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Breve historia de una vida

Se nos fue marzo, el mes de los temporales, el de la “subestá de San José”, el que cada año nos deja aislados, incomunicados durante unos días con la otra orilla del Estrecho. Y se nos ha ido dejándonos el sabor a la primavera que llega con aromas de verano que aún no es y que cada año nos engaña haciéndonos visitar las playas y guardar chaquetones y paraguas antes de tiempo. Ya saben eso que también se suele cumplir cada año: “marzo ventoso, abril lluvioso, sacan a mayo florido y hermoso”. Marzo ya ha cumplido su parte del dicho, ahora falta que abril y mayo cumplan también con la suya.
Y les traigo en este primer domingo de abril algo que no es ni un artículo ni un relato, más cercano a lo segundo que a lo primero pero con tintes biográficos y que he titulado “Breve historia de una vida”, si es que la historia de una vida puede ser breve y menos aún la que trato de comentar en esta modesta colaboración.
Hacía tiempo, mucho tiempo, que tenía ganas de conversar largo y tendido con ella porque sabía que merecería la pena escuchar de su propia boca la historia de su vida. La historia de una vida anónima, como tantas otras, conocida sólo por ella misma y pocos más, pero llena de vicisitudes y experiencias agridulces. Sabía que hablando con ella, me trasladaría a otro tiempo donde las personas se ocupaban más de ayudarse unos a otros porque los buenos y malos tiempos iban por rachas y en cualquier momento uno podía ser el necesitado de los demás. Era ese tiempo donde vivíamos y necesitábamos muchas menos cosas que ahora y donde se disfrutaba mucho más con lo poco que se tenía.
Por fin pude hacer mi deseo realidad y conseguí invitar a comer a esa mujer de setenta y ocho años con quien, en otro tiempo, compartí muchas vivencias. He aquí un resumen de lo mucho interesante que me contó. He aquí una breve historia de una vida.
Siempre fue muy “madrera”, literalmente agarrada a las faldas de su madre con quien, siendo una adolescente, iba a los bailes que se organizaban los fines de semana en un antiguo local de la calle Canalejas. Por eso, cuando teniendo ella veinte años falleció su madre, no pudo soportar la idea de ver a su padre con otra mujer, no podía ver a otra ocupando el lugar de su madre.
El mundo se le vino encima, la persona que había sido todo para ella hasta entonces, la había dejado para siempre y el panorama del invierno de aquella Ceuta de finales de los cuarenta del siglo pasado, le resultaba aún más frío y oscuro.
Nunca había salido de su tierra, pero seguir viviendo allí se le hacía ahora insoportable. Pero la vida da muchas vueltas y a veces nos sorprendemos a nosotros mismos haciendo cosas que nunca antes pudimos imaginar. Eso fue lo que le pasó a ella. Una amiga le dijo que se iba a ir a Madrid en busca de trabajo y ella vio el momento oportuno para una huída hacia delante, la oportunidad de salir de un ambiente que ya se le estaba haciendo irrespirable.
Tengo un amigo que es Profesor de la Universidad de Granada y hace poco me dijo que había leído un estudio en el que tomando una muestra representativa de personas que en algún momento de su vida habían tomado alguna decisión importante dejándose llevar por el primer impulso, se había encontrado que en  la inmensa mayoría de los casos esas decisiones habían sido acertadas.
Pues algo así le ocurrió a la persona de la que les hablo. De la noche a la mañana se vio con su amiga en el Madrid de finales de los cuarenta del siglo pasado, inexperta, inmadura y asustada, pero con la firma idea de que debía dar un giro a su vida. Y desde ese momento los hechos se fueron sucediendo de manera vertiginosa, imprevista, pero siempre en una dirección favorable para ella.
Nada más llegar a la Estación de Atocha, a la primera persona que encontró, casualmente, fue a un primo suyo militar, al cual se aferró como tabla de salvación. Le explicó que lo primero que necesitaban su amiga y ella era un trabajo. Y al primo se le ocurrió llevarlas a un restaurante de un matrimonio amigo suyo.
