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Barbarie

Le diré, amable lector, que la ciudad sueca de Malmö (Malmoe), ubicada en la parte más meridional de Suecia, pasaba por ser un punto clave para la navegación y el comercio, con gran vida cultural, y fue testigo del desarrollo de su clase trabajadora, en donde se construían hoteles y teatros, todo era progreso y confort. Era una ciudad próspera, limpia, hermosa y civilizada. ¿Por qué escribo ‘era’? ¿Ya no lo es? Pues, como se dice ahora, va a ser que no. A partir de la década de los sesenta el país se abrió a la inmigración no europea. Entonces en Malmö empezaron a surgir suburbios, con problemas de hacinamiento, desempleo y delincuencia, que comenzaron a empañar el futuro de la ciudad. De los 300.000 habitantes, el 40% son extranjeros, con una inmigración originaria de África del Norte y de Medio Oriente, y se estima que entre el 25% y el 30% son musulmanes. Malmö se ha convertido en una ciudad miedosa y las bandas criminales se han hecho fuertes en algunos barrios de la ciudad. Según la Asociación para la Prevención del Delito, una de cuatro personas fue víctima de un acto criminal el pasado año. La policía de la ciudad estima que alrededor de 2000 personas sufren robos cada mes. Y, además, uno de cuatro ancianos no sale nunca de su hogar por temor a ser víctima de algún delito.  Aquella ciudad pacífica, acogedora y agradable es denominada ahora por los medios de comunicación noruegos como la ‘Chicago del norte’. Tiroteos, asesinatos, crímenes de honor, atentados terroristas, etcétera, son frecuentes en la ciudad de Malmö. Lo más doloroso es que Escandinavia en general carecía prácticamente de delitos hasta la llegada de la inmigración no europea (Según AD).
Pero ¿por qué ese cambio? La clase política sueca ha hecho bandera de un multiculturalismo agresivo, y a la vez pone sordina a la ola de vandalismo, homicidios, violaciones y toda clase de tropelías. Ha comprendido que los inmigrantes son votos. No solamente los políticos hacen causa con ese multiculturalismo agresivo sino que los medios de comunicación en general están vendidos a la causa del multiculturalismo, y todo aquel que objete contra este estado de cosas de la ciudad es etiquetado más pronto que tarde como racista, fascista, nazi y xenófobo. Como es preceptivo, todos aquellos que pasan por ser progresistas y demócratas a machamartillo y están orgullosos de la sociedad multicultural que han formado viven alejados de los barrios de los inmigrados y apenas tienen contacto diario con ellos. Se niegan a admitir el fracaso de la sociedad multicultural y de la no-integración de ciertos inmigrantes. Y, como en España, han dejado que sean los ciudadanos los que lidien con los inmigrantes y con sus tropelías. Todos ellos se niegan a ver lo que es obvio: la destrucción del tejido social que en su tiempo fue modélico.
Lamentablemente este escenario no es privativo de Malmö, sino es común a todas la sociedades a las que han llegado inmigrantes exteriores a la UE. Así, una senadora socialista francesa pide la intervención del ejército en los barrios de Marsella para detener la violencia criminal. Asimismo, en el suburbio de Grigny, en París, se ha producido un nuevo estallido de violencia urbana protagonizado en su mayoría por jóvenes norteafricanos, con tres policías heridos. También en el norte de la ciudad de Amiens, dos semanas antes, se produjeron disturbios con un saldo de 17 policías heridos. Y, otro más, Perugia, Italia, ha sido escenario de reyertas entre bandas de inmigrantes albaneses y tunecinos. España también lleva su cruz a este respecto.
Todo ello es consecuencia de la debilidad, el miedo y la corrupción de los políticos que gobiernan las naciones europeas. Lo que sucede con la inmigración en Europa es la medida de hasta qué punto está podrido el pensamiento europeo, que ha permitido que la barbarie se haya instalado en nuestras sociedades. Barbarie que tiene visos de laminar la tres veces milenaria civilización europea. Es tal la rendición ante la barbarie inmigrada, que ha hecho su aparición en nuestras sociedades, que es increíble que en nuestras democracias desarrolladas se haya llegado a confundir la crítica a una determinada religión y sus presupuestos con nada menos que con el racismo y la xenofobia. Matar al mensajero, he ahí el objetivo de esta sociedad entregada, aborregada y cloroformizada. Se trata de condenar al silencio, a toda costa, el libre pensamiento, la crítica, la libertad de expresión y opinión. Coaccionar, amenazar, violentar, denunciar, machacar, destruir, en suma, a quienes se opongan a este orden de cosas. Estamos aplaudiendo nuestra propia destrucción como sociedad libre y democrática. Y echándonos en brazos del bárbaro, que nos ofrece protección si abjuramos de nuestros principios democráticos y de todo lo que nos ha configurado como hombres y mujeres libres.

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