Abby, mi perra, a lametones, me indica que son las 6 de la Mañana. Hasta que no me levante del catre definitivamente me mira el sueño que aún me queda y , sin decirme nada, me manda a la ducha. Toca su primer paseo por la explanada de la marina: husmear, descubrir, como todas las mañanas, el universo canino cotidiano.
Lleno mi macuto y sus compartimentos, coloco ideas sobre las clases de hoy; motivar al alumnado no es tarea sencilla y siempre se busca en el corazón lo que deberás enseñar con la cabeza.
A eso de las 7, paseando en los últimos estertores de la madrugada, marcho al bar de Andrés.
Debo contener la emoción para hablar de él: antiguo alumno del Siete Colinas, estudiante del Bachiller artístico, aficionado a ponerse la cámara por montera para fosilizar imágenes deteniéndolas en el tiempo y en la fugacidad del instante.
Andrés ya es parte de mi familia, esa que nosotros elegimos para pasar parte de nuestro tiempo, para charlar e imaginar el futuro lleno de proyectos.
Andrés, con su tío, se animó a abrir las 'Las Balsas dos' y acercar al centro de la ciudad los desayunos que ponen el cuerpo en marcha para la jornada que nos espera. Comienza el medio día incesante: un café con leche, Media tostada bien hecha, bocata de pata (especialidad de la casa y referente culinario en Ceuta), leche merengada, un zumo de naranja marchando la tortilla francesa maridada con los cientos de acompañamientos que ha diseñado el Chef Andrés y su equipo de trabajadores.
En esa media hora en la que sacaremos el hambre del despertar también el local se va llenando de amigos, colegas del trabajo, empresarios, políticos, policías nacionales , municipales, bomberos, gentes de negocios cercanos, parados y todo tipo de clientela que uno se pueda imaginar. En el murmullo de cada mesa de charla de todas las conversaciones, se comentan las noticias, se echa un ojo a la tele a la que se suele hacer caso omiso.
Los paladares y los estómagos no pueden esperar mucho tiempo. Las comandas se hacen efectivas con la velocidad de un rayo. La sonrisa, la amabilidad, las bromas ocurrentes, son los mejores ingredientes servidos por los camareros de las balsas.
La plantilla de Andrés forma un equipo que funciona a la perfección. Tal vez sea que los empleados son chavales jóvenes que curran como una orquesta en la que el director es cada cada uno de ellos.
Sorprendería que esos currantes son como las antiguas pandillas que se crean en la adolescencia en las que no hay jefe, no existe ni el que manda ni obedece: todos van a una, todos con sus nóminas, con cada uno de los derechos laborales que, desgraciadamente, no se suele dar en el sector de la hostelería.
Andrés es un pequeño empresario salido de ‘Las Balsas uno’. Él debería ser el modelo perfecto de cómo hay que llevar un negocio cumpliendo a rajatabla con los trabajadores.
Al entrar en las balsas, formamos una sociedad en la que todos somos iguales. Colgamos nuestros uniformes de trabajo y olvidamos en esa media hora que dura el apetito, la rutina que nos espera.
Qué decir de la deconstrucción de las viandas: bocadillos inventados cuya historia se remonta 2O años atrás, combinaciones mágicas que rellenan el pan con una gama de sabores distintos a los habituales.
Suena la campana cuando hay bote, se escucha entre el bullicio las comandas, se oye un "te pongo lo de siempre" en una música celestial mientras nos zampamos lo que sale de la pequeña cocina del fondo.
Sobre el medio día las colas de los desayunantes son respetadas en su
Orden : hay que esperar a que se limpien las mesas y desaparezcan como arte de birlibirloque vasos, platos, tazas, cuchillos, tenedores.
El aceite de ajo hace un guiño a Jaén, la sobrasada se acuerda de Mallorca, la panceta, el lomo, la morcilla, el chorizo, son productos de aquellas matanzas de invierno que festejan mientras se van elaborando los productos ibéricos en los campos perdidos de los pueblos.
Así es Andrés, así es el bar, así son sus colegas convertidos en jornaleros modernos que echan peonadas entre las prisas de los comensales.
De nuevo mi perra me ha despertado. El café con leche fría, el mojar el pan con aceite de ajo, el repetir otra dosis de cafeína.
Así es mi antiguo alumno, mi amigo, mi confesor, mi cómplice de las mañanas.
Es pasar por la puerta y ya me han servido sin pedir, sin mover los labios. Él ya conoce los gustos de los que acudimos a ser felices durante media hora.
Hoy me arriesgaré con la carta en la que aparece el bocata de salchichón sitiado por una sobrasada que me hace olvidar el colesterol.
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