Llevamos dos semanas analizando, en esta columna de opinión sabatina, los entresijos del proyecto de remodelación del Paseo de la Marina Española. En el primero de estos artículos, titulado El aguafiestas, comentábamos con hondo pesar nuestra apreciación de que la crisis económica en la que llevamos inmersos más de un lustro no ha servido para modificar los actitudes y mentalidades que nos han conducido a una situación socioeconómica lamentable, cuyos principales damnificados han sido y siguen siéndolo la mayoría de los españoles, con la única excepción de los de siempre: los integrantes del complejo del poder que agrupa a la clase política, dueños de las grandes empresas, sector financiero y medios de comunicación. Las heridas de la crisis no sólo se han hecho notar en el cuerpo social. Nuestras costas, montes y ciudades han sufrido el zarpazo de la insaciable sed de riqueza y poder de esa casta de depredadores que manejan los hilos de este país. Estas heridas aún sangran y las cicatrices permanecerán para siempre en un territorio que ha experimentado drásticas transformaciones, muchas de ellas irreversibles.
Lo más curioso del daño infringido a los ciudadanos y a su entorno natural y cultural es la falta de respuesta. Cualquier organismo sano, ante tales ataques despiadados, hubiera reaccionado de manera refleja con un grito de dolor y una reacción defensiva. Pero nada de esto ha ocurrido. La razón es muy sencilla: el complejo del poder cuenta con importantes medios para anestesiar el cuerpo social (televisión, radio, prensa, etc…), que han hecho de nosotros seres pasivos, individualistas, abúlicos, serviles, perezosos mentales, conformistas, y, lo que más interesa al poder, silenciosos. Seres odiosos y despreciables, culpables del delito de silencio: “silencio de los silenciados, de los amordazados. Silencio de la ignorancia. Terrible silencio. Pero más terrible, hasta ser delito, el silencio culpable de los silenciosos. De quienes pudiendo hablar, callan. De quienes sabiendo y debiendo hablar, no lo hacen” (Mayor Zaragoza, F: Delito de silencio, Ed. Comanegra, 2011). A ellos dirigió Antonio Gramsci desde la cárcel, por su defensa de la libertad, el siguiente mensaje: “…Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho” (Gramsci, A: Odio a los indiferentes, Editorial Ariel, 2011).
Todos defienden su silencio con toda clase de excusas: “Yo ya estoy mayor”, “No tengo espíritu quijotesco”, “Pueden tomar represalias contra mí, mi familia o mi interés económico”, “Como hable no colocan a mi hijo”, etc…La más habitual es “Yo paso de política”. Expresándose de esta manera no entienden que la democracia exige la atención y participación constante de los ciudadanos. El propio Pericles llegó a decir: “…Consideramos al hombre que no se interesa en los asuntos públicos, no un ser inofensivo, sino un carácter inútil; y aunque pocos de nosotros somos creadores, todos somos jueces dignos de la política” (Oración Fúnebre, en Tucídides, La Guerra del Peloponeso, II, 40-41). Los griegos acuñaron incluso un término para referirse a quienes rehuían de la acción cívica, idiotis, que quiere decir individuo limitado a lo privado, de aquí procede el término moderno de idiota. Como bien comentó en cierta ocasión Cornelius Castoriadis, “para los antiguos griegos era un imbécil aquel que no era capaz de ocuparse de otra cosa que no fuera sus asuntos privados”. Esta separación de la esfera pública es una característica fundamental de la sociedad actual, lo que ha llevado a acentuar el individualismo, la apatía política, la privatización de los individuos y un superlativo grado de cinismo de la gente con respecto a lo político. Un sentimiento alentado por la clase política que recelan de quienes se implican en la vida pública, desde la crítica activa y vigilante, –siempre que no lo hagan en el estrecho margen de los partidos políticos– y al mismo tiempo alaban a los “idiotas” que se quedan en sus casas y conforman la “mayoría silenciosa” de este país.
El complejo del poder saca buen provecho de nuestra idiotez colectiva. Mientras que se impone el lema “cada uno a lo suyo”, –como no se cansa de repetir Jonatán Hartt, el personaje principal de la novela Isla del Atlántico de Waldo Frank–, aumenta el caos, la desfiguración de nuestra ciudad y la deshumanización de sus habitantes. Nuestros escasos recursos económicos seguirán quemándose en el altar donde se adora la imagen del todopoderoso líder político local, el patrimonio cultural perderá visibilidad, como en el caso del Baluarte de San Sebastián, el colapso circulatorio aumentará y las palmeras que hoy día ennoblecen el Paseo de la Marina desaparecerán ante la mirada atónita de los ciudadanos que pensarán: ¡Qué pena! Y acto seguido: “cada uno a lo suyo”.
