Opinión

Blas de Lezo y Olavarrieta. La inspiración al servicio de España

Entre muchas de las páginas memorables y gloriosas de la Historia de España, posiblemente, ignorada por las generaciones más recientes, resalta la semblanza de un hombre singular que, sin lugar a dudas, llevó arraigado el sentido de la superación personal y fue sinónimo de gran estratega e intrépido explorador.

Haciendo un ejercicio de imaginación para plasmar el vivo retrato de un joven risueño, casi niño, con la pérdida de un miembro inferior a tan corta edad y que a base de esfuerzo denodado y ansias de recuperación, demostró que a pesar de sus limitaciones físicas, era apto para prestar sus servicios de manera magistral en los buques de la Armada Hispana.

Y no digamos, cuando en apenas poco tiempo del anterior percance, su ojo izquierdo perdió la visión y, a posteriori, su antebrazo derecho sin movilidad.

Con lo cual, lo que aquí se describe es a un sujeto que por circunstancias sobrevenidas, sufrió la reducción o pérdida de capacidades del aparato locomotor, que sorprendentemente no le impidieron lanzarse al abordaje de las embarcaciones enemigas o acometer a toda una infantería británica, en Cartagena de Indias.

Obviamente, el espacio narrativo expuesto, es prácticamente exiguo para condensar toda una vida consagrada a su patria y su rey, anteponiendo el deber a cualquier otra cuestión y estando circundada desde el principio hasta su fin, por la brisa marina de aquellas aguas temerarias como la que prendió en el alma de don Blas de Lezo y Olavarrieta (1689-1741).

Para desgranar sucintamente la heroica trayectoria de este insigne personaje, es preciso ubicarnos en el período histórico que coincide con el reinado de Su Majestad Felipe V (1683-1746), en el que se desencadenaron diversos hechos que trastocaron el devenir de esta nación y, como no podía ser menos, irrumpirían las acciones intrépidas del protagonista de este texto.

Sin más dilación, adentrándonos entre el siglo XVI y la primera mitad del XVII, España alcanzó su etapa de máxima extensión a la que se le distinguió como el ‘Siglo de Oro’. A lo largo y ancho de esta centuria y bajo la dinastía de los Austrias, se estableció un Imperio con territorios que por doquier se ensanchaban.

Y no era para menos, porque el dominio español se convirtió en la fuerza más temida y admirada, tanto en tierra, con los Tercios sobresaliendo en media Europa; como en las inmensidades de los océanos, con la Armada obteniendo triunfos tan cruciales como el producido en la ‘Batalla de Lepanto’ (7/X/1571), que atajó la tentativa de los turcos de usurpar el Viejo Continente.

Unos años más tarde comenzó el declive de la dinastía de los Austrias: el último de sus monarcas, Carlos II (1661-1700) fallecería con el inconveniente de no dejar descendencia, causa por la que se otorgó heredero al nieto de Luís XIV de Francia (1638-1715), Felipe de Anjou.

La recalada al trono en el año 1700 de Felipe V, desató la Guerra de Sucesión (9-VII-1701/7-III-1714) que retó a los principales actores europeos. En un extremo del tablero se hallaban Inglaterra junto a Saboya, Holanda y Austria que preservaban los derechos dinásticos del Archiduque Carlos de Austria (1685-1740); en el otro margen, Luís XIV combatía defendiendo los intereses de su sucesor. Como era de esperar, el conflicto adquirió aires de guerra civil, permaneciendo por la parte de los Borbones, Castilla, Andalucía, País Vasco y Navarra; y por los Austrias, las tierras del antiguo Reino de Aragón con Cataluña y su metrópoli Barcelona.

La contienda que se prolongó demasiado en el tiempo, concluyó con la firma del Tratado de Utrecht y un año después se produjo la rendición de Barcelona, con la consiguiente toma de Mallorca. La punta de lanza de esta Tratado, nos condenó a dilapidar las posesiones en Europa, Menorca y Gibraltar.

Aun así, se conservaron las regiones al otro lado del Atlántico y con éstas las principales fuentes de riqueza económica de España. El oro, la plata y las materias primas que debían transportarse a los puertos, al menos, transitoriamente quedaban afianzados por la Armada.

Con la consumación de la Guerra de Sucesión, Felipe V optó por fijarse en lo que nos reportaría las zonas del Nuevo Mundo y sus superabundancias. Inteligentemente, se rodeó de consejeros y colaboradores eficientes; primero, de procedencia franca, a continuación de influjo italiano y finalmente, de indudable predominio hispano.

