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Asesinos del mar

Si se pudiera escribir con la naturalidad surrealista que poseía el novelista Julio Cortázar se podría incluso disfrutar de la narración en los aspectos más sórdidos y mediocres de la vida sin que estos detalles afectaran profundamente. Nosotros, desde luego, no podemos, pero sí nos atrevemos a escribir unas líneas con estilo de “cuentista” con la intención de reflejar el surrealismo de estas matanzas y de la permisividad de todos ante ellas.
El ecologista, acompañado de su criatura de buceo, que es como cariñosamente llamaba a un amigo con el que compartía el amor a los animales, a la vez que a la discordia y beligerancia manifiesta hacia el mundo, se dirigió hacia las instalaciones almadraberas para comprobar que el pacto alcanzado con los pescadores frente al púlpito de la administración general del estado era puro papel mojado. Allá nadie cuida las redes ni siquiera hay un vigilante que haga compañía a las gaviotas ni mucho menos alguien que se ocupe de las tortugas atrapadas en la siniestra trampa flotante que se interpone a las corrientes de la marea. Por poco terminan nuestros dos personajes llorando y blasfemando contra todos los que están bien confortables mirando para el otro lado, mientras los asesinatos se cometen impunemente en nombre de no se sabe bien que puestos de trabajo. Se les ocurre que sería mucho mejor solución al conflicto producido entre las redes y el resto del mar que las desdichadas tortugas fueran pescadas ordenadamente y una vez desmembradas se utilizara su carne para saciar la infinita hambruna africana siempre que las repartiera la Cruz Roja y no se dejara en las manos del circunloquio burocrático capaz de movilizar papeles para luego comenzar otros documentos que terminan en rollos de folios que finalmente ejecutan en vida a Joseph K aquí representados como ecologista y amante de los animales. Una vez que quedan bien saciados de angustia vital y desazón por el espectáculo deprimente y aterrador deciden pelearse entre ellos por cualquier motivo y así alejan los malos espíritus que allí merodean, si bien una vez pasado el primer sofocón de la angustia el naturalista decide tirarse al agua para rendir el mayor homenaje que un buen defensor de la ecología puede enfrentar: inmortalizar la infamia con unas buenas instantáneas digitales que ofrezcan el cáliz hediondo del pecado contra la biosfera. Esta será su mayor venganza contra todos y por supuesto contra sí mismo. Las aletas desilachadas del antaño precioso reptil heredero de las épocas dinosaurias más poderosas son la prueba contundente del delito de abandono absoluto a la vez que también del desperdicio cárnico que nos lleva al absurdo más absoluto de la muerte inútil por desidia e indolencia.
Efectivamente, los dos detectives con traje de goma descubren en esta última mueca nauseabunda del ser humano que de lo que se trata es de trabajar lo menos posible y de capturar el máximo. Es por esto que el homo sapiens (acaso insapiens debería ser el apelativo moral más apropiado para definir a semejante zángano sin una finalidad clara) hace tiempo que profanó el enorme legado de las arañas y decidió que el mantenimiento y la vigilancia constante estaban bien para esos peludos y diminutos animalitos pero no para el nuevo Prometeo de la diversidad biológica. El nuevo dios de sí mismo reinará sobre todo y responderá ante la nada pues no hay deidad ni poder sobrenatural que lo obligue a claudicar de su soberbia y desviación psicótica, ha perdido el respeto por todo, aun cuando es incapaz de explicar ese todo siendo una pequeña parte del conjunto natural. Al alejarse con su barquito del lugar y acercarse a la frecuentada playita de enfrente, naturalista y criatura se sorprenden de cómo pueden coexistir los horrores de forma tan cercana sin que se produzcan violentas tormentas siderales ni aparezcan agujeros negros morales que nos engullan a todos, al menos por un veranito, para regocijo y felicidad en el tránsito de las aguerridas, valientes y sufridas tortugas marinas. Se divisan los chulos de playa, las titis resultonas y todo el teatro playero en su esplendor.
Los catetos con dinero pasean con barcos que insultan a la razón y se solean y muestran su caudal de prosperidad económica para que los inferiores económicos de la playita los envidien, al mismo tiempo los descerebrados conducen embarcaciones veloces como si se estuvieran exhibiendo en la costa azul. El horror de un mundo vacuo que produce el otro terrible horror del aluvión de muertes por inacción o lo que es peor el horror del no querer saber lo que ocurre, ni siquiera a unos cientos de metros de distancia, permite que un puñado de aventureros sin escrúpulos cree una república flotante donde nada importa y todo vale con tal de sacar dinero. Pero lo que entienden los dos compañeros ajenos a estos dos ámbitos es que si no se produce un colapso, una hecatombe es que uno de los horrores está producido por el otro o que ambos son producto de un tercer horror que está por encima de ellos. Entonces se produce una enorme cortina de agua que sobresale del mar y que, como en las portadas de alguna edición de viaje al centro de la tierra de Julio Verne dónde una barcaza lleva a los protagonistas, muestra un enorme monstruo de múltiples cabezas horribles pues cada una de ellas simboliza un grillete con el que atenaza la voluntad de los hombres. Naturalista y criatura han comprendido que se encuentran en un mar interior nauseabundo y que siempre han estado infiltrados entre los zombis que deambulan de un lado a otro por las calles, las oficinas, los montes, las playas o las costas del mundo. Se les ocurre que puede que todo esté amañado y seamos prisioneros de un gran kraken de multitud de cabezas que nos mantiene hechizados de miedo, codicia, perversión, estupidez, cobardía, egoísmo, indolencia,  hedonismo, narcisismo, petulancia, irresponsabilidad, inmoralidad, insensibilidad, decadencia y un sinfín de otras plagas que reducen a escombros la humanidad y nos corrompen hasta convertirnos en esos zombis urbanos capaces de permitir que se asesine impunemente a animales inocentes sin motivo.
Solo añadiremos que existe incapacidad manifiesta de todos para mantener unos mínimos aceptables en la salvaguarda del patrimonio natural marino, y solicitamos la supresión de las almadrabetas por incumplimientos manifiestos de los acuerdos y por la masacre de especies protegidas con total impunidad. Además de elevar estas quejas ante el Ministerio de Medioambiente, vamos a presentar denuncia ante el servicio de protección de la naturaleza de la Guardia Civil y ante los organismos competentes dependientes de Naciones Unidas.
Si a pesar de todo, las administraciones insisten en proporcionar estos permisos serán entonces las empresas beneficiarias las que deberían sufragar los gastos derivados de la vigilancia en relación a la salvaguarda del mayor número de ejemplares de tortugas marinas.

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