Sí, “cada uno a lo suyo”. Los políticos desde sus estrados no se casan de tallar a fuego este mensaje de “cada uno a los suyo” en la mente de todos los ciudadanos. Nosotros, los políticos, a mandar, que para eso hemos sido elegidos; y ustedes, a obedecer si no quieren tener problemas. De los detalles ya se encargan los expertos. Estos últimos, los técnicos son la principal baza con la que juega el complejo de poder para legitimar sus decisiones autoritarias. Basta con blandir en el Pleno un informe suscrito por un técnico para legitimar cualquier decisión. ¿No se le ocurrirá a usted cuestionar un informe técnico, verdad, señor diputado o incauto ciudadano? Todos callan. No hay réplica posible. “Los expertos son los que saben”. Hacerlo es cuestionar la independencia, la honestidad y el criterio del técnico “independiente” que, además, es funcionario público. Esta cualidad le otorga a priori infalibilidad y presunción de veracidad.
Pero resulta que los técnicos que firman estos informes legitimadores del poder no siempre acceden a la administración cumpliendo los principios de capacidad, mérito y concurrencia, sino que, a veces, lo hacen en función de su capacidad de medrar en el sistema de poder hasta conseguir un puesto seguro y bien remunerado que no han conseguido por sus méritos y sí por los contactos con el poder. Incluso cuando han accedido de manera limpia y merecida a la administración, esto no les inmuniza contra la presiones de los políticos, ya sean sutiles del tipo “trátame con cariño este proyecto a la hora de informar. El jefe tiene mucho interés” o directamente con la intimidación y penalización de los funcionarios que hacen bien su trabajo y no aceptan las injerencias de los políticos. Para estos empleados públicos el sistema cuenta con destinos específicos en los que pasar su destierro forzoso.
Puede también suceder que un técnico honesto cometa un error de apreciación o pase por alto algún detalle relevante del proyecto, como ha ocurrido en el caso del proyecto de reforma del Paseo de las Palmeras. ¿Qué sucede entonces? ¿Cuáles son las alternativas? ¿No hay posibilidad de enmendar el error o reconsiderar el problema? No, cuando la decisión está tomada de antemano y no hay voluntad abrir las cuestiones al debate público. El político se aferra al informe como un clavo ardiendo para legitimar su decisión y proseguir con su megalómano proyecto. La única posibilidad para evitar este tipo de situaciones es adoptar otro tipo de método a la hora de tomar decisiones que afecten de manera notoria a la conformación de la ciudad, al medio ambiente o la economía local. Nosotros apostamos por el método de decisión democrática, cuya metodología se concentra, tal y como señala Aguilera Klink, en la creación de espacios de debate público, consulta y deliberación; la organización de jurados de ciudadanos; y la constitución de comités científicos con expertos y ciudadanos independientes. En el caso que nos ocupa de la reforma del Paseo de las Palmeras este tipo de tribunal mixto constituido por expertos independientes y externos a la administración, junto a ciudadanos interesados por la cuestión, es más necesario que nunca. Hay muchos arquitectos, expertos en patrimonio, restauradores y ciudadanos de a pie que están que se suben por las paredes de rabia e indignación por lo descabellado del contenido de este proyecto, los numerosos errores identificados, los problemas de índole jurídica y las consecuencias que puede acarrear esta intervención urbanística si se lleva hacia delante en los términos actuales. Las decisiones sobre un proyecto de este tipo no pueden quedar en la mano de un grupo tan escaso de personas que podrían compartir un taxi. No es de recibo ni propio de un estado democrático. Creemos, además, que se van a arrepentir si lo hacen. Cuando surjan los problemas no tendrán excusa que esgrimir ante una ciudadanía cabreada y engañada.
Hay que decir, por último, que la oposición política tampoco parece estar muy interesada en promover la creación de estos espacios de debate público. Han visto una oportunidad inmejorable para hacer lo mismo que ellos critican al gobierno: electoralismo. Unos, el Gobierno, de forma descarada quieren ejecutar la remodelación del Paseo de la Marina como reclamo electoral y justificación de toda una legislatura escasa de grandes obras con las que deslumbrar a una incauta e ingenua ciudadanía; y los otros, la oposición, cargados de razones de peso en este caso, no quieren desaprovechar la oportunidad para hacer nuevos ingresos en el Banco de la Ira, del que habla Peter Sloterdijk en su obra Ira y tiempo. Una particular entidad bancaria, según la describe este pensador alemán, en la que la gente deposita sus frustraciones y, “como en un banco, otros (los partidos de la oposición de la Asamblea de Ceuta, añadimos nosotros) gestionaban ese capital para devolverle los intereses en forma de autoestima para ellos y desprecio para sus enemigos”. Éste es el negocio sucio, perverso y peligroso al que se dedica la clase política. Todo vale para conseguir nuevos ingresos en la cuenta bancaria de la ira, incluso mostrar facturas por gastos de representación con motivo de la estancia en Ceuta de un Premio Nobel de Literatura, al que quizás, según algunos, tendría que haberse contentado con disfrutar de uno de los deliciosos bocadillos de pinchitos o corazones que sirven en el ‘Maresco’. El día que la gente decida sacar de golpe del Banco de la Ira sus frustraciones y resentimientos, y con ellos alimenten su deseo de venganza, no quedará nada y el poder conseguido por medios tan miserables y rastreros será tan estéril como una semilla en un desértico pedregal.
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