Opinión

Bernardo de Gálvez y Madrid, la deuda de un héroe aún sin saldar

Por aquel entonces, el Sureste como el Sur y el Suroeste de lo que actualmente es Estados Unidos, se reconocía y habrá que contemplarlo, como el eje del antiguo Imperio Español en las Américas. Los focos de mayor actividad se encontraban en las sedes de los dos Virreinatos más significativos de aquel período memorable, entre ellos, el de México.

Desde estos puntos geográficos se transmitía la autoridad y el engranaje acompasado de las colonias. Lo cierto es, que el Suroeste difería en cuanto a la distancia de la capital mexicana, centro del Virreinato de México. Por lo tanto, la influencia que proyectaba este lugar, paulatinamente se eclipsó conforme se desenvolvían los trayectos interminables. Me refiero, al Sureste y Suroeste de lo que hoy representa EEUU.

En este contexto del siglo XVIII, el Conde de Gálvez, Teniente General de sus Ejércitos y Virrey de Nueva España, formaría parte de una gran familia de políticos, militares y diplomáticos, hasta convertirse en la efigie señera del reinado de Su Majestad el Rey Don Carlos III (1716-1788).

Probablemente, la omisión que sobre él ha recaído desde tiempos impertérritos, es el detonante para invertir esa postergación y hacer llegar a la sociedad española la trascendencia de su aportación, carácter, generosidad, dedicación al monarca y amor a su patria, hasta liderar la hegemonía de España en unas colosales superficies del continente americano.

Su inmenso encaje en La Luisiana española se ensanchaba de Sur a Norte desde la llanura costera del Golfo de México y en las franjas anejas al delta del Río Misisipi, hasta la frontera del Canadá y de Este a Oeste, comprendiendo la cuenca izquierda del afluente para alcanzar las montañas Rocallosas en el Noroeste del Colorado.

Luego, lo que en este pasaje se pretende retratar, forma parte de una de las tantas páginas doradas del Imperio Hispano. La valiosa autobiografía de este insigne malagueño, es imposible desgranarla en su totalidad. A pesar de ello, el esfuerzo del autor por hacerlo sucinto no es de desmerecer, porque se hacen manifiestas las evidencias que corroboran la gesta cristalizada.

La consecuente exploración, conquista y posterior defensa al otro lado del Atlántico, desenmascaran los trescientos años de aquellos soldados valientes, misioneros esforzados, colonos denodados y descubridores audaces que, como no podía ser de otra manera, plantaron con gentileza sus estandartes, para pormenorizar los límites fronterizos de México hasta Alaska y Canadá.

Pero, ¿quiénes iban a correr todo tipo de trances, riesgos y vicisitudes? Los españoles, siempre emprendedores e intrépidos, otearon el Cañón del Colorado y establecieron ciudades como San Francisco, Santa Fé y Los Ángeles. Ya, hacia el año 1785, dirigiendo con maestría a esos hombres resueltos y conocidos a la sazón como ‘dragones de cuera’, ‘sodados presidiales’ o ‘soldados de cuera’, se distinguía a nuestro héroe de guerra y persona de confianza de S.S.M.M. los Reyes.

“Lo que en este pasaje se pretende retratar, forma parte de una de las tantas páginas doradas del Imperio Hispano. La valiosa autobiografía de este insigne malagueño, es imposible desgranarla en su totalidad. A pesar de ello, el esfuerzo del autor por hacerlo sucinto no es de desmerecer, porque se hacen manifiestas las evidencias que corroboran la gesta cristalizada”

Con lo cual, pasaría a ser testigo directo y actor de primerísima mano de los hechos más importantes de la España de su época y, primordialmente, de la América Española: Don Bernardo de Gálvez y Madrid (1746-1786) Conde de Gálvez y Vizconde de Galvestón, títulos otorgados por Don Carlos III por su actuación en la batalla de Pensacola (9-III-1781/8-V-1781) y Virrey de Nueva España, hijo de Matías de Gálvez, Vizconde de Galveston y Virrey de Nueva España y de María Teresa de Madrid.

Además, Gálvez sería el miembro más distinguido de una familia de hidalgos del municipio de Macharaviaya, en Málaga. Su árbol genealógico proporcionó a la Monarquía Española cargos de Gobierno y Administración, así como militares de peso.