Cuando la dueña del restaurante vio las uñas tan largas que tenía y su cara despavorida, le dijo:
“Me imagino que no sabes hacer nada. No hay más que ver las uñas que tienes”.
“Lleva usted razón –contestó ella- pero las uñas me las corto ahora mismo y aprendo todo lo que usted me enseñe”.
Y vaya si aprendió. Ella se quedó allí, trabajando como cocinera, y a la amiga la enviaron, también como cocinera, a otro restaurante que tenía el matrimonio. Las dos se hicieron buenas cocineras.
Allí pasó años muy felices y llegó a ser una más de la familia. Aquel matrimonio la quiso como a una hija y se convirtieron en unos segundos padres para ella. Con ellos vivió tiempos sencillos y felices. Pero está claro que la vida es cíclica y a un tiempo bueno le sigue otro malo y así se van alternando los buenos y malos momentos a lo largo de nuestro deambular por el mundo.
El señorito, el hijo de los dueños del restaurante, se encaprichó de ella “en un plan que yo no quería”, me dice mi amiga. Ella era de ideas antiguas, las que le había inculcado su madre, y hubiera aceptado otra cosa, pero no lo que el señorito quería.
De nuevo sintió lo que años atrás había experimentado en Ceuta, el ambiente era irrespirable y otra vez decidió huir hacia delante. Con llanto inconsolable abandonó el trabajo y la familia donde había sido muy feliz y se colocó como camarera en la cafetería de un hotel.
No he dicho hasta ahora que mi amiga tenía una única hermana mayor que ella, casada y con doce hijos. Sí, he dicho bien, doce hijos a los que había que alimentar, vestir y calzar con el exiguo sueldo del marido. Por tanto, la mayor parte de lo que mi amiga ganaba venía para Ceuta, para socorrer a la hermana, al cuñado y a los doce sobrinos. Ella sólo se quedaba con una pequeña parte del sueldo para vivir. Pero era muy feliz actuando de esa forma.
En la cafetería del hotel también la trataron bien, pero el sueldo era muy pequeño y ella necesitaba ganar más, no por ella sino por las catorce bocas de Ceuta que cada mes esperaban que llegara su ayuda.
Me dice mi amiga son sonrisa socarrona:
“Mire, le voy a decir una cosa. Yo nunca me he considerado guapa, pero de joven tenía un cuerpo escultural. Cuando bajaba la calle Canalejas y llegaba a la Plaza Azcárate, los taxistas que estaban en la parada se bajaban de los coches para verme pasar y piropearme”.
Así que con estas credenciales y viendo que las estrecheces de su familia de Ceuta eran cada vez mayores por la poca ayuda que ella les podía prestar, decidió escuchar lo que una amiga le dijo un día:
“¿Por qué no te apuntas a una Compañía de Revistas que se está formando?. Van a salir de gira en breve. Con el cuerpo que tienes, triunfarías seguro”.
Decidió seguir el consejo de su amiga y emprender una nueva huída hacia delante. En algún artículo anterior les he hablado del destino y cómo parece que, a veces, una fuerza poderosa e inexorable nos conduce por caminos y nos vemos en situaciones que nunca pudimos imaginar. Así pues, de la noche a la mañana se vio formando parte de una Compañía de Revistas, rodeada de otras diecisiete bailarinas, además de los músicos, sastre, maquilladora, etc. Viajó por Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto y Francia, conoció lugares maravillosos y disfrutó mucho, se mantuvo siempre fiel a sus ideas y nunca tuvo que hacer nada que fuera en contra de ellas. También ganó mucho dinero y pudo socorrer mejor a las catorce bocas de Ceuta que cada mes esperaban ansiosas la llegada de su ayuda.
Después de dejar la Compañía de Revistas, tuvo tiempo de volver a Ceuta, de casarse, de tener hijos, de trabajar duramente después de enviudar y de tener ahora una plácida vejez tras una vida llena de momentos agridulces, con la certeza de haber hecho lo que en cada momento tenía que hacer.
Mi amiga no defraudó las expectativas que yo tenía antes del almuerzo. Y tiene muchas más cosas que contarme que, a buen seguro, me contará la próxima vez que tenga la oportunidad de compartir mesa y mantel con ella.

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