Llevo bastante tiempo madurando la posibilidad de iniciar un camino hasta inexplorado en el campo de la arqueología. Cuando uno se adentra por una senda desconocida desearía conocer su nombre, su destino y hacerse, si es posible, con una mapa detallado. Yo no cuento con ninguna de estas ventajas.
No obstante, tengo que decir que no parto de vacío. Al otro lado del camino llevan mucho tiempo trabajando y sé que, tarde o temprano, llegaremos a un punto en común. Los que despejaron el camino al otro lado del bosque fueron los psicólogos Sigmund Freud y Carl Gustav Jung. Ambos científicos compartieron muchos intereses, entre ellos la arqueología. El mismo Jung pensó en estudiar arqueología, pero un sueño visionario le indicó que el camino que debía tomar era el de la medicina.
Yo, por mi parte, tenía claro desde pequeño que quería ser arqueólogo, pero siempre me interesó la psicología. Una vez terminados mis estudios universitarios, precisamente de prehistoria, historia antigua y arqueología, me dediqué durante unos años a la realización de intervenciones arqueológicas en mi ciudad natal, Ceuta. Luego, durante un periodo muy corto, trabajé con asesor técnico de patrimonio cultural en la Ciudad Autónoma de Ceuta.
Tras esta etapa me impliqué junto a un grupo de amigos y amigas en la defensa cívica del patrimonio natural y cultural. Leyendo libros sobre esta materia dí con la obra de Lewis Mumford. Este autor norteamericano, bastante desconocido en España cuando yo empecé a leerlo, me causó una honda impresión y me abrió una ventana a una visión del mundo desconocida para mí.
Gracias a Mumford supe de grandes pensadores y escritores, como su maestro Patrick Geddes, o autores que se han convertido en indispensables en mi pensamiento, como Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman, Henry David Thoreau o Carl Gustav Jung. De este último, Mumford aludía con frecuencia a su obra autobiográfica “Recuerdos, sueños, pensamientos”. Interesado por conocer el contenido de este libro lo saqué de la Biblioteca Pública de Ceuta y me lo leí casi de un sentada. Su lectura me conmovió.
Poco a poco fui cambiando el foco de mi interés de la arqueología, la sociología y la protección del patrimonio para dirigirlo a las máquinas pensantes de Patrick Geddes. Entonces no entendí la atracción que ejercían en mí los extraños y complejos diagramas de Geddes, en especial el de la espiral de la vida. Dediqué mucho tiempo a estudiar el mencionado diagrama y así llegué a comprenderlo. De todo este esfuerzo surgió el libro “La espiral de la vida”.
Quise crear,- en torno a esta potente maquina para pensar-, una escuela de la vida, pero no lo conseguí. No obstante, el esfuerzo no fue en vano. Ayudado por la espiral de la vida me marqué como objetivo desvelar el espíritu de Ceuta. Durante un par de meses no hice otra cosa que plasmar por escrito todas aquellas ideas que me rondaban por la cabeza. No tardé en darme cuenta de la espiral de la vida era especialmente reconocible en la geografía de Ceuta y del Estrecho de Gibraltar.
No era algo nuevo, ya que muchos mitos clásicos y medievales venían a demostrar que toda esta región era una perfecta metáfora de ciertos arquetipos fundamentales presentes en el inconsciente colectivo. El círculo cuaternario en movimiento, es decir, la espiral de la vida, encajaba a la perfección con el Círculo del Estrecho de Gibraltar.
En este singular espacio geográfico se da lo que en el Corán denominó “la confluencia de los dos mares“. A nadie pasa desapercibido que en el Estrecho se mezclan las frías aguas del Atlánticas y las más cálidas del Mediterráneo. También se miran frente a frente dos continentes, Europa y África, y casi se dan la mano. Pero yendo más allá de lo geográfico, estos dos mares y estos dos continentes con orientaciones precisas contienen una riqueza simbólica desbordante.
Representan ideas arquetípicas que al confluir en este lugar generan en su centro una enorme energía vital. Esta es la razón de que en Ceuta y en su entorno se hayan ubicado sitios míticos relacionados con la inmortalidad, como el árbol de la vida del Jardín de las Hespérides o la fuente del agua de la vida custodiada por Al Khidr.