Entre las preferencias de su intensa reforma, se notaba la plasmación de una nueva Armada Real. Ya, en las postrimerías de este siglo, la marina se consolidó en la vanguardia como la tercera potencia de Europa, tan solo precedida por la inglesa y pisándole los talones a la francesa.

Paulatinamente, el empuje económico de Inglaterra sobresalió, mayoritariamente, porque estaba establecido en la compraventa influyente de esclavos negros traídos de África y sus mercancías. Precipitadamente, sus acomodadas compañías de Indias forzaron a su rey y administración, para que evidenciase la declaración de guerra a España. El objetivo era claro: adueñarse del comercio que los españoles tenían muy bien atado como su monopolio.

A partir de aquí, entraría en escena la hechura de Blas de Lezo, forjador ejemplar con lustroso historial militar y máximo exponente de la defensa, tanto naval como terrestre, al que no le hizo falta engalanar un itinerario jalonado de grandes éxitos, para que se creasen falsos artificios sobre su virtuosa y honrada figura.

Adelantándome a lo que estaría por acontecer, con una pierna menos, un antebrazo impedido y un ojo invalidado, el Teniente General Blas de Lezo, valeroso y atrevido, resultó ser el espejismo temido de los ingleses y el mejor Almirante y Gobernador que España haya aglutinado entre sus filas. Quizás, uno de los titanes de la Armada Hispana, que contrarrestó la ofensiva ante la flota más portentosa que navegó el Mar Caribe en una hostilidad tortuosa: 50 barcos de guerra contra sólo seis.

No por casualidad, en el horizonte se avistaron 36 navíos, 12 fragatas, dos bombarderas y más de cien naves de transporte equipadas con 24.000 soldados provistos de 3.000 piezas de artillería. Mientras, Blas de Lezo contabilizaba las flotas antes referidas y menos de 3.000 integrantes para preservar la plaza en un número de ocho a uno, que visiblemente había enardecido la euforia del contendiente.

Ante este adversario con un vasto ejército a sus espaldas, se señoreaba el físico menguado, pero osado y vehemente del General que protegió la ciudadela hasta la extenuación, inmutable ante los fuegos de cañón y concentrado en el apoyo de cada punto estratégico, con rúbrica épica y ordenada, mereció que el enemigo cuantitativamente superior, desalentado, acabase renunciando.

"Entre muchas de las páginas memorables y gloriosas de la Historia de España, posiblemente, ignorada por las generaciones más recientes, resalta la semblanza de un hombre singular que, sin lugar a dudas, llevó arraigado el sentido de la superación personal y fue sinónimo de gran estratega e intrépido explorador"

Ciñéndome en su autobiografía, Blas de Lezo era natural de Pasajes, situado en la franja nororiental de Guipúzcoa, ocupando el cuarto puesto por orden de nacimiento de los diez hijos de don Pedro Francisco de Lezo y doña Agustina Olavarrieta. Su infancia la surcó en la localidad que le vio nacer, hasta que en plena adolescencia optó por estudiar en Francia, al objeto de acceder como guardiamarina en la Armada franca. Si bien, no están suficientemente puntualizadas las fechas, supuestamente, ya realizó su ingresó a la edad de doce años. En cualquier caso, entre 1698 y 1700, sus progenitores pudieron trasladarlo a Francia; o séase, con anterioridad a la llegada de Felipe V. Una educación y adiestramiento conjugados, que le permitieron consagrarse en la Carrera de las Armas con espíritu emprendedor y bizarro.

Pero, la coyuntura para Blas de Lezo surgió con la incidencia de la Guerra de Sucesión, donde se atinó embarcado en el navío ‘Foudroyant’, nave capitana de la escuadra francesa, que el 24 de agosto de 1704 se batiría en la Batalla de Vélez-Málaga contra las tropas combinadas anglo-holandesa.

En dicho enfrentamiento, contribuyó como un marinero más, a pesar de contar con tan sólo 16 años. Ya, en medio del combate, encontrándose en la cubierta recibió una bala de cañón que le desgajó de cuajo una pierna.

La primera de las incursiones a la que concurría le había llevado a tan fatal desenlace: toda una prueba de valor y fortaleza. Inmediatamente, en manos del cirujano de a bordo y sin pausa en la lucha, se expuso a la mutilación del miembro sin más anestesia que una botella de licor y cuatro tripulantes agarrándolo con ahínco, mientras el médico substraía astillas, unificaba el hueso y cosía la carne, impidiendo la hemorragia con hierro incandescente.