Siglos más tarde, el 16 de diciembre de 2014, el presidente Barack Hussein Obama (1961-58 años) firmaría el decreto de ‘Ciudadano Honorario de Estados Unidos’, que es la mayor distinción que se confiere a una personalidad extranjera, como en su día ocurriría con el primer ministro británico Winston Churchill, o la Madre Teresa de Calcuta o el Marqués de Lafayette. Convirtiéndose en el primer representante del mundo hispano en conseguirlo. Mismamente, Gálvez, da nombre a una ciudad insular en la costa del Golfo de Texas, Galveston.

Así, tras realizar su ingreso en la carrera de las armas, a la edad de dieciséis años abandona la Academia de Ávila, al objeto de enrolarse como voluntario en la Guerra de Portugal; alcanzando el grado de Teniente de Infantería en 1762.

Pronto, es dispuesto a Nueva España para combatir contra los apaches y contribuir en la pacificación de la divisoria Norte. Posteriormente, se adentra en California, Nuevo México, Arizona y Texas. En seguida, contrae matrimonio con una nativa india-francesa llamada María Feliciana de Saint-Maxent, de cuyo matrimonio nacerían Matilde, Miguel y Guadalupe.

Antes de introducirme de lleno en los prolegómenos de este rostro ilustre, hay que partir de la base, que en sus inicios, la política española de la Guerra de la Independencia (19-IV-1775/3-IX-1783) fue sensata. Legalmente, se era neutral, pero, prudencialmente, se asistía a los rebeldes para no entrar en conflicto con Inglaterra; como asimismo, por la argumentación negativa que esta contienda conjeturaba para las colonias hispanas en América. Gálvez, por encima de lo expuesto, era un militar profesional acérrimo. Talante que le reportaría a un estilo de gobierno esmerado, lo que el historiador militar John Desmond Patrick Keegan (1934-2012) denominó “imperativo de ejemplo”.

En Argel, capital de Argelia, siendo herido de consideración, no se apartó del campo de operaciones hasta que no lo hizo el último de sus soldados; en la marcha hacia Manchac, Luisiana, no dejaba de ser el primero en abrir la senda a sus subordinados; en Pensacola, él solo se expuso de cara a sus defensas para no comprometer a su milicia.

Y, en México, resaltaría su ejemplaridad al ayudar con dinero al fondo de socorro, para atenuar el año de hambre y desplazarse en carromato tirado por mulas, en vez de los seis caballos que le concernían por su posición de Virrey, para disminuir el consumo de maíz.

Simultáneamente, su tacto con la camaradería castrense le permitiría compartir sus satisfacciones con oficiales y tropa, como en el convite que celebró en el Palacio Virreinal para festejar que su hijo Miguel de tres años, por vez primera, lucía el atuendo de granadero perteneciente al Regimiento de la Corona.

Poco a poco, ejerció un encargo más que indispensable en las directrices propias del rompecabezas estratégico de la frontera Norte del Virreinato de la Nueva España y la Comandancia General de las Provincias Internas.

La instrucción para la dirección de la división territorial político-militar acomodada con 216 artículos, saldría de su puño y letra y es valorada como una recopilación de los medios a esgrimir, para apaciguar las rigideces reinantes. Si bien, como él mismo sugirió, no era un método acabado, ya que el instante y otras cuestiones incipientes, requerían de su atención.

La condición práctica, en ocasiones frágil y su flexibilidad que demandaba acomodarse al entorno indeciso en la frontera, tuvieron como resultado que las ideas implícitas en la Instrucción, se tornasen en la base de la política oficial de la Corona, hasta la terminación de la presencia española en tierras norteamericanas.

Con lo visto hasta ahora, se desprende, que Gálvez era un hombre de acción y profundas convicciones. Las conflagraciones de la Ilustración eran limitadas y diferentes a las nacionales que emergerían con el cambio de siglo. Y digo condicionadas físicamente, por los enormes impedimentos de trasladar y suministrar las unidades y el menester de preservar la elevada inversión realizada en el adiestramiento de los soldados profesionales.

También, restringidas políticamente, porque entre las aspiraciones no figuraba la destrucción del adversario, ni de sus huestes y población. Del mismo modo, específicas éticamente, cuando competían fuerzas del Viejo Continente y éstas quedaban socorridos bajo normas y códigos de conducta que repercutían en las fronteras nacionales.

