Siguiendo la senda de L. Mumford vamos a exponer, una vez más, algunas de las ideas que nos han estado obsesionando en los últimos años en relación a la insostenibilidad de nuestra ciudad y la necesidad del gran cambio de mentalidad para deshacer el círculo vicioso en la que los mercados y el desarrollismo nos han metido. Como hemos comentado en otras muchas ocasiones, la ausencia de proyecto de ciudad y la improvisación constante de burócratas y políticos en ejercicio nos atribula profundamente y nos hace pensar, sin mucho optimismo, sobre el futuro de Ceuta.
La utopía ceutí de continuar manteniendo una ciudad de estas características sin control del gasto y de la población residente es simplemente inviable. La falta de criterio sobre la ordenación territorial y la constante improvisación de planes generales de ordenación urbana que quedan en el limbo de manera permanente es proyectada en la psique de algunos como grandiosos sueños de una ciudad jardín en las faldas del Monte Hacho o en el arroyo de Calamocarro.
Desde luego, algo de eco del esplendor romano tiene, pero sin las ventajas del desarrollo agrícola. Es mucho más parecido a la casa Solariega de la obra “Historia de las utopías” escrita por nuestro admirado Mumford. Ceuta, desde hace mucho tiempo, es una ciudad dedicada al comercio y a los servicios en torno a un poderoso puerto que está claramente sobredimensionado y que amenaza con seguir creciendo. Por lo tanto, representamos muy bien los desequilibrios utópicos del mundo moderno; somos como una gran vivienda solariega que recibe mercancías de muchos lugares pero que no produce apenas nada que nos vincule al territorio, perdida ya toda relación con la producción agrícola y ganadera y estando la pesca en sus horas más bajas.
La vinculación territorial es ahora un concepto desarraigado en muchos ceutíes anhelantes de saltar a la península y, en otros muchos casos, un lugar dónde conseguir servicios gratuitos mientras se vive el día a día sensiblemente más barato en Marruecos. Otros, en cambio, solo tienen un vínculo comercial con el norte de Marruecos que nos abastece de alimentos baratos y de calidad. La relación entre el territorio, el trabajo y la identidad está muy desfigurada en algunos casos, tanto que podríamos trasladar la ciudad a otro lugar con posibilidades portuarias, y muchos ni se enterarían a no ser por el cambio de idioma si este se produjera.
Realmente, desde el punto de vista de las utopías más afortunadas o de las ideas apropiadas a escala humana que se derivan de ellas, Ceuta podría tener un tamaño adecuado para generar una población sostenible en el futuro siempre que supiera y pudiera buscar los recursos básicos y renunciar a una parte significativa del confort y de los consumos superfluos. Para nosotros, la ciudad ideal tiene dimensiones moderadas, y necesariamente los ciudadanos se conocen y participan en la gestión cívica y política de su enclave. Se puede deducir fácilmente que no tenemos mucha fe en los estados nación que son demasiado grandes, complicados e ingobernables, y además no representan a los territorios ni a las regiones, y practican una burocracia anormal, la hipocresía de estado, un despotismo de mayorías organizadas, la destrucción planificada del patrimonio natural y el despilfarro generalizado. Es un mastodonte con muchos inconvenientes y pocas ventajas.
Sobre la construcción de una Europa de las naciones, éste es claramente un proyecto sin fines claros ni consistencia, bastante despilfarrador e ineficiente, bien inflado con una presunción infinita y dotado de un discurso infantil que recuerda más bien a la confederación de planetas que están constantemente discutiendo asuntos galácticos que están alejados muchos años luz de los ciudadanos y que no responden a los intereses de las regiones siglos atrás políticamente desmanteladas.
