Y qué podemos decir de esa ensenada -creo, si no me equivoco- ensenada de Benzú al atardecer... Cuando el sol, ya declinante, va camino de sumergirse en las aguas obscuras del Estrecho… Cuantas veces hemos mirado para Poniente a la caída de la tarde, cuando el horizonte va transformándose mágicamente de un color a otro: pasa de un azul celeste a otro más obscuro, para lentamente ir pintándose de oro en un amarillo eterno; para seguidamente tiñéndose de rosa y, más tarde, ensangrentarse de rojo fuego, que va tornándose, en su agonía, en rojo tinto…
¡Ah, los atardeceres imposibles del Estrecho y la Mujer Muerta, allá en el viejo Atlas!
Aunque no pueda verlos, siempre su imagen nos quedó grabada desde nuestra niñez para siempre jamás… Nosotros, aquellos que hemos nacido en esta orilla de África, no podemos desprendernos de nuestra impronta y, por tanto, no podemos alejarnos de su belleza exultante y, a la vez, llena de la calma antigua que, entregan las orillas de estos continentes abrazados en la cenefa azul que los separa…
Y, finalmente, tras la negrura del ocaso, el cielo se enciende con el pequeño fulgor de millones de astros… Y la noche, candil a candil, busca a la luna, que aún no ha salido, al otro confín del Estrecho… A Levante…
Buena fotografía, yo diría magnifica, de José López-Pozas Díaz, que yo, inspirado por ella, he intentado traducir en palabras, lo imposible, a todas luces... Porque, decidme vosotros, hombres y mujeres de esa tierra que habita y que duerme su sueño en África: "Acaso se pueden traducir en palabras los atardeceres rojos del Poniente en el Estrecho, cuando el sol ya viene descendiendo del rostro a los pechos, hasta rozar los pies de esta mujer nacida, incluso, antes de que lo hicieran los Continentes; y, por fin, caer agotado; entregado a las aguas azul marino del mar y desparecer tras la línea infinita del horizonte"...
Apenas nada o casi nada podemos decir de los atardeces rojos del Poniente en el Estrecho, pues cae sobre nosotros como un telón de colores intangibles que hace imposible que apenas podamos articular palabras. Qué pintor acopia en su paleta -como un alquimista-, la amalgama de substancias, ingredientes y principios, para que con esos elementos pintar los colores que la naturaleza dibuja en el crepúsculo…
Pareciera que aquellos que nos asomamos al ventanal majestuosos del ocaso, quedásemos al momento, transidos y prisioneros por su belleza antigua, de siglos, de toda una eternidad repitiéndose, día tras día, sin que nunca llegue a acabarse… “Nada se repite”, apunta el filosofo; sin embargo, basta con mirar hacia Poniente, donde a contra luz se recortan las altas sierras de la agigantada mole del Atlas; que, en un milagro quimérico, la desnuda piedra se ha hecho mujer, para darnos cuenta de que cada atardecer se columbra diferente y, sus colores, se entremezclan en tonos distintos que hace que el pintor anónimo que lleva el encargo de la Naturaleza, descubra, para cada tarde, principios diferentes con que colorear los cielos y la nubes, las líneas quebradas de las sierras, y el zócalo azul del mar que besa enamorado a Ceuta …
Hemos acabado la redacción del pequeño relato que en su momento nos propusimos escribir. Un pequeño relato donde dejáramos prendida en el aire salino de la brisa, todo lo que nos acontece al dejar nuestra alma olvidada en el tiempo; en el tiempo mágico de los ocasos que apagan la luz cegadora del sol, y nos traen la tenue luz, suave, titilante, imperceptible, de millones de lámparas que los astros van encienden a lo largo de la noche…
NOTA: Agradecemos a José López-Pozas Díaz, su bella y magnifica fotografía, pues en ella nos inspiramos para escribir el relato narrado.
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