Como Baroja le dijo en su entrevista al referirse a Galdós, el Caballero Audaz tenía una “pasión semítica” por el dinero: en sus entrevistas -hechas siguiendo una cómoda plantilla- había unas preguntas que nunca faltaban:
“¿Qué capital ha reunido usted con la literatura?” (a Blasco Ibáñez), “¿Ha ganado usted mucho dinero con su arte, maestro?” (a Albéniz), “¿Cuánto dinero le lleva producido el teatro?” (a Benavente), “¿Y tiene usted fortuna?” (al cantaor Antonio Chacón), “¿Cuántos millones habrá ganado?” (al apoderado José González, Camará, sobre Manolete), “¿Cuánto ganaba usted?” (a Pablo Iglesias), “¿Cuánto le produce al año la literatura?” (a Felipe Trigo), “¿Ha ganado mucho con sus poesías?” (a Rubén Darío)… Todo lo reducía, pues, a metálico.
Curiosamente, según declaró alguna vez, Carretero no tomaba notas durante las entrevistas: “No me hace falta; yo sé oír y conservar perfectamente aislado y clasificado todo lo que he oído, hasta que lo llevo a las cuartillas”. El motivo fundamental era que “con unas cuartillas y un lápiz en las manos nunca se puede infundir confianza en el interrogado, y esta debe ser la primera preocupación del periodista”. Pese a todo aseguraba que nunca había recibido ninguna solicitud de rectificación por parte del entrevistado.
Ese “matonismo insatisfecho” que destaca De Nora como uno de sus rasgos está basado en su vida turbulenta, camorrista, sobre todo a partir de su abandono de la ideología liberal: se batió en duelo con pistola o espada, a consecuencia de chantajes o injurias vertidas desde el periódico por compañeros de empresa o escritores, doce veces; en varios de ellos, según dice en la entrevista que le hizo al “glorioso mutilado” Millán Astray, su padrino fue el padre de este.
Con todo, después de la polémica sostenida con Luis Araquistáin -de la que da cuenta Luis Buñuel en sus memorias: Mi último suspiro-, que empezó en disputa literaria y acabó en riña a puñetazos, la más sonada fue la que sostuvo con Vicente Blasco Ibáñez: reprochó a este su panfleto contra Alfonso XIII, Alfonso XIII desenmascarado. Una nación amordazada. La dictadura militar de España, al que le contestó el montillano con el libelo El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario, con una tirada sorprendente: ¡un millón de ejemplares numerados!; el que manejó López Hidalgo para su trabajo, según dice, es el novecientos setenta mil.
Pese a que años antes le había concedido una cordial entrevista, Carretero dice en el citado libelo sobre el novelista valenciano: “Tu prosa, amazacotada, es peor todavía que la de este folleto, escrito febrilmente y tremando de indignación. Yo creo que si los Estados Unidos ganaron a España la guerra de 1898, nuestra revancha, hoy, está en la invasión de tus novelas en Norteamérica”.
Su antiguo amigo, el también famoso novelista erótico y editor, Artemio Precioso y Rafael Cansinos-Assens dejaron caer, sin pruebas, que Carretero tenía un negro: Julián Fernández Piñero, redactor de la revista Nuevo Mundo cuando la dirigía aquel, que utilizaba en sus crónicas, artículos y novelas el seudónimo Juan Ferragut; la más famosa de estas fue Memorias de un legionario, en la que Piñero -sin haberlas pisado ni jamás haber vestido un uniforme militar- fingió haber sido un heroico combatiente en tierras africanas.
Varias de las novelas de Carretero, algunas con gran éxito, fueron llevadas al cine, como La sin ventura (Vida de una pecadora irredenta), dirigida por Benito Perojo, en 1923; esta obra, en 1921, el mismo de su publicación, ya fue adaptada al teatro. La tercera de sus narraciones llevada al celuloide fue La Venenosa, protagonizada por Raquel Meller. De estas obras se hicieron dos adaptaciones más.
