El fundamento de la ciencia ficción reposa en dar rienda suelta a posibilidades irreales con la suficiente base racional como para que el espectador introduzca su mente en la trama abstrayéndose de que, como es normal, los tipos con disfraz de justiciero no acechan por las esquinas, los extraterrestres no campan a sus anchas por el jardín de nuestra casa o los simios no pueden dominar el mundo. El buen cine de este género se toma en serio lo que cuenta como base de la pirámide y, detalles que gusten más o menos aparte, el trabajo del realizador británico de nuevo cuño Rupert Wyatt (no hay que perderle la pista) cumple con lo expuesto con solvencia y gran descaro.
Si bien el metraje se presenta más interesante en el nudo que en el cantado desenlace, la idea central de un desarrollo en la mente de unos monos que sirven de cobayas para la pretendida cura del alzheimer resulta impactante y muy atractiva. El esforzado científico que alimenta dicha posibilidad es encarnado por James Franco (trilogía de Spiderman, 127 horas), que lucha con tesón y con incentivo en casa, ya que su padre (un buen trabajo de John Lightgow) está afectado por esta cruel enfermedad. El experimento sufre algunas vicisitudes que lo pondrán en peligro, pero finalmente el éxito se ve encarnado en la figura de César, un chimpancé entrañable y extremadamente inteligente que se comunica con su benefactor por medio del lenguaje de signos o que se sienta a comer en la mesa entre otras gestas (impresionante una escena en la que corrige la forma de comer de su "abuelo humano"). Como ya todo el mundo ve venir, algo va a salir mal (los primates tienen mayor capacidad para resistir la cepa de una enfermedad que los humanos, dato real), y César, que casi pasa por comportarse como nosotros, ve patente que no lo es en un pequeño gran detalle: la gente no es de fiar, y eso sólo se aprende experimentándolo.
Para aportar intensidad al rostro del chimpancé que, cual Espartaco, hará levantarse al mundo simiesco contra la Humanidad, se ha abusado de añadir gestos y rasgos de las personas (algunos imposibles, otros factibles en una mente tan compleja como la del peludo protagonista), incidiendo sobre todo en la expresividad de la mirada, y la intensidad necesaria en determinados momentos tiene su acento en una música atinada a cargo de Patrick Doyle.
Siendo cierto que la palabra "precuela" no ayuda demasiado a definir lo que realmente tiene que ofrecer esta cinta, el apellido "planeta de los simios" sirve de reclamo, aunque perfectamente podrían pasar por obras autónomas e independientes, tratándose en esta ocasión de una reflexiva y sugestiva forma de recordar que ficción no es equivalente a tontería ridícula, y que las cosas bien hechas no necesitan muchos más incentivos ni engaños para que la gente vaya a verlas el primer fin de semana masivamente y así se amortice el proyecto, a ser posible antes de que el indignado público desee no haber entrado en el cine.
Puntuación: 7
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