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Berthe Morisot

Visto desde la ribera izquierda, Mezy sur Seine, el pueblecito de la orilla opuesta, recuerda un poco el Albaicín. Un Albaicín de reducidas dimensiones, celosamente repoblado de árboles y con un hermoso río, el Sena, a sus pies.

Cuando uno lo visita y recorre de arriba abajo y de este a oeste sus calles y plazuelas, vuelve a tener esa misma sensación de pueblo recostado sobre una verde colina; colina que, en su parte más alta, se transforma en meseta y en la más baja se confunde con la plácida ribera del río. Este pequeño pueblo de la orilla derecha del Sena merece la visita de todo enamorado del arte por dos poderosas razones: su iglesia románica y una casa en la que durante algún tiempo vivió la pintora Berthe Morisot. En ninguno de los dos edificios es posible adentrarse: la iglesia, por temor a los ladrones de arte sacro, está cerrada todos los días de la semana y sólo la abren los domingos a la hora de misa; la casa de Berthe Morisot ahora pertenece a una familia que nada tiene que ver con la pintora y hace oídos sordos a todo el que llega a su puerta. Sabemos que perteneció a la pintora porque hay una placa que así lo confirma:
ICI VÉCUT
BERTHE MORISOT
PEINTRE IMPRESSIONISTE.
1841-1895. (1)
Berthe Morisot nació en Bourges, fue discípula de Corot y después se integró en el grupo impresionista. La única mujer de todo el grupo y, al igual que para el resto de sus compañeros, el Sena y sus verdeantes paisajes de los alrededores, fue uno de sus temas más repetidos y preferidos. Desde las ventanas de su casa de la calle Alfred Lasson vería todos los días, entre celajes y borrones de niebla, el río con sus gabarras silenciosas y el hermoso valle, poblado de bosques y campos de cultivo, que lo circundan. Las noches de verano, las pocas noches que aquí el cielo está límpido y estrellado, se asomaría a la ventana para contemplar la luna y los luceros reflejados en la profundidad de las aguas. Seguro que más de una vez tomaría sus bártulos y, con el caballete en una mano y el lienzo y los pinceles en la otra, erraría por estas calles y caminos en busca de su rincón preferido. Todos los impresionistas fueron decididos partidarios de la pintura al aire libre y Berthe Morisot, más que ninguno. Precisamente fue ella la que, con persuasión, convenció a Manet para que abandonara el estudio y saliera al exterior a pintar. Debió ser, además de una gran pintora -hoy sus cuadros se cotizan entre los cuatro y cinco millones de euros-, una mujer muy sincera y valiente. Prueba de ello es que se atrevió a afirmar de sí misma que en su juventud fue algo ligera de cascos. Hoy tal afirmación no demostraría nada -cualquier chiquita pizpireta y atrevida sale en la pantalla del televisor contándonos sus intimidades de alcoba-, pero lanzarla a bombo y platillo en aquella Francia de Napoleón III y Eugenia de Montijo, debía ser todo un desafío a la pudibunda memez  de la época. ¿Qué pensarían de ella todas las empingorotadas señoras de la nobleza y alta burguesía puritana que pululaban alrededor de la emperatriz? Sabemos que era también muy guapa -condición indispensable para poder ejercer con el debido éxito el puterío-, como lo demuestra el retrato que de ella nos ha dejado el pintor Manet, (su cuñado) en el que aparece adornada con sombrero, “foulard”, traje de la época y un rostro casi perfecto y decididamente apetecible. Llaman especialmente la atención los labios carnosos y lascivos. ¿Cuántos de sus compañeros gozaron de los encantos de su cuerpo? Jamás lo sabremos. En 1874 decidió sentar la cabeza y contrajo matrimonio con Eugenio Manet, el hermano menor de Eduardo Manet. Ese mismo año participa, con el resto de su grupo, en el salón impresionista. Aquel famoso salón de pintores heterodoxos e iconoclastas, que nació como un grito de protesta contra la pintura academicista y oficial. A partir de 1880 en toda su obra se observa la influencia de Renoir. Como en él prevalece en su pintura el lado hedonista y el gusto por la vida. Esa vida que se le fue de las manos cuando todavía era relativamente joven: murió en París, con 54 años, el 9 de marzo de 1895. Tres años antes había fallecido Eugenio Manet, su esposo, lo que explica que Julia, la única hija de ambos, fuese confiada al pintor Degas y al poeta Mallarmé.
 Mientras voy recordando todo esto, casi sin darme cuenta, comienzo a errar por las calles del pueblo. Es así como llego al antiguo lavadero de la aldea, que aún se conserva intacto. Su caño sigue manando agua límpida y transparente y las piedras en las que sucesivas generaciones de lavanderas enjabonaron sus ropas, continúan intactas. Las modernas máquinas de lavar han convertido en pieza de museo lo que hasta hace unos años era herramienta de trabajo y, fiel a ese legado de sus ascendientes (¡qué diferencia, santo Dios, con mi querida patria cuyo lema es destruir todo vestigio del pasado!), como pieza de museo conserva su lavadero este pueblo. No puedo evitar la pregunta: ¿vendría hasta aquí Berthe Morisot, con su canasta de ropa a la cadera, a lavar sus trapos? No, seguro que no. Dado que era de una familia rica, serían otras las que vendrían calle abajo, a lavar los trapos de la pintora. Berthe sólo pasaría por aquí camino de otra parte y serían las otras mujeres, las del lavadero, las que se quedarían aleladas, con el trozo de jabón de Marsella en la mano, contemplándola. “Mira, ya va la loca esa a pintar otro cuadro”, acaso comentaría alguna. Cuando la vieran pasar acompañada de alguno de sus colegas -todos los impresionistas se patearon estos paisajes hasta conocerlos como su propia casa- los comentarios serían mucho más insinuantes y procaces.
Han pasado los años y de Berthe Morisot y sus amigos impresionistas no quedan más que sus cuadros. Hermosos cuadros que cuelgan en las paredes de los museos y llenan las salas de admiradores. Las pocas veces que van a alguna subasta alcanzan precios de escándalo. Hasta los cinco millones de euros, cantidad a la que no llega ni la mejor casa de Mezy sur Seine. Berthe Morisot, la pintora ligera de cascos del grupo impresionista, ha muerto, pero, ¡milagro del arte!, su obra sigue prodigiosamente viva. No puedo evitar hacer un alto en mi largo paseo cotidiano y, echando mano a mi vieja cantimplora, -uno es decididamente antialcohólico-,  bebo un trago de agua en su honor. Creo que se lo merece.

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