Era evidente, que los soldados del período referido no estaban obligados a justificar ideológicamente los raciocinios de su lucha. Pugnaban por cumplir con su tarea y no era asunto suyo contra quienes debían enfrentarse.

Está claro, que las reglas de juego que imperaban en el conflicto bélico se sustentaban en la razón. Para la asimilación del arte de la guerra era imprescindible hacerse con la ciencia de esta. Todo un acervo de enseñanzas como premio a los años de aprendizajes teóricos y prácticos.

La caballerosidad desplegada tanto dentro como fuera del campo de batalla, se acoplaba en un gélido cálculo racional. De nada valía hacerse con un vasto territorio, si para tomarlo se empobrecían sus estructuras, haciendo que el restablecimiento del mismo implicase más costes que la ocupación.

Con estos mimbres, Gálvez se amoldó intachablemente al paradigma de oficial ilustrado, con numerosas muestras que revelan como se integró a la caballerosidad y cortesía. Precisamente, sería uno de los más altos representantes para surtir este apoyo.

En esta coyuntura, lo hizo con uniformes, mantas, tiendas de campaña, quinina, grandes cantidades de pólvora y otros pertrechos para el abastecimiento de tropas del Ejército Continental, así como importantes partidas de dinero en metálico consignadas para unos 30.000 componentes de las colonias y 200 cañones. E incluso, negoció con jefes estadounidenses como Thomas Jefferson y Patrick Henry, acreditado para salvaguardar la libertad y la lucha contra la tortura.

Para afianzar esta colaboración, dispuso como centro operacional del puerto de Nueva Orleans, capital de Luisiana. Tras la finalización de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), promovida básicamente por alicientes territoriales, marítimos y comerciales y que desafió a potencias europeas contra Inglaterra y Prusia, España mediante el Tratado de París de 1763, obtuvo de Francia la parte de Luisiana al Oeste del Misisipi. Espacio geográfico donde a posteriori, Gálvez es destinado.

Alcanzado 1776, reemplaza transitoriamente al gobernador de este territorio; puesto en el que queda confirmado al año siguiente. Desde esta función, daría respuesta a la petición que propusieron los delegados colonos, que congregados el 12 de junio de este mismo año en la Convención de Virginia, habían declarado la Independencia de las colonias inglesas en Norteamérica.

Inmediatamente, Gálvez interviene con el Ejército Continental constituido por las Trece Colonias. Haciéndolo discretamente, porque S.M. el Rey Don Carlos III titubeaba si participar en el combate. Entretanto, españoles y colonos americanos rubricaron un contrato de provisión, que estableció uno de los puntales fundamentales de la contribución hispana a los rebeldes durante la ‘guerra secreta’.

En 1777, Gálvez envió a los rebeldes 70.000 $ en armamento y provisiones camino del río Mississippi hasta Ohio, Pittsburgh y Filadelfia. Este itinerario adquirió gran envergadura logística, porque las bahías del Atlántico estaban cercadas e incomunicadas por la armada británica.

En el intervalo de agosto de 1779, momento en que España declara la guerra a Gran Bretaña, Gálvez operó desenvueltamente y decidió actuar con premura, siendo el primero en acometer. En un mes invadió los cuatro fuertes británicos en el bajo Mississippi que engloban Boton Rouge y Natchez. Aparte de capturar 550 soldados enemigos y apresar dos navíos. Uno desde tierra, valiéndose que la nave debía franquear un canal estrecho, los hispanos arremetieron sobre él.

Cada uno de los sucesos descritos, se materializaron sin padecer ninguna pérdida, no soslayándose, las incidencias inesperadas de un huracán que acabó sumergiendo sus barcos cargados de suministros.

En marzo de 1780 puso rumbo al puerto de Mobile o Mauvila, al Sur de Alabama y una vez más, sus navíos zozobraron a la entrada del fondeadero, con lo que quedó desprovisto de víveres. Consecutivamente, al tener conocimiento que los británicos habían enviado refuerzos desde Pensacola, incrementó el cerco y Mobile se entregó en menos de veinticuatro horas.

El próximo objetivo recaería en Pensacola, capital de Florida Occidental y localidad portuaria norteamericana emplazada en la homónima costa de Pensacola, en nuestros días, el condado de Escambia, correspondiente al Estado de Florida.

