Estamos en plena Semana Santa, o Semana de Pasión, para la tradición cristiana. La pandemia del coronavirus ha hecho que, por segundo año consecutivo, sea una semana atípica. Ni procesiones, ni viajes para ver a la familia, ni besos, ni abrazos….Y esto nos ha hecho a muchos tener más tiempo para leer, pasear, o simplemente para reflexionar.
Una de las cuestiones que más me está haciendo dar vueltas a la cabeza es el asunto de las clases en la universidad en los próximos meses, pues, si no empeora la situación, volverán a una situación mixta, en la que se combinará la presencialidad con la enseñanza virtual. Y esto nos llevará al pesado debate sobre la metodología de enseñanza virtual, la seguridad sanitaria en las clases presenciales, o la forma de evaluación de lo aprendido. He desempolvado escritos y artículos que hice en su día. También he recuperado algunos materiales pedagógicos que leí. Es el caso del libro de Ken Bain “Lo que hacen los mejores profesores universitarios”, publicado en 2004, que utilicé para diseñar algunas de las metodologías de enseñanza que apliqué a lo largo de los años.
El profesor Ken Bain fue director del Center for Teaching Excellence de la New York Univrsity y realizó una investigación durante 15 años sobre las metodologías didácticas que aplicaban los profesores excelentes. Para ello escogió a un grupo selecto de profesores de distintas disciplinas y de diferentes universidades de los Estados Unidos de América. Lo que él entendía por profesores excelentes era “aquellos que proporcionaron una fuerte evidencia de que ayudaban y animaban a sus estudiantes a aprender de manera que los hiciese merecedores de elogios y prestigio tanto entre sus colegas directos de disciplina, como en la comunidad académica más amplia”. A partir de ahí, se les identificó, se les siguió en sus clases y laboratorios, y se accedió a sus materiales.
Pero antes de mostrar las conclusiones de su estudio, el profesor Bain quiso abordar un asunto metodológico importante, referido al papel que desempeñan los resultados de las valoraciones de los estudiantes a la hora de identificar la docencia extraordinaria. Se refirió al famoso experimento del Dr. Fox, a través del cual, tres investigadores contrataron a un actor, que se hizo pasar por el Dr. Fox, para que diese una clase magistral a un grupo de educadores. Cuando pidieron que los asistentes calificaran la clase, las puntuaciones fueron bastante altas. Incluso, alguno de ellos declaró haber leído alguna de las publicaciones del “ficticio” Dr. Fox. El problema de la evaluación fue que solo se preguntó sobre si el Dr. Fox, había actuado bien, si había “seducido” bien a los alumnos. Ni una de las ocho preguntas de evaluación lo fue acerca de si los estudiantes habían aprendido algo.
Su investigación la dividió en seis apartados. En el primero se preguntaba qué saben y qué entienden los mejores profesores. El resultado fue claro. Los profesores extraordinarios conocen extremadamente bien su materia. Son eruditos, artistas o científicos en activo. Algunos presentan muchas publicaciones. Otros no. Pero en ambos casos, están al día de los desarrollos científicos o artísticos de sus campos. Esto significa que “pueden conseguir intelectual, física o emocionalmente lo que ellos esperan de sus estudiantes”. Es decir, mientras para otro tipo de profesor lo fundamental era transmitir conocimientos o construir un almacén de información en los cerebros de los estudiantes, y quedaban satisfechos si los estudiantes hacían bien los exámenes; para este tipo de profesores se trataba de ayudar a los que aprenden a esforzarse con las ideas y la información para que construyeran su propio conocimiento y el aprendizaje produjera una influencia duradera e importante en la manera en que la gente piensa, actúa y siente.
El segundo apartado se refería a cómo preparan estos profesores su docencia. En general, tratan sus clases, sus discusiones programadas, sus sesiones de resolución de problemas y demás elementos de su enseñanza como esfuerzos intelectuales exigentes y tan importantes como su investigación y su trabajo académico. Utilizan una serie de preguntas mucho más rica a la ahora de diseñar una clase y comienzan con cuestiones sobre los objetivos de aprendizaje para los estudiantes, en lugar de con aquéllas que plantean qué debe hacer el profesor.
En el tercer apartado se aborda el asunto de qué esperan de sus estudiantes. Pues, para fomentar un rendimiento alto evitan objetivos que estén ligados arbitrariamente al curso y favorecen los que ponen de manifiesto la forma de razonar y de actuar que se espera en la vida diaria. La magia, según el estudio, no está en emplear una u otra práctica para conseguir lo anterior, sino en las actitudes de los profesores, en su fe en la capacidad de logro de sus estudiantes, en su predisposición a tomar en serio a sus estudiantes y dejarlos que asuman el control sobre su propia educación, y en su compromiso en conseguir que todos los criterios y prácticas surjan de objetivos de aprendizaje básicos y del respeto y el acuerdo mutuo entre estudiantes y profesores.
El cuarto apartado estudia qué hacen cuando enseñan. Independiente de la metodología, lo que todos buscan es un “entorno para el aprendizaje crítico natural”. La idea es que las personas “aprenden enfrentándose a problemas importantes, a tareas auténticas que les suponga tratar con ideas nuevas, en las que los estudiantes experimentan una sensación de control sobre su propia educación; trabajan en colaboración con otros; creen que su trabajo será considerado imparcial y honestamente; y prueban, yerran y se realimentan gracias a estudiantes con más experiencia”.
Y ¿cómo traban a los estudiantes? En este apartado se muestra que los profesores muy efectivos tienen una gran confianza en los estudiantes. A menudo discuten abiertamente y con entusiasmo su propio sentimiento de respeto y curiosidad por la vida. Sobre todo, tienden a tratar a sus estudiantes con amabilidad. Los peores profesores se comportan mostrando superioridad sobre los estudiantes, pero a la vez son incapaces de explicar nada con claridad. La humildad de los mejores profesores los lleva a la convicción de que ellos y sus estudiantes pueden hacer juntos grandes cosas. Y a la creencia de que si su docencia fracasa, es debido a que algo no han hecho bien.
Por último, aborda el problema de comprobar el progreso del estudiante y evaluar sus resultados. Por ello, piensan que el aprendizaje es un proceso de desarrollo y no solo un asunto de adquisición. Las calificaciones se convierten no en una forma de clasificar, sino en una manera de comunicarse con los estudiantes. En lugar de amenazar, estos profesores intentan ayudar a sus estudiantes a organizarse. Mientras que para algunos profesores reducir el aprendizaje a una cifra lo hacía más objetivo y científico, para los mejores profesores, al basar su enseñanza en el aprendizaje, entendían que no podía reducirse a un juego de puntuación. También entienden el examen como una extensión de la clase y, por tanto, la puntuación no puede depender de lo bien que recuerdan la información en un tiempo limitado. Y, con este espíritu, algunos de los mejores profesores pedían a los estudiantes que se calificaran a sí mismos. O les pedían al final del semestre que realizaran una argumentación por escrito, corta, para demostrar lo bien que podían medir su razonamiento en proceso y para reconocer en qué estaban fuertes y dónde necesitaban mejorar.
Ya sé que todo esto es difícil. Y en algunos casos, dado el alto número de estudiantes en cada grupo, y la excesiva carga docente del profesor, casi imposible. Pero, como decía el profesor Ken Bain “la buena docencia puede aprenderse”, pues el aprendizaje no es más que un proceso de desarrollo.
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