La falta de visión de futuro podría ser considerada como la mayor amenaza que se cierne sobre el ser humano, ya que difícilmente somos capaces de percibir el desgaste y la destrucción de todo lo que merece ser calificado de humano. De hecho, estamos tan acostumbrados a preocuparnos de nosotros mismos a corto plazo que no recapacitamos sobre todo lo que estamos perdiendo. La muerte física es la que espanta y promueve todo el dramatismo humano en nuestra sociedad occidental, que ahora idolatra a la ciencia médica como el gran prometeo que nos salvará de la necesaria regeneración de los ciclos bioquímicos, “líbranos de lo inevitable y necesario”. Antes, en las edades antiguas, incluso en época de pleno apogeo de la máquina depredadora de la antigua Roma, la contemplación y buen entendimiento de los ciclos estacionales y materiales formaban parte de los buenos sentidos del ser humano. Los ciclos de la materia y la energía no eran asunto de canje comercial ni requerían de intervenciones nefastamente tecnológicas que intentaran alterarlos, se aceptaba el sistema natural aparentemente instaurado por el universo con o sin intervención divina, según se desee contemplar. La muerte formaba parte de la gracia de la existencia y con ella se cumplía un ciclo inevitable y afortunado para cualquier ser orgánico que habita nuestro precioso planeta. La alteración de la fortuna de la muerte ha sido muy tratada por la perspectiva de las humanidades y hasta personas tan culturalmente modestas como nosotros podríamos citar algunos pasajes, novelas, obras de teatro en la que la intención de seguir vivo y en plena capacidad de las facultades solo se podía conseguir mediante un pacto antinatura que requería la intervención de dioses o demonios. La persecución de semejante falacia ha sido siempre condenada por la obra literaria en su más amplia acepción del término. Un nuevo rebrote lo está teniendo en la tecnología médica, que ha conseguido, mediante una particular cortina de humo embaucar a masas sociales convenciéndolas de que realmente pueden pasar por la existencia sin que su aspecto externo cambie con los ciclos.
Sin embargo, la muerte social no parece horrorizar a nuestro habitante de la sociedad actual tanto como el espejo en el que se ven reflejados a diario. La participación social está ausente en nuestra sociedad y la brecha se está agrandando cada vez más entre políticos y corpus social, dando lugar a un tímido resurgir ciudadano en pos de la conquista del espacio de decisión democrática. En Ceuta, todavía no existe resurgir alguno pues, por un lado el nivel de los partidos políticos es francamente bajo en general, salvando honrosas excepciones, y el conformismo político se ha apoderado de una ciudad cansada de aventuras políticas variadas. Ceuta parece que ha entrado en un ciclo de populismo electoral sin precedentes cuya justificación solo podemos encontrarla en anteriores actuaciones políticas decepcionantes. En el artículo de la semana pasada hablábamos de la transformación de la ciudad, y comentábamos que en ese ejercicio urbanístico se había ganado en relevancia monumental y se había perdido mucho de lo importante para lo humano, la estética del poder que con su despliegue mediático y monumental oculta las verdaderas realidades que son fundamentales para el auténtico avance social, la resolución de conflictos, la paz, la sostenibilidad y el uso razonable de los recursos, el decrecimiento demográfico, etc.
El fenómeno político protagonizado por nuestro actual presidente autonómico ha “comprado” el alma de nuestra ciudadanía debido a su capacidad para el trabajo, su buena reputación, su sincera preocupación por Ceuta, la atención a la estética urbana y sobre todo debido a lo mal que lo han hecho todos con anterioridad. Equilibrar esta situación por el bien de la democracia y de nuestra ciudad, nos parece muy difícil a corto plazo, dada la ausencia del necesario adversario político que alcance una valía similar en términos electorales.
En contra de la política del actual presidente está su mentalidad funcionarial y esto, en una ciudad como la nuestra, puede ser un severo lastre para su modernización. No deseamos pensar, ni queremos reducir toda su visión de la política al hecho burocrático, pero sí pensamos que el Estado activo para y por los ciudadanos se vuelve imposible allí donde la ciudadanía se ha convertido en funcionariado, y Ceuta es un buen ejemplo. Pero nuestra ciudad no es una colonia que pueda dejar de serlo y pasar a manos del país vecino y, por lo tanto, necesita mucha modernidad y un tejido social participativo y emprendedor que reduzca la cuenta de débitos y genere algo de ingresos económicos. Deseamos pensar, aunque quizá estemos profundamente equivocados, que estas nuevas mentalidades que sustituyan en la vanguardia de nuestra ciudad al actual stablishment se están fraguando en silencio, pero generando pensamientos modernizantes que se plasmarán en ideas, y estos a su vez en proyectos. Algunos estamos aportando algo de debate público que puede que ayude a fomentar el germen del futuro cambio.
El ambiente social debe cambiar enormemente y llenarse de valores ejemplarizantes como la austeridad en los gastos y dispendios de todo tipo (esto es la base de la sostenibilidad de los recursos) y el compromiso con la ciudad en la que se vive de una manera completa. Morir socialmente es abandonar opciones de progreso en el que todos debemos participar, es como indicábamos en el artículo de la semana pasada, ser un inútil. Desatender nuestras obligaciones de participación pública es como dar la espalda a la propia ciudad o concebirla como un reducido número de elementos físicos y servicios, es, en una parte importante, comportarse como un autómata orgánico.
Es también dar pábulo a aquellos que ostentan los monopolios de poder de decisión y a nutridos grupos de personajes inapropiados y nada productivos. Son los controladores de que continúe bien instaurada la mediocridad en la ciudad, algunos son sujetos ofuscados debido a sus monótonas situaciones personales y laborales en las que ellos solos se han metido y no se conforman con lo que son. Esta inaceptación personal les impide crecer cultural y espiritualmente de acuerdo con sus posibilidades, son los burocratizantes, la máquina más obtusa y sibilina descrita por Mumford que pretende el control de los demás. La actual falta de opinión pública y sumisión de los sofisticados intelectualmente, que no intelectuales, es una forma de ceguera voluntaria bien consolidada que se postra literalmente al servicio del poder con los recursos más insospechados.
Sin embargo, las verdaderas élites son éstas que miran hacia el futuro y se comprometen y alzan la voz y promueven los cambios de las masas.
La democracia no puede ser una forma del capitalismo camuflada del poder económico establecido y esto está motivando las primeras protestas organizadas por plataformas de ciudadanos hastiados de hipocresía y mediocridad política y democrática.