El refugio de acceso angosto estaba guarnecido por una fortificación que nada más divisar a la primera embarcación española, comenzó a abatirla con intenso fuego de cañón hasta inmovilizarla, por lo que el resto de la flota reculó hasta el mar abierto. Gálvez, consciente que la escuadra contendiente estaba en camino, optó por proceder enarbolando su bandera y situándose en proa con la espada sacada, mandó una descarga de aviso de quince detonaciones y enfiló sus naves a la bahía.

Distando dos meses de encarnizadas hostilidades, definitivamente, en mayo de 1781, las fuerzas contendientes se entregaron. No cabía duda, que había sido una de las incursiones más largas de la guerra.

La cooperación de Gálvez al éxito de las colonias, hay que considerarla de sobresaliente, porque conservó una segunda avanzadilla frente a los británicos y el asalto de Pensacola impidió que estos encaminaran más hombres y barcos a Yorktown, en Virginia, donde en septiembre y octubre se produciría la que iba a ser la ofensiva decisiva.

Las partidas que Gálvez capitaneó a sus órdenes, eran internacionales y estaban conformadas por soldados profesionales españoles, alemanes, franceses, indios indígenas de las milicias de Luisiana y facciones de blancos, negros y mestizos de México, Cuba y otras esferas del Caribe, así como un destacamento italiano y otro irlandés al servicio de la Corona Hispana.

Consumados los estragos de las acometidas, el Rey Carlos III tuvo a bien designar a Gálvez Conde, Gobernador y Capitán General de Luisiana y Florida Occidental; haciéndole entrega de su propio escudo de armas con la leyenda “yo solo”, por su valerosa e incuestionable actitud en la apropiación de Pensacola.

Como Virrey, entre 1785 y 1786, respectivamente, hubo de encarar con fortaleza el año del hambre que devastó la Nueva España, dando testimonios generosos de personalidad con los más necesitados: socorriendo a los indios y campesinos desamparados por la mezquindad de los hacendados; apremiando a éstos últimos a sufragar a los jornaleros la porción de sus devengos en especies y no íntegramente en metálico, garantizando la disponibilidad de un mínimo de grano para su sostenimiento.

El 30 de noviembre de 1786, o séase, un año después de su nombramiento como Virrey, Gálvez falleció de un padecimiento crónico que arrastraba desde hacía nueve años. Siendo enterrado en la iglesia franciscana del Colegio Apostólico de San Fernando, en México. Es preciso resaltar sus vínculos con la cultura, el arte y la ciencia. Habitualmente, asistía al teatro gozando de las comedias representadas y de la más pura tradición ilustrada, como herramienta de educación popular.

De hecho, poco antes de su fallecimiento, promulgó una disposición que normalizaba sus contenidos y organización que estuvieron vigentes más de cien años. Dictaminando colocar una leyenda en el Coliseo Nuevo, en la que visiblemente se declaraba la labor del teatro para la sociedad: “Es el drama mi nombre/ y mi deber corregir al hombre/ haciendo en ejercicio/ amable la virtud, oficioso el vicio”.

Y como no, su interés por el mundo taurino, si resultase irrisorio por estar distante del racionalismo ilustrado, Gálvez le concedería hacerse presente ante y entre el pueblo. Las festividades conmemoradas en México, se aprovecharon para la transmisión de mensajes sociales.

Y ni que decir tiene, su atracción por la ciencia, en esta ocasión como Gobernante, promoviendo el proyecto de Martin Sessé y Lacasta (1751-1808), para una expedición botánica a la Nueva España que surtiese prolongación al esfuerzo con un jardín botánico y una cátedra en la universidad de la capital virreinal.

Finalmente, los progresos científicos de estos trechos, sería el facilitado a la aerostación. Ya, en las postrimerías del siglo XVIII, los globos avivaban la fogosidad semejante a la década de los sesenta con los viajes al satélite lunar, pero, con un matiz: la tecnología aplicada en la centuria señalada, estaba al alcance de cualquier persona ilustrada como Gálvez.

Esta es nada más y nada menos, que una pequeña semblanza de Don Bernardo de Gálvez y Madrid, un corazón audaz, intrépido y osado que cristalizó episodios insólitos en el Virreinato de Nueva España. Curiosamente, su estela imperturbable es reconocida y respetada pródigamente por el pueblo norteamericano; pero, inversamente, ignorada por los españoles, al persistir en el ostracismo y no recibir un reconocimiento a la altura de sus logros históricos.

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