Estaba tan cerca que decidió acercarse de nuevo a Gibraltar. Adalberto enfiló la salida de la autovía para cruzar la frontera con su coche. Cuando llegó a las inmediaciones, se topó con una cola interminable de vehículos españoles y algunos con matrícula de la colonia británica que querían entrar. Desistió porque pensaba estar solo un rato paseando por las calles y, con ese escenario, podía perder horas en aquella fila digna del Tarajal en sus mejores tiempos.
Buscó un aparcamiento vigilado y pasó andando. Su carnet de identidad le bastó en la ventanilla española y en la gibraltareña. Funcionarios cansados le miraron con cara de aburrimiento y, tras coger un plano y un folleto en español de la Oficina de Turismo, pasó al territorio en que ondeaba la bandera de Gibraltar.
Un taxi bastante desvencijado le llevó a Main Street, después de cruzar la pista de aterrizaje del aeropuerto, en el que se veía bastante movimiento. Al pasar por las gasolineras comprobó que los precios eran muy bajos y el taxista le explicó que las colas en la frontera estaban originadas por los que se acercaban a llenar el depósito, ya que esto podía suponer 20 euros de ahorro. Si el español de turno añade tabaco y alcohol en las cantidades permitidas, la breve visita conseguida tras larga espera, puede resultar muy productiva.
Adalberto, tras pagar cinco euros por el trayecto, comenzó a pasear por las calles atestadas de gente que iba arriba y abajo con bolsas llenas de cosas. Donde más público había era en unas pequeñas tiendecitas que anunciaban bebidas y tabaco. Entró en una de ellas y vio las estanterías cubiertas sobre todo con ginebra, de esas marcas extrañas que ahora están de moda. Los precios eran muy buenos, pero el trato, fatal. Le recordó la época de los llamados paraguayos en Ceuta, cuando los turistas sobraban y, tras comprar el queso de bola y el inevitable paraguas, eran tratados con pocos miramientos.
Comenzó a contar sucursales de bancos y oficinas de cambio hasta que se cansó. Después de entrar en unos aseos públicos bien atendidos, limpios y gratuitos que por cierto no existían en su pueblo para turistas o residentes, Adalberto se paró en un kiosko de prensa. Solo leyendo los titulares sacó una impresión de lo que estaba pasando desde el punto de vista gibraltareño. Como el Ministro de Asuntos Exteriores español, ante el acoso a los pescadores españoles había declarado que a lo que no estamos dispuestos es a que nos toreen y que en función del trato que Gibraltar da a nuestros pescadores, es el trato que nosotros damos en otros temas, los gibraltareños contestaban en un diario que es vergonzoso que un país grande como España intimide a un país pequeño como Gibraltar. Aquel hombre sencillo que observaba todo a su alrededor, pensó para sí que los gibraltareños no solo vivían en una situación colonial, sino que, además, lo hacían agresivamente. Después de rechazar la prensa que le ofrecían, tomó tan solo un folleto de ofertas inmobiliarias.
Mientras regresaba a la parada de taxi, leyó los precios de las casas. Había desde pisos de tres dormitorios en Catalan Bay por 750.000 euros hasta otros de 220.000 euros en el centro, con dos dormitorios. Incluso encontró un ático que se vendía en más de dos millones de euros. Total que el metro cuadrado en buena calidad, estaba entre tres mil y seis mil euros. Adalberto, moviendo la cabeza, puso el folleto en una papelera atestada de cajas vacías y tomó otro taxi para regresar a La Línea.
Por el camino pensó con pena en la situación política respecto a Gibraltar. España, como siempre en política exterior, no mantenía una actitud uniforme y los distintos gobiernos daban bandazos, lo que era aprovechado por algunos países y desde luego por los llanitos. Éstos, encerrados en tan pocos kilómetros cuadrados, dependían de la frontera para todo y, en cambio, parece que España no encontraba argumentos para negociar con Gran Bretaña o simplemente medidas de presión, para avanzar en el contencioso o por lo menos impedir vejaciones.
Adalberto, al igual que todos los de la cola de peatones, enseñó su carnet a un policía gibraltareño y más allá a otro español. Los dos lo miraron otra vez con desgana y aquel hombre gris se vio de pronto en el bullicio de la Línea, donde había una huelga por algún motivo que ignoraba. En realidad el Campo de Gibraltar debía ser desarrollado a través de una auténtica política de Estado porque la imagen que se ofrece no es muy positiva.
Días después y ya en su lugar de descanso, Adalberto compró el periódico Área de La Línea y leyó los titulares Gibraltar anuncia medidas ante las largas colas de salida en la frontera. El peñón se convirtió ayer en una ratonera para los vehículos. Esperas de hasta seis horas para poder abandonar la Roca. El gobierno gibraltareño anuncia protestas de carácter internacional. Recordó las veladas amenazas del ministro español, pensando enseguida en los miles de llanitos que residían o pasaban su tiempo libre en Sotogrande, Marbella o decenas de pueblos del sur. Pertenecían a un enclave colonial con alrededores de lujo, donde invierten o, simplemente, pasan su tiempo libre.
Pero los gibraltareños denunciaban, según el periódico, controles exhaustivos, retrasos prolongados y deliberados, medidas hostiles, presión política y cosas parecidas. El premier Fabián Picardo, el viceministro principal Joseph García y el Ministro de Servicios Públicos Steven Linares, estaban indignados por los controles ejercidos por España. Decían que normalmente cruzan la frontera entre 300 y 600 vehículos por hora y la media había bajado a entre 30 y 60. Por todo esto el gobierno de la Roca anunciaba una reacción nacional e internacional y gestiones ante el gobierno del Reino Unido para tomar cartas con España al más alto nivel, además de comunicaciones a la Cámara de los Comunes, Cámara de los Lores y Parlamento Europeo. Adalberto estaba atónito porque no entendía como un país debía soportar estoicamente actuaciones en sus aguas territoriales sin pestañear y, además, se le criticaba por establecer controles de policía en su propia frontera. Pensaba que todo eso podía conducir a un cruce de represalias con perjudicados en una y otra parte, por lo que se imponía el diálogo Londres-Madrid y con toda urgencia. Sin embargo, los inconvenientes en el paso hacia España desaparecerían pronto porque estas presiones no pueden mantenerse en el tiempo.
Pero Adalberto era solo un ciudadano sin ningún poder de decisión. Lo único que recomendaba, mientras se vestía para hacer footing, era un poco de sentido común.