Opinión

Blasco de Garay, el ingenio de la Corona de España

Remontándonos a la primera mitad de siglo XVI, concurrimos a una etapa de novedades cruciales como la irrupción de rutas de navegación oceánicas estables, como la evolución de tácticas navales con la aparición de la artillería pesada en las naves; además, de la transformación en las metodologías de construcción y como no, el avance técnico en cada uno de los ámbitos náuticos.
Con lo cual, articular todo un engranaje superpuesto de recursos humanos y materiales y constituir lo que demandaba y envolvía una armada para un destino determinado, no era ni mucho menos una operación fácil.
Sin embargo, la centuria inicialmente reseñada simbolizaría un curso en la transición entre la hegemonía del abordaje y el predominio del combate a distancia, inconfundible en el navío de línea. Así, interesa percatarse del protagonismo adquirido por la artillería en el contorno Atlántico y, en qué dimensión evolucionó con la proliferación de los barcos de guerra de alto bordo.
Ya, con el ‘Descubrimiento de América’ la conjunción de cañones y velas, conseguirían ser indisociables en el desenvolvimiento de los imperios coloniales occidentales y en la construcción de una aldea global más interrelacionada. En este escenario impetuoso, las armadas y flotas se convirtieron en la llave maestra coyuntural de este Imperio, tanto para la movilidad de colonos y empleados de la monarquía, como para el tránsito y escolta de metales preciosos y otras tantas riquezas llegadas desde los virreinatos americanos.
Sin soslayarse, las actividades perentorias de protección de las vastas costas frente a las acometidas de piratas y corsarios, así como las empresas militares con la que Su Majestad el rey Felipe II pretendió consolidar su supremacía, ante los desafíos que no eran pocos de Francia e Inglaterra.
Con estos mimbres, ni que decir tiene que el siniestro de una embarcación en sí, era una desdicha y, en ocasiones, resultaba ser una auténtica tragedia: cuando las olas se tragaban un barco, aunque no hubiese perecidos, se originaban importantes quebrantos económicos. Porque, en estos trechos, un buque representaba mucho más que una máquina artificial que cargaba productos valiosos, los cuales, podían desaparecer en las inmensidades de aquellas aguas colosales o quedar dañados irreparablemente.
Del mismo modo, los naufragios iban asociados a pérdidas de vidas humanas, que en los más peyorativos percances acontecidos entre los siglos XVI y XVIII en los derroteros hispánicos, se consideraron por cientos, e incluso por miles.
Sin ir más lejos, entre el advenimiento del ‘Nuevo Mundo’ y mediados del siglo XVII, acabaron en las profundidades marinas más de medio millar de embarcaciones que realizaban la conexión de la metrópoli con sus colonias, conocida como la ‘Carrera de las Indias’. Teniendo en cuenta que alrededor de dieciocho mil naves atravesaron el Atlántico, la proporción de pérdidas se precisó en el 3%.
Tras esta panorámica sucinta de la etapa expuesta, España asistió a una efervescencia militar en sus más variados conceptos, con especial notabilidad en lo que atañe a la guerra naval, tanto por los diseños de armadas, como por su cada vez mayor influencia artillera y procedimientos de combate.
Sin contar, que las grandes masas de agua se erigieron en los sectores principales de operaciones y en el protagonismo indudable de un hombre insigne, que se distinguió por su amor incomparable a la Patria y la ciencia.
Evidentemente, me refiero a don Blasco de Garay (1500-1552), admirador de la mecánica e inventos de forma autodidacta, que pertenece por derecho propio, a la relación de científicos más admirados y que contribuyeron con su inspiración personal en las Cortes de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico (1500-1558) y Felipe II (1527-1598), respectivamente, al fraguar, proyectar y plantear diversos mecanismos para la navegación internacional.
De alguna manera, España se convirtió en un entorno legendario conducido magistralmente por un complejo sistema administrativo, donde la ciencia y tecnología, valga la redundancia, obtuvieron un gran crecimiento al imperar en el paisaje europeo, e indudablemente, con la patente de hombres denodados y la figura prestigiosa de quién me lleva a desgranarlo en estas líneas.