Cierto es, que otros hombres más corpulentos y duchos en estas situaciones excepcionales, hubieran decidido poner fin a este martirio quitándose la vida con un tiro en la sien; pero, Blas de Lezo soportó con arrojo conmoviendo incluso al Almirante Luís Alejandro de Borbón (1678-1737), hijo de Luís XIV de Francia, que a la primera de cambio escribió a su padre proponiendo su ascenso inmediato.

Era evidente que en aquella pugna sangrienta, mientras Blas de Lezo se doctoraba en sufrimiento, en el mismo navío insignia de la Armada enemiga vivía instantes más favorables, un joven llamado Edward Vernon (1684-1757), que treinta y siete años más tarde el destino los haría enfrentarse cara a cara en las costas colombianas.

El ofrecimiento de un cargo de asistente de Felipe V no se pospondría, creyendo que sus días de honor habían acabado y que la hazaña tan temprana era merecedora de un despacho en la Corte. Sin embargo, Blas de Lezo no se amilanó y ambicionaba conocer las artes marineras, por lo que imploró reaparecer surcando los mares.

Perdida la pierna izquierda pronto habría que añadir otra herida de guerra a su abundante hoja de servicio: en 1706, guarneciendo el Fuerte de Santa Catalina en la bahía francesa de Tolón, la percusión de una descarga en el baluarte ocasionó que una esquirla de piedra se le introdujera en el ojo izquierdo, quedando sin visión.

En la encarnizada Guerra de Sucesión nuevamente hubo de enfrentarse a Vernon. Ahora, en la fachada de las costas de Barcelona, donde los ejércitos de Felipe V sitiaban la ciudad por tierra; toda vez, que la armada anglo-holandesa del archiduque Carlos de Austria cercaba el muelle.

Blas de Lezo, al mando de una flota tenía el encargo de eludir el bloqueo y apoyar a la infantería con armas y municiones. Con el Almirante Cloudesley Shovell (1650-1707) gobernando el ‘Britannia’, iba navegando Vernon, con poco más o menos incidencia en la acometida, que el Alférez guipuzcoano había dispuesto una operación de confusión tan obstinada como habilidosa: con manifiesta desventaja numérica, dio la orden de quemar broza mojada, haciendo que un velo denso de humareda se expandiese sobre las inmediaciones, valiéndose del desconcierto de los ingleses para infiltrarse entre el fuego cruzado.


Posteriormente, el relato de Blas de Lezo hay que enmarcarlo en tres intervalos puntuales de su extenso recorrido: en el pabellón español en América; la Guerra del Asiento o Guerra de la oreja de Jenkins (1739-1748) y, por último, ya mencionada, su participación en Cartagena de Indias.

Primero, hasta 1712, cada una de las empresas destacadas de Blas de Lezo se secundaron en el pabellón francés, pero, precisamente en este año, Felipe V comienza a alejarse de su abuelo, a quien no considera un aliado seguro y el marino comienza a ganarse la estima y aprecio en la Armada Española tomando contacto con América. Precedentemente, en una de los últimos coletazos de la Guerra de Sucesión y en aguas catalanas, recibió otra de sus graves heridas.

Dirigiendo como Capitán de Navío la nave ‘Nuestra Señora de Begoña’, esta vez, era la escuadra hispana la que obstruía Barcelona ante el cerco del duque de Berwick, James Fitz-James Stuart (1670-1734). En el choque, un disparo de mosquete impactó en el antebrazo derecho de Blas de Lezo, que le cortó numerosos tendones hasta dejarlo inutilizado.

En Perú, Blas de Lezo conocería a la que habría de ser su esposa, doña Josefa Pacheco Bustios (1709-1743). En este mismo país nació su hijo Blas y allí estuvo residiendo diez años, hasta que la providencia le trasegaría a la Península, donde partiría para colaborar en uno de los últimos designios de Felipe V. Me refiero a la reconquista de Orán, respectivamente, entre el 15 de junio y el 2 de julio de 1732.

Segundo, Robert Jenkins, corsario inglés capitaneando su navío ‘Rebecca’, sería apresado por una brigada de guardacostas comandada por el Capitán Juan León Fandiño. Este lo ató al mástil de su nave y le seccionó una oreja, poniéndolo en libertad con un recado amenazador: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré a él, si a lo mismo se atreve”.

La expresión, tal vez, pudiese parecer un tanto intransigente, el caso es que concurrieron otras cuestiones e intereses que enredaron el episodio. Jenkins enseñó en el Parlamento la oreja cortada y en octubre de 1739 la guerra estaba declarada. Librándose en Europa y ultramar, pero, sobre todo, en los mares del Caribe.

