Los impuestos representan la expresión económica del principio de solidaridad en que se fundamenta la sociedad.
No es posible la existencia de un estado democrático que garantice la prestación de servicios públicos esenciales y un mínimo de cohesión social (imprescindible para sustentar el contrato multidimensional en el que se sustenta la convivencia) si no se afianza un sistema fiscal que regule las aportaciones individuales a la causa común y su equitativa redistribución. Otra cosa diferente es el amplio margen para el debate sobre cuáles deben ser las características que informen cada uno de los sistemas tributarios posibles. La determinación de la carga fiscal tota, y los criterios de reparto pueden (y deben) dar lugar a una legítima confrontación política. Pero lo que no se puede tolerar, desde el respeto a los valores democráticos, es la disolución de la conciencia fiscal convirtiendo en una pieza del "sentido común" la idea de que "cuantos menos impuestos se paguen, mejor". La concepción, cada vez más extendida, de que los impuestos suponen un "castigo" para los ciudadanos, es el germen de la destrucción del espíritu democrático. Y esto, desgraciadamente, está sucediendo. La derecha, refractaria por definición al principio de igualdad de oportunidades, siempre se ha caracterizado por su intención de reducir al máximo los impuestos. De hecho, alardea de ello y lo sitúa como piedra angular de su política económica. Tiene una lógica interna desde el desprecio por lo colectivo en el que se inspira esta ideología.
Lo que ya empieza a ser más extraño es la deriva degenerativa que están tomando partidos que se sitúan en el ámbito de la izquierda, asumiendo como propia esta perversión. El triunfo (momentáneo) del neoliberalismo, ha provocado, entre otras cosas, la exacerbación del egoísmo. La prevalencia del interés personal sobre el colectivo, es hoy una verdad incuestionable (basta con pulsar a la opinión pública sobre la inmigración, por ejemplo). Y con ello la configuración de un "sentido común" ahormado por los postulados más reaccionarios. La caduca y desorientada izquierda europea (representada por los partidos socialdemócratas mayoritarios), ha claudicado, y en lugar de combatir este fenómeno, lo han aceptado y se han amoldado a él. Provoca vergüenza ajena ver a la izquierda contribuyendo a fomentar la percepción negativa de los impuestos.
Esta reflexión tiene que ver con el insistente movimiento en esta dirección que se observa en nuestra Ciudad. Sin alcanzar la condición de paraíso fiscal, los ceutíes vivimos en una situación de indiscutible privilegio en relación con la carga tributaria que soportamos. Los impuestos que pagan los ceutíes, en comparación con el resto de españoles, son discretísimos. Es cierto que existen unas razones objetivas que explican y justifican esta situación. Lo que ocurre es que, como todo en la vida, también esto tiene un límite. Que no queremos reconocer. En Ceuta nadie quiere pagar nada. Cualquier impuesto o tasa se califica de "desproporcionado" o "injusto" con una frivolidad que da pavor. Pero lo peor es que esta movilización general contra toda figura impositiva, se ve acompañada de una implacable exigencia de más y mejores servicios públicos de toda clase y condición. Un comportamiento de "niños mimados" con derecho a todo y si obligación alguna.
Cabría exigir un examen de conciencia sobre esta cuestión, al menos a quien aún tenga conciencia. Pedir reducción de impuestos y, a la vez, dinero al Estado para compensar el déficit provocado por la deserción fiscal, es sencillamente inmoral. Porque el dinero que reclamamos (ciento treinta millones en la actualidad) no procede de una máquina emisora de billetes, sino del esfuerzo solidario de millones de compatriotas que pagan sus impuestos, muchos de ellos, con enormes sufrimientos. Pero no es sólo una cuestión moral. Es muy probable que si seguimos exprimiendo el filón sin el menos pudor, terminemos por sublevar a las víctimas de nuestro desaforado egoísmo.
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