En caso de tribulaciones, no hacer mudanza”, aconsejaba Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, a los nuevos miembros de la orden. Dicho de otra forma, San Ignacio sugería que en caso de problemas, los cambios no eran buenos. Y en ello andamos.
Las que pueblan el mundo político, como profesionales del ramo que son, (no todas, lo reitero de nuevo) saben perfectamente que en los momentos de crisis, las masas -domadas para seguir la voz de más alto tono- suelen amalgamarse alrededor de la lideresa de turno. La endémica falta de pensamiento crítico, unida a la sistemática estigmatización/persecución del Librepensamiento, provoca un ciego seguimiento borreguil a la poseedora de cualquier vara de mando.
En la película Sospechosos habituales se afirma que “el mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía, pero sabemos que no se ha ido”.
Parafraseando esta réplica del largometraje de Bryan Singer, podemos afirmar que el mejor invento del Poder fue hacernos creer que no somos capaces de gobernarnos a nosotras mismas y que, por ende, necesitamos imperiosamente una luz divina que nos conduzca en mitad de las oscuridades. La falta de esa Guía, según los dogmas con los que nos machacan el cerebro, nos llevaría irremediablemente a perecer en las tinieblas de una supuesta e ingobernable ley de la jungla. Como si lo que vivimos a diario, donde impera la ley de la más poderosa, no lo fuese ya.
Constantemente huérfanas de carismáticas referencias basadas en modernas apariencias o rancias actitudes, trituramos el tiempo que deberíamos utilizar en pensar cómo cambiar las cosas, en buscar constantemente una supuesta voz que clamaría en el desierto por nuestro bienestar. Así nos va.
Desgraciadamente, ejemplos no faltan para ilustrar nuestra inutilidad manifiesta de estar vendiéndole sin cesar nuestra alma al diablo a cambio de vanas ilusiones. Pasen y vean…
Con la primera elección del primer presidente afroamericano de la historia de los Estados Unidos, todas fuimos (en mayor o menor medida) “obamitas” en potencia. Se abría “una nueva era”, nos vendieron a todo bombo. Y las creímos. Pero, al margen de unos logros (tímidos, si los comparamos con Europa) en temas sociales que hubiesen podido representar un avance real (el Obamacare, por ejemplo, ahora derogado por Trump y el lobby de la sanidad privada), Obama pasará a la historia por ser el inquilino principal del 1600 de Pennsylvania Avenue a quien se le concedió el Nobel de la Paz nada más aterrizar en el despacho oval. Pero también lo hará por ser el presidente que más intervino contra los derechos y las libertades civiles al potenciar al máximo las agencias de espionaje electrónico, interviniendo todo lo intervenible en materia de comunicaciones. Y no, el terrorismo no era el principal objetivo.
Por su parte, las condenadas por disidencia a los campos de concentración soviéticos afirmaban en voz baja que las penurias a las que estaban sometidas sólo eran posibles porque el camarada Stalin las desconocía. Obvio es que el propio Stalin era quien las mandaba directamente al infierno. Los Gulags, creados en 1930 y disueltos oficialmente en 1960, eran el arma perfecta del dictador para enterrar en vida a toda aquella que molestase al carnicero del Kremlin, y sin embargo las propias masacradas eran quienes lo exoneraban de cualquier culpa.
¿Qué decir de Hitler, Castro o Mussolini, que con mensajes identitarios y presuntamente revolucionarios, lograron engañar a todas sus contemporáneas, quienes -en la inmensa mayoría de las ocasiones- les siguieron hasta la hoguera?
Con Franco también tuvimos la ración correspondiente de “él no es tan malo, son las que lo rodean las responsables de todo”. Así, durante décadas, el generalísimo que firmaba personalmente las condenas a muerte, se veía envuelto en un manto protector que impedía poner en cuestión cualquier actuación, por muy mal que fuese. Las que sí se atrevieron terminaron como todas ustedes conocen perfectamente.
Aunque, en este tema, la nota de humor la supieron poner los Monty Phyton en la película “La vida de Brian”, en la que el protagonista tiene una vida paralela a la de Jesús.
Ambientada en Judea, al protagonista lo toman por un ser superior, persiguiéndolo por todas partes. En un momento, Brian escapa corriendo, dejando atrás una de sus chanclas. Quienes le siguen ven en esa zapatilla una señal, procediendo inmediatamente a quedarse con un pie descalzo, gritando: “¡esto es una señal!”, zapato alzado hacia los cielos. Un humor negro perfectamente asimilable a la historia de cualquier lideresa presente, pasada o por llegar.
Cierto es que a las lideresas, como a sus súbditas, les encantan las interminables ovaciones cerradas, pero mucho cuidado con los rítmicos aplausos que suelen acompasar los pasos de la oca de turno, porque cuando ambos ritmos sintonizan, la libertad y quienes la defienden tienen las horas contadas.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero bueno es que sepa que la veneración a una amada lideresa siempre llega al punto de que esa lideresa nunca acepta la disidencia, sea en el ámbito que sea y sea del tipo que sea. Las lideresas jamás se equivocan, bien es sabido.
Llegadas a ese preciso punto de dictadura, las liprepensadoras se transforman en enemigas por el simple hecho de osar pensar a contracorriente, y aquí, la disidencia siempre se paga con muerte. Que sea real o figurada sólo depende del momento.
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