Quién iba a ser, sino, Vernon quién llevó el liderazgo de las maniobras al encabezar seis navíos, anotándose el primer tanto a favor, ganando Portobelo, en Panamá. El sector a duras penas custodiado por su frágil Gobernador, Francisco Javier Martínez de la Vega, no disponía de recursos necesarios para desenvolverse. La guerra se iniciaba con buenas perspectivas para los británicos. No obstante, el curso que se alargó transcurrió remiso y sin colisiones, hasta que Vernon refundió una armada sin precedentes, para manejarla en el Caribe y concentrarla en Cartagena de Indias.

Por aquel entonces, Blas de Lezo había sido emplazado para defenderla, concibiendo su conservación como un asunto personal; disponiendo cada posición a conciencia, situando los cañones en el declive ajustado y observando milimétricamente cada ángulo de tiro, para resistir aquella flota imponente que se aproximaba.

Y, tercero, la entrada natural de Cartagena vista como una gran lengua de mar con la Isla de Tierra Bomba al Oeste del Mar Caribe, lo que conforma dos accesos: al Norte, Boca Grande y, al Sur, Boca Chica. Ambas bocanas poseían baluartes defensivos y entre ellas, sagazmente, Blas de Lezo ancló sus seis naves a modo de muros de contención: dos al Norte y cuatro al Sur.

Entretanto, Vernon, ejecutó una estrategia de distracción en el Norte y concentró sus empeños en línea a Boca Chica, hostigando sus escudos sin respiro durante varias jornadas.

Definitivamente, sin desmerecer la tenacidad, entereza y brío, la resistencia era inalcanzable y Blas de Lezo no le quedó otra que decidir el repliegue, destruyendo e incendiando sus embarcaciones en la bocana, para imposibilitar o al menos demorar, la progresión de los ingleses. Curiosamente, al alcanzar el Fuerte de San Luis, Vernon dio por hecha la victoria, contagiado por el entusiasmo, vendió la piel del oso sin haberlo cazado, porque a la hora de la verdad, Blas de Lezo tenía mucho que decir.

Interpretando que aumentando el trazo defensivo era baldío, apiñó sus energías en medios específicos, los más difíciles y mejor atrincherados que había. Conjuntamente, hundió los dos navíos que le quedaban, fondeados en Boca Grande, para precaver que las flotas contendientes no se arrimaran.

De esta manera, el acometimiento se condensó en el Castillo de San Felipe de Barajas, guarnecido con 600 españoles, a diferencia de los 3.500 soldados rivales en el que se dilucidaría el ser o no ser de la casta hispana.

Sobrellevando el primer y segundo embate, Vernon, irritado, pretendió forcejar la irrupción con escalas y granadas. Simultáneamente, manos a la obra, Blas de Lezo obró un foso alrededor de la fortificación, incrementando la elevación de la muralla.

Valiéndose de la desorganización británica para redoblar su ataque desde las almenas, se encaramaron con bayoneta en mano para aniquilar a los asaltantes. La sobrehumana solidez coronó la moral de los españoles, que cualquier acto por temerario que se juzgase, resultaba ganador.

En el polo opuesto, los ingleses rozaban el infortunio. Totalizando veinte días con sus noches para imponerse en el primer obstáculo, los padecimientos tropicales reducían sus facultades. Los suministros faltaban y las decisiones de Vernon excesivamente apresuradas en sus planes, no agradaban a las altas esferas. El conato malogrado de invadir el Castillo de San Felipe de Barajas, se supo por los mismos prisioneros que sucumbían al compás de treinta cada veinticuatro horas.

La última puja de Vernon la verificó desde el buque ‘Galicia’, transformado en batería flotante. Las series de costa repelieron la arremetida y los incesantes fracasos, llevó a los ingleses a la retirada. Los datos cuantitativos lo muestran todo: perecieron 9.000 hombres entre las bombas y las enfermedades infecciosas sistémicas y, al menos, 17 de sus naves se destruyeron.

Pocos meses transcurrieron cuando Blas de Lezo falleció en Cartagena; algunas fuentes revelan que por motivos de las lesiones que sostuvo en la batalla; otros, por las fiebres tifoideas que catapultaron a las tropas de Vernon.

Con el sucederse de los tiempos la estela del impertérrito y resuelto marino, hubieron de sumárseles la de un brillante estratega cuya intuición y maestría contrarrestaron a sus enemigos, perpetuándose por su sobresaliente, inigualable, excelsa y asombrosa intervención en el asedio de Cartagena de Indias.

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