Una vez que logré ordenar y exponer mis primeras observaciones sobre el espíritu de Ceuta emprendí una etapa de observación y contacto directo con el genius loci ceutí. Nueve meses después de mi primera incursión en la naturaleza ceutí, lo que me permitió activar mi arquetipo del Anima, dí con la gruta sagrada que había intuido unos meses antes.
En su interior encontré un extraordinario exvoto con la representación del Gran Diosa. También encontré un ídolo de piedra que simboliza la conjunción de opuestos entre los aspectos masculinos y femeninos que es reconocible en la geografía de Estrecho de Gibraltar. De alguna manera, mis ideas previas sobre el significado profundo de Ceuta se veían confirmadas por unos relevantes descubrimientos arqueológicos.
Como podrán imaginar este hecho supuso una fuerte emoción y la disipación de cualquier género de duda sobre el sentido y significado de mi vida. No puede menos que interpretar estos hallazgos como claras señales del camino que debía tomar a partir de ese momento. Se puede decir, más bien, que no era un camino nuevo, sino la confirmación de que había elegido el sendero correcto.
El siguiente paso era estudiar con detalle estas interesantes piezas arqueológicas y el propio santuario en el que aparecieron. Para ello me hice con las principales obras que tratan sobre la Gran Diosa. Me llamó poderosamente la atención que la mayoría, por no decir todos estos trabajos de investigación, habían sido escritos por psicólogos y psicólogas de la escuela de Jung. Algunos investigadores, como Neumann, autor del estudio más detallado del arquetipo de la Gran Madre, pertenecían al restringido círculo de Eranos, cuyo centro era Jung.
No menos importante es la obra “el mito de la Diosa” de Jules Cashford y Anne Baring, autoproclamadas psicólogas de la escuela junguiana. Podríamos también citar a Edward C.Whitmont, autor del “Retorno de la diosa. El aspecto femenino de la personalidad”. Y no podemos olvidarnos de Joseph Campbell, del que la editorial Atalanta editó hace dos años una recopilación de trabajos suyos sobre los mitos femeninos que fue publicado bajo el significativo título de “Diosas”.
A través de todos estos libros, y muchos más, me fui adentrando cada vez en la psicología analítica de Jung. Llegado el momento oportuno comencé a adentrarme en el complejo, pero al mismo tiempo iluminador, pensamiento de Jung. La obra que más me impactó sobre “Mysterium coniunctionis”. A pesar de su complejidad, puedo decir, sin caer en la presunción, que llegué a entenderlo casi en su integridad. Siempre quedarán aspectos ocultos que uno sólo podrá entender después de alcanzar un grado de madurez que todavía no he logrado.
El libro “Mysterium coiunctionis” fue clave para la redacción del capítulo conclusivo de “El espíritu de Ceuta“. No hubiera podido llegar donde llegué si no hubiera seguido el hilo de Ariadna trazado por Jung en esta magnífica obra. Tras el estudio del “Mysterium coiunctionis” siguieron muchos otras lecturas de los libros de Jung y de sus colaboradores y colaboradoras. Entre estas últimas he sentido un especial interés por los trabajos de Marie Louise Von Franz. Me gusta su lenguaje claro y accesible, alejado del en ocasiones enrevesado discurso de su maestro.
Llegado a este punto creo interesante y oportuno aplicar los conocimientos adquiridos sobre la psicología junguiana a la investigación arqueológica. Soy plenamente consciente de que me enfrentó a una tarea hercúlea y no exenta de dificultades. El mundo académico se muestra especialmente hostil a todo aquello que suene a subjetividad, espiritualidad o trascendencia. En todos mis años de estudios universitarios nunca escuché hablar de Jung, Campbell o Mircea Eliade, y muchos de Mumford, Jean Gebser o Richard Tarnas. Temas como el hermetismo, la astrología, la magia o la alquimia eran considerados tabúes.
La intelectualidad instituida no entiende que las estructuras del pensamiento han experimentado distintas etapas hasta llegar al ahora predominante pensamiento mental deficiente, como lo definió Jean Gebser. Antes de la visión lineal y sin vuelta atrás que domina al mundo, la humanidad pasó por los estadios de la consciencia arcaica, mágica y mítica. Todo tenía un sentido trascendente y significativo.