Parece que la Ceuta actual tiene poco de la esencia de la ciudad industrial (conocida en la obra mencionada anteriormente como Coketown) puesto que no produce nada. Es como un gran salón de productos venidos de diversas partes del planeta, pero sin el esplendor de los antiguos mercados de productos autóctonos con los que proveía el territorio, y que todavía gracias a Dios es posible verlos en nuestro cercano Marruecos. Quizá por esta ausencia de carácter medieval que nuestra consejera de cultura nos compensa con el plasticoso espectáculo del mercado medieval todos los años, uniéndose al berreo generalizado de muchas otras ciudades para ofrecer entretenimiento a las familias ceutíes. En fin, todas las baratijas y quincalla (más caras o baratas) que se venden por las calles de la marinera ciudad son la esencia de nuestra economía; la compraventa de todo para burgueses marroquíes y para que los ceutíes sobre engordados de dinero consigan esquivar la vacuidad de sus vidas y engañar a la infelicidad o no felicidad durante un ratito. Pero claro, el atracón de mercancías y la acumulación de enseres, coches, calles, mamarrachadas arquitectónicas y tráfico asfixiante empiezan a oponerse a una vida de calidad, o mejor, calidad de vida, que es lo que está ahora de moda. Y esto dicta que los grandes hombres de la ciudad y cualquier incauto que esté dispuesto a hipotecarse tendrá que dirigirse hacia el campo y erigir su casa jardín en los escasos y deteriorados espacios naturales que todavía merecen la pena, de hecho todos merecen la pena por comparación con el mamotreto de asfalto y hormigón en que hemos convertido la Ceuta urbana. De hecho, estos espacios naturales abandonados por los últimos agricultores ceutíes y a los que posteriormente no les habían prestado atención solo algunas mentes sensibles, ahora pretenden que se conviertan en el retiro de los pudientes que huyen de todo el volumen de negocio que ellos han generado y de la concentración de población que las atolondradas autoridades políticas han promocionado.
Todo esto es una obviedad típica de las utopías industriales y comerciales que persiguen el ideal del ser humano a través del progreso material. Por eso, hoy más que nunca la moda es una obsesión y los mercachifles de mayor o menor éxito, pero mercachifles al fin y al cabo, lo saben perfectamente y por esto impulsan las chorradas sobre esta o la otra marca de reloj, ropa o vaya usted a saber. La moda de la ropita es particularmente una obsesión absurda del hombre utópico industrial y urbano, que al verse reflejado en el espejo no ve lo que necesita, ese Prometeo de la perfección, en todos los sentidos del término, y reacciona ante la normalidad de lo que ve; él, que está trabajando todo el día y acumulando riqueza, necesita que su figura este a la altura de su ensoñación consciente, por lo que se reconstruye exteriormente, siendo ésta la única manera que encuentra coherente para continuar con su farsa, en la que representan a unos idealistas naufragados que pretenden transformar al ser humano en algo sobrehumano, como una nueva raza de ángeles con extravagantes ropas y poses absurdamente sofisticadas. Esta es quizá la tragedia contemporánea de nuestro mundo social, su generalizado desenfoque sobre lo que somos y la incapacidad para mirarse hacia dentro y buscarse. Por fortuna, las culturas marginadas por la megamáquina todavía nos pueden enseñar a vivir como seres humanos y éstas conviven con nosotros, no tan lejanas como suponemos.
Lo que si comparte Ceuta con la ciudad industrial es la generación de basura y la obsesión del consumo de mercancías como “motor de desarrollo”. Caballatown ha incrementado peligrosamente su población en relación al territorio y los recursos, degradado el trabajo y difundido el lujo (aunque para algunos solo consista en comprar en los chinos). También se ha creado una utopía particular de la subvención a través del victimismo ante el gran estado peninsular y está basando la aparente paz social (que más parece una tregua) en la subvención permanente y en el alelado incremento de puestos de trabajo públicos. Desde luego, repartir el dinero entre las personas es mejor que invertirlo en máquinas pero no también es cierto que no se ha logrado incrementar el sacrosanto desarrollo del tejido económico. Todo esto está dejando a Ceuta sin potencial económico y proyección de futuro con las actuales perspectivas de crecimiento demográfico. Por todo ello pensamos que este ciclo utópico ceutí es absurdo por insostenible y pensamos que quizá la aceptación de nuestra naturaleza (en el más amplio sentido del término y no solo en el físico-biológico) nos reducirá en número, reparará los excesos de la arrogancia y propondrá nuevos modelos económicos más modestos que traiga mayor felicidad para todos.
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