Y es precisamente una de estas novelas, La sin ventura, el origen del presente artículo: en Nuevo Mundo, el 18 de octubre de 1921, apareció una curiosísima noticia: “El libro que salvó la vida a un soldado”. Informaba de que un tal Antonio Lezama, corresponsal de guerra del periódico El Liberal, había regresado a Madrid y traía desde Melilla un “honrosísimo encargo” para Carretero, director de aquel. Y añadía que, después del combate de Tizza, un cabo del Regimiento de Gravelinas le entregó a Lezama un ejemplar de aquella obra para que se la entregara a su autor: “Durante aquel combate, cayó herido dicho cabo, el cual resultó milagrosamente lesionado de levedad, porque la bala, penetrando en la mochila, atravesó el ejemplar de La sin ventura que el valiente soldado llevaba para entretener sus ocios de campaña, y, debilitando su fuerza el proyectil al calor de las páginas del volumen, solo le produjo una contusión sin importancia”.
He aquí el libro antibalas.
Carretero murió en 1951, doce años después de acabada nuestra guerra, que pasó en Madrid camuflado como pudo para no ser capturado por los milicianos que afanosamente lo buscaban para darle el paseo: varios amigos suyos murieron en las checas, su piso le fue confiscado y un sobrino -al que confundieron con él: medían ambos dos metros- también murió tiroteado por aquellos. Un periódico anarquista llegó a dar como cierta la muerte del autor.
En una entrevista concedida años después, la periodista describe con todo detalle el despacho del escritor, donde, junto a una de las estanterías, repletas de libros, advierte una gruesa cuerda, a cuyo lado, sobre la pared tenía escrita esta palabra: Salvación. Al ser preguntado por la entrevistadora sobre ello le responde: “Es toda una historia. Cuando nuestra guerra, yo me escondí en un quinto piso; los rojos vinieron a hacerme una visita de cortesía de aquellas que ellos usaban, y esta soga americana me sirvió para atarla a la ventana de la cocina, descolgarme por ella y esperar… Se me llevaron casi todo, me rompieron lo que les vino en gana; pero yo me salvé”.
Entre libros, alhajas y una colección de fotografías íntimas de Alfonso XIII dedicadas, dijo que le sustrajeron un millón de pesetas, lo que confirma lo boyante de su economía por las masivas ventas de sus libros.
Ramón Gómez de la Serna, en sus Retratos contemporáneos, en el dedicado a Emilio Carrere -motejado como el Rey del refrito o autoplagio- cuenta cómo durante la guerra civil también corrió la noticia que este había sido fusilado, y después de que se había refugiado en un manicomio. Y concluye así Ramón: “Ahora se cuenta otra verdad de lo que sucedió durante los años homicidas, que estuvo en el mismo cementerio que el escritor José María Carretero, y tan bien guardado los tenía el enterrador, tan en herméticos y distintos panteones, que durante sus tres años de panteonizados no supieron que estaban cerca para evitar la conversación literaria y divagatoria que pudo haberles perdido”.
Todos estos episodios los empezó a relatar, nada más concluida la guerra civil, en la serie La revolución de los patib ularios (seis tomos), que pueden considerarse sus memorias: según quienes las han conseguido leer, un testimonio estremecedor -todo lo partidista que se quiera- sobre la vida cotidiana en la capital del país durante aquellos tremebundos años. Carretero dice en ellos no presumir de historiador: “todo lo más aspiro a ser lo que siempre fui, escritor y periodista. Deseo hacer un reportaje lo más completo posible del Madrid de la guerra, que puede servir de documento para los más graves e imparciales historiadores de mañana”.
Si, aunque como dice Torrente Ballester en el prólogo a una antología de entrevistas preparada por otro de los estudiosos del autor, el recuerdo de Carretero “nos hace volver la cara” -los libros, durante la guerra civil, dicho sea de paso, como es sabido, fueron utilizados como parapeto en la Ciudad Universitaria- ya tan solo por haber evitado la muerte de aquel cabo lector, entiendo, la vida y la obra de José María Carretero, el Caballero Audaz, estaría más que justificada.
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