No era la realidad desencantada y desalmada que se ha extendido por toda la tierra. La naturaleza era considerada sagrada y dotada de un espíritu o fuerza inmanente. Los ríos, los mares, las montañas, los animales o las plantas estaban animados e impregnados de esencia vital.
La aparición de ciertas estrellas anunciaba el crecimiento de los ríos, la luna marcaba el calendario, los solsticios y equinoccios eran celebrados como acontecimientos de una elevada importancia, los eclipses solares y lunares eran signos de cambios importantes, etc…Cada fase de la vida, desde del nacimiento hasta la muerte, estaba mitificada y ritualizada. Se puede decir que todos los gestos y hechos cotidianos eran codificados con símbolos y determinados ritos.
Joseph Campbell, tomando como base los arquetipos identificados por Jung, exploró el desconocido inconsciente colectivo. Demostrando una mente prodigiosa y un gran rigor intelectual, Campbell puso en evidencia la coincidencia en el guión básico de muchos mitos elaborados por culturas separadas por el tiempo y el espacio. Los ideas fundamentales que subyacen a estas mitos era semejantes ya que se trataban de distintas versiones de ciertos arquetipos fundamentales en la psique y en el cosmos. Entre estos arquetipos, los más repetidos, son el de la Gran Madre, el anthropos, el viejo sabio, el sí mismo, el anima, el animus, el héroe, el puer aeternus, el axis mundi, etc….
Cada uno de estos arquetipos es expresado con multitud de símbolos e imágenes. En un primer momento, Jung consideró que el inconsciente colectivo y todos los arquetipos que contiene formaban parte de los estratos más profundo de la psique individual. Era una base compartida por todos los seres humanos que encerraba todo el saber acumulado por la humanidad desde sus orígenes remotos.
Sin embargo, tal y como explica Keiron Le Grice en su obra de reciente publicación en España titulada “El cosmos arquetipal“, el inconsciente colectivo o psique cósmica “no está contenida realmente dentro de nosotros, sino que es más bien una especie de campo universal que nos rodea, conectado íntimamente con el mundo exterior, con la naturaleza y con el cosmos. Los principios arquetípicos son las formas organizadoras y los poderes creativos de esta psique cósmica transpersonal” (Le Grice, 2018: 242). Este cambio de perspectiva constituye un salto cualitativo que nos lleva a situarnos en un plano de entendimiento desde el que la historia de la humanidad cobra un sentido muy diferente.
Los grandes cambios y hechos históricos dejan de encontrar su explicación exclusiva en la propia dinámica económica y social de cada civilización o etapa histórica. Detrás de ellos habría un orden cósmico y el impacto de ciertos poderes de una dimensión que supera la mera condición humana. Pensadores de la talla intelectual de Richard Tarnas han tenido el valor de revisar la historia de la humanidad desde esta perspectiva cósmica y demostrar que existe una relación acasual o sincrónica entre determinadas conjunciones planetarias y ciertos acontecimientos históricos (Tarnas, 2009).
Sin duda, el subtítulo del libro de Tarnas “Cosmos y psique”, denominado “indicios para una nueva visión del mundo” define a la perfección el alcance de esta emergente línea de investigación de la llamada astrología arquetipal.
Los seres humanos, desde un momento muy temprano de su evolución como seres conscientes, ha mirado al cielo y a la naturaleza para reconocer un orden que necesitaban para su día y día y su comprensión de su papel en el cosmos. De esta necesidad surgió la religión y los mitos. Superada una fase de consciencia arcaica y otra algo más avanzada de dimensión mágica, en torno al 30.000 a.C. toma forma la nueva estructura de consciencia mítica (Gebser, 2011; Le Grice, 2018: 366). Es entonces cuando se produce la distinción entre cielo y tierra, entre la naturaleza y los seres humanos, entre lo masculino y lo femenino. Se empieza a estudiar el firmamento y la influencia de los astros.
Esta exploración de los cielos permite descubrir un orden subyacente que es tomado como referencia para