio mes, compré ese oro invisible del tiempo solicitando un permiso sin sueldo; es curioso que busquemos el tesoro durante toda una vida, en cada hora de los días y luego entendamos que esas horas, esos días, esos años eran el tesoro que perseguíamos.
Pepa y Neko están en el sofá; son frágiles, vulnerables, delicados. Abren los ojos mientras los cierran, caminan en direcciones contrarias: Neko descubre el mundo, Pepa lo va olvidando. Neko está atento mientras Pepa se despista. Neko se esconde y Pepa se pierde. Neko duerme en los brazos de Pepa y Pepa dormita mientras la acaricio, mientras el temblor de sus manos encuentran refugio en las mías.
¿Dónde está el gato? Mi madre quiere que todo esté en un orden pulcro, minucioso, matemático...pero el universo de Neko no sabe de normas y va conquistando recovecos, esquinas, cajones, armarios, habitaciones; Neko puede seguirte, estar detrás tuya. Se reirá de Pepa cuando lo llama sin ver que está justo a su lado.
Hoy desayunamos en la cafetería del barrio. Pepa se resiste a salir de casa, siempre tiene frío, siempre inventa una excusa, siempre dice que la vida está muy cara y en casa tenemos de todo.
El camarero se acerca a la mesa y nos dice si falta algo.
-Falta todo -le réplica mi madre sin entender la ironía y apremiada por el apetito y la espera.
Una hija y una madre se sientan en otra mesa, podríamos ser nosotros. Han pedido lo mismo: Dos cafés y media tostada con tomate.
Enfrente hay un gran edificio, la residencia de ancianos, lo que antes y ahora es el asilo. La madre llora:
-Me quiero ir a casa, no me dejes aquí, estoy sola, no hablo con nadie. La hija le dice que no puede estar sola en casa, que es lo mejor para ella, que se ha caído varias veces.
La anciana escucha a la hija, se queda en silencio, se bebe el café que quiere hacerlo eterno para que su hija no vuelva a llevarla cuando la taza ya está vacía.
Mi madre intenta que el tomate no se precipite por la tostada y saborea un café de sobre que tizna la blancura de la leche. Es descafeinado pues hay que llevar cuidado con la tensión.
Pepa y yo volvemos. En la puerta está Neko y mi madre me pregunta lo de todas las horas: ¿Tiene comida el gato? ¿ Le has puesto agua? ¿ Le cambiamos la arena? Cuidado que se escapa.
Pienso en la señora que será devuelta a ese castillo habitado por almas con pena que arrastran cadenas.
¡¡Cuánto quiero a mi madre!!
¡Cuánto la necesito!
Ahora yo soy el Neko que se hace el dormido en el regazo de Pepa.