En la Edad Media la esperanza de vida no superaba los treinta años, aunque afortunadamente nos ha tocado vivir unos tiempos en los que la longevidad de la población es esperanzadora y permite una madurez más plena que entonces. Hablando de plenitud, madurez, y de cine, que es lo que nos atañe, fíjense en Woody Allen y Clint Eastwood, dos mozalbetes que andan en la frontera de los ochenta años, rozándola el primero y traspasándola ya el segundo. Ellos son ejemplo de longevidad artística y estandartes de un cine con sello propio y aroma a otros tiempos que mucho echaremos de menos cuando —por el motivo que sea, no nos pongamos necrológicos— decidan dejar de regalarnos su talento.
Por el momento, estos directores además de pertenecer casi a una “cuarta edad” si nos ceñimos al campo laboral, son insólitamente fértiles —en lo profesional, no hace falta ser cotillas—, con un estreno al año, algo que algunos tachan de error por no tomarse los proyectos con la debida serenidad. Pero como el mismo Allen dice: “No soy un chaval para estar dándole vueltas durante años a una película cuando no lo necesito”. El gran Woody ha sido innumerablemente nominado y premiado y, aunque es ya legendario su desdén hacia la Academia de Hollywood cuando asegura que prefiere tocar con su banda antes que ir a las ceremonias, dicho palmarés cuenta con cuatro premios Oscar (tres al mejor guión y uno al mejor director); aunque lo de palmarés es literal, porque físicamente todavía están esperando que alguien vaya a recogerlos, lo cual hace sospechar que no son sólo los compromisos musicales del director los que le separan de Hollywood. Controvertido, tachado de antiamericano por sesudo y más apreciado en el resto del mundo que en su Estados Unidos natal, este neoyorkino se está permitiendo en el tramo final de su carrera (que esperamos dure mucho tiempo) el lujazo de hacer cine en las ciudades europeas más emblemáticas. De momento ya ha “catado” Londres, Barcelona, París y justo ahora estrena (llegará en octubre a nuestras carteleras) For Rome with love en lo que supone su sexta cinta casi seguida fuera de las fronteras de Yankilandia.
Clint Eastwood ha pasado de icono de tipo duro, vaquero imperturbable o policía despiadado, trabajando el camino y aprendiendo a la vez con los mejores directores, a convertirse él en el creador, poniendo en práctica tanto los conocimientos de una vida como actor a las órdenes de realizadores tan dispares como Sergio Leone, Don Siegel o Luchino Visconti.
Desde hace quince años están enterrando su cine con agasajos en forma de premios a su trayectoria, a los que siempre responde tras recogerlos agradecido que está en buena forma y que a su carrera aún le quedan “algunas balas que disparar”. Ganador también de cuatro Oscar (sin tener en cuenta honorificos) y multitud de premios más, se suele encargar de escribir, rodar, producir e incluso componer la mayoría de las bandas sonoras de sus trabajos, a lo que hay que añadir, al igual que hace Woody Allen, reservarse en no pocas ocasiones un papel en la película.
Estos autores no son los únicos artistas longevos que tenemos en “la industria” (ahí está el octogenario mito de la música John Williams, doblemente nominado este año por Las aventuras de Tintín y War horse), pero sí debilidad personal de quien suscribe, compartida por millones de amantes del cine. Buena genética…
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