Inicialmente, es necesario partir de la base, que de la autobiografía de Blasco de Garay existen escasas fuentes bibliográficas, pero no por ello se ha de desmerecer lo que se expone en este relato, que indudablemente necesitaría de un recorrido más amplio para fundamentar en su justa medida lo definido, debiéndome ceñir a lo que realmente me otorga el texto.
Con lógicas reservas, parece ser que Blasco de Garay provenía de un linaje hidalgo, así como de una familia afincada en la Ciudad de Toledo. Tal vez, ejerciera en la Armada Real, porque se le otorga la mención de Capitán de Mar de Carlos I, cuando su nombre empezaría a hacerse popular por los éxitos que en su día le darían la gloria.
Examinados algunos escritos patrimoniales de los Archivos de las Universidades de Alcalá de Henares y Salamanca, no se han apreciado pistas que hubiese realizado estudios superiores. Toda vez, que debió de abrazar cierta enseñanza y consagrase por sí mismo en el aprendizaje de las ciencias. Con lo cual, por los pocos documentos se desprende que era un individuo ejercitado en el mundo de las letras, con gran peso en la disciplina de la investigación.
La iniciativa de Blasco de Garay residió en el diseño de un invento con el que proveer una nueva propulsión a los buques de guerra de la Armada Imperial Española, o séase, las naos y galeras.
A pesar de un sin número de impedimentos y negativas, finalmente, Carlos I admitió por cédula de 22 de marzo de 1539, concediendo que se instase a financiar y su consecuente fabricación se materializara en los Astilleros del puerto de Málaga.
Simultáneamente, con vistas a realizar las demostraciones pertinentes, el rey dio la orden a don Francisco Verdugo como proveedor y a don Diego de Cazalla como pagador de las Armadas de España, para que le proporcionasen oficiales carpintero y herrero con los materiales apropiados.
Ya, en el imaginario colectivo merodeaba el pensamiento: si la Armada consiguiese un dispositivo como el pretendido, obtendría una enorme superioridad estratégica en los mares, tanto en lo que concierne a la batalla como al comercio.
En esta tesitura, varios historiadores coinciden en subrayar, que Blasco de Garay materializó hasta cinco tentativas sobre barcos con cabida de 250 toneladas cargados con trigo, actuando como juez don Bernardino de Mendoza (1540-1604), Capitán General de las Galeras de Málaga.
Corregidas y mejoradas unas irregularidades surgidas a la hora de comprobar el funcionamiento, no tardaría demasiado en plantear otro proyecto con el que aspiraba desplazar las embarcaciones sin velas ni remos.
Aun acogiendo la Corte la proposición con evidentes signos de desconfianza, el rey autorizó que se llevase a cabo los experimentos en Barcelona el día 17 de junio de 1543; logrando hacer tres millas en una hora con ‘La Trinidad’, una nao portuguesa de 200 toneladas de porte. Acontecimiento en el que iban a ser testigos de primerísima mano el rey Carlos V y el príncipe Felipe.
Lo cierto es, que al no concurrir ninguno de los dos por cuestiones inesperadas, quedaron como representantes el Gobernador don Enrique de Toledo y Ayala y el Tesorero don Pedro de Cardona; aparte, de marineros camaradas del inventor, a los que con anterioridad había informado de su empeño.
Sin lugar a dudas, la satisfacción general complementó las primeras pruebas y todos admiraron la rapidez con la que giraba la nave y la mejoría indiscutible de los buques de vela, tanto en su maniobrabilidad como en la celeridad, que equiparaba poco más o menos, a la de aquellos con vientos ordinarios; proporcionando más desenvoltura de movimientos para atracar y desatracar.
No obstante, la delegación a la que asistían marinos entendidísimos, dieron el visto bueno que el barco circulaba más rápido de lo acostumbrado, salvando tres leguas en una hora y haciendo varias veces ciaboga mejor que una galera. En otras palabras: giraba o viraba en redondo en el menor espacio posible.
Al objetivo recién alcanzado no le faltarían discrepancias y perjuicios. Lo que no agradó al rey, probablemente, instigado por quiénes dilucidaban aquello como algo escabroso, costoso y con sospechas de ser inseguro.
A ello hay que sumarle, la rivalidad presente en la invención, que empezó a manifestarse en insensatos corazones, sucediéndose encadenadamente como la raíz profunda para que quedase encallado y estuviese falto del apoyo imprescindible, hasta eclipsarse uno tras otro los proyectos.
Es intachable que hasta ese momento, Blasco de Garay era quien aprovechó al máximo la fuerza expansiva del vapor para emplearla eficazmente en la navegación; si bien, algunos escritores lo refutan. Y digo hasta ese momento, porque más adelante, algunas fuentes contrarias rebatieron lo implementado, al analizar que aquello se había transformado en una visión errada excedida a cotas que lo ilustró en libros, periódicos y revistas.
Indiscutiblemente, Blasco de Garay, sondeó la opción del vapor como la fuente más viable de energía para impulsar algunas de sus inspiraciones creativas, pero eran muchos los que juzgaban que no llevó a la práctica la afamada experimentación de Barcelona en los términos conocidos.
Posteriormente, los factores básicos de la leyenda se han reiterado hasta desembocar en una versión con coherencia y fuerza interna. Me explico: unas imponentes ruedas de palas inducidas por un ocurrente dispositivo de esferas metálicas que contenía agua, y el fuego de una caldera avivaría sucesivamente las esferas, hasta convertir el agua en vapor y hacer rodar las ruedas de palas.
La tradición describe con pormenorización que nadie pudo examinar in situ la máquina, porque Blasco de Garay conservaba el secreto y no le agradaba miradas intemperantes, con lo que ya se constata un matiz incierto. Si acaso, las palas que desplazaron el barco no se activaban con el vapor, sino con el ímpetu de los brazos humanos por medio de una técnica mecánica.
De cualquier forma, en el Archivo de Simancas se atesoran documentos que justifican en la fecha consabida, como Blasco de Garay hizo mover un barco de ruedas mucho más grande que el Clermont, primer barco a vapor. Aunque la escasez de los componentes utilizados y el atraso industrial de aquellos tiempos neutralizaran el trabajo, tampoco impidió que la Comisión encomendada para presenciar los ensayos, calificase la idea como algo inalcanzable en la realidad.
El umbral de esta opacidad parece acomodarse en los preámbulos del siglo XIX, cuando el director del Archivo de Simancas don Tomas González Hernández (1780-1833), remitió una carta al historiador, político e intelectual don Martín Fernández de Navarrete y Ximénez de Tejada (1785-1844). De los escritos indagados por el archivero puede desgajarse, que el célebre marino tuvo que ingeniar alguna modalidad de deslizamiento a vapor.
Acudiendo a las evidencias tangibles, en los expedientes y registros originales que se preservan en el Real Archivo de Simancas, entre las hojas del Estado del Negociado de Cataluña y de la Secretaria de Guerra, se halla el mensaje de González Hernández a Fernández de Navarrete datado el 27/VIII/1825, con el que le testifica que en sus manos poseía documentos que acreditaban la confirmación en la navegación del Capitán de Mar don Blasco de Garay. El texto detalla exactamente al pie de la letra:
“Nunca quiso Blasco de Garay manifestar el ingenio descubiertamente, pero se vio al tiempo del ensayo que consistía en una gran caldera de agua hirviendo y en unas ruedas de movimiento complicadas a una y otra banda de la embarcación.
La experiencia se hizo en una nao de 200 toneles, venida de Colibre a descargar trigo en Barcelona, llamada La Trinidad, cuyo capitán era Pedro de Scarza. Por comisión de Carlos V y del príncipe Felipe II, su hijo, intervinieron en este negocio don Enrique de Toledo, el gobernador don Pedro de Cardona, el tesorero Rávago, el vicecanciller, el maestro racional de Cataluña don Francisco Gralla y otros muchos sujetos de categoría, castellanos y catalanes, entre ellos varios capitanes de mar que presenciaron la operación unos dentro de la nao y otros desde la marina.
En los partes que dieron al rey y al príncipe, todos generalmente aplaudieron el ingenio, en especial la prontitud con que se daba vuelta a la nao.
El tesorero Rávago, enemigo del proyecto, dice que andaría dos leguas cada tres horas: que era muy complicado y costoso, y que había mucha exposición de que estallase con frecuencia la caldera.
Los demás comisionados aseguran que la nao hizo ciaboga dos tantos más presto que una galera servida por el método regular, y que andaba a legua por hora cuando menos. Concluido el ensayo, recogió todo el ingenio que había armado en la nao, y habiéndose depositado las maderas en las atarazanas de Barcelona guardó para si lo demás.
A pesar de las dificultades y contradicciones propuestas por Rávago, fue apreciado el pensamiento de Blasco de Garay, y si la expedición en que entonces estaba empeñado Carlos V no lo estorbara, sin duda, lo hubiera alentado y favorecido.
Con todo esto promovió el autor a un grado más, le dio una ayuda de costa de 200.000 maravedises por una vez, mandó pagarle por tesorería general todos los gastos, y le hizo otras mercedes”.
Llegados hasta aquí, el hecho de no encontrar instrumentos afines como planos o croquis que probaran lo alegado en la carta, sembraría un espectro de controversias entre las tesis defendidas por los intelectuales hispanos y francos, que progresivamente prosperaron.
Fijémonos en dos impresiones que a posteriori aparecerían.

La primera corre a cargo del escritor don Alejandro Polanco Masa (1975-45 años), en su obra titulada “Made in Spain. Cuando inventábamos nosotros” (2014), en la que comenta como González Hernández mezcló dos innovaciones totalmente diferentes. Por un lado, la excepcional clarividencia que permitía a La Trinidad manejarse en aguas serenas y por otro, “entre los documentos sobre ingenios de Blasco de Garay aparece un sistema depurador de agua del mar, capaz de ofrecer agua potable a bordo de navíos gracias a una caldera de vapor”.
En cambio, el periodista, historiador y escritor satírico don Modesto Lafuente y Zamalloa (1806-1866), tras rastrear concienzudamente las interrogantes e incógnitas en el Archivo de Simancas y revisar lo comprobado, llegó a la conclusión, que las demostraciones experimentales de Blasco de Garay las ejecutó indistintamente en las ciudades de Málaga y Nápoles, pero “no se habla una sola palabra de calderas, ni se menciona el vapor, ni con este nombre, ni con otro que pudiera significar este admirable motor, sino completamente de ruedas movidas por hombres y dispuestas con cierto artificio”.
Con todo, en el mismo Archivo de Simancas se reúnen cartas y oficios que Blasco de Garay elevó a Carlos I, brindándole con otros proyectos de estudio en la Armada, como molinos de mano, primitivas escafandras y otros artificios técnicos para la inmersión, como utensilios para destilar agua del mar.
Lo que no se puede refutar, es que basándonos en su talento mecánico servido en el montaje de molinos, improvisó y afinó disminuyendo su número de seis a dos hombres, una fórmula consistente en unas ruedas de paletas puestas en los extremos de las naves.
Mismamente, no debe desmerecerse otra serie de inventos con los que Blasco de Garay tenía su mente dispuesta en la superación personal y, por ende, en un horizonte más espacioso en favor de la Armada Española. Llámese el aparato para extraer efectos de embarcaciones sumergidas; o aguantar tanto en el interior como encima del agua; o mantener luminosidad dentro de las aguas; o distinguir objetos a poca profundidad con el agua turbia, etc.
Por último, Blasco de Garay dirigió varias misivas pidiendo fondos que no tuvieron contestación, llegando a ser tan apesadumbrada su posición económica, que hubo de deshacerse de su propia espada e implorar que por caridad se le facilitara algo. Decepcionado y agotado, terminó por renunciar a sus nobles intenciones y poco más tarde, entregó su alma a Dios.
Un desenlace sombrío para una gran persona.
Consecuentemente, a finales del siglo XVI, el universo marítimo ibérico incluía el Mar Mediterráneo, el Océano Atlántico, Pacífico e Índico y el Mar de la China Meridional. Al aproximarnos a la Armada Hispana de esta época, irremisiblemente, se enfatiza la semblanza prodigiosa de Blasco de Garay, al aportarnos brillantemente importantes avances e ideas que se adelantaron a la navegación de su tiempo y lo hicieron convertirse en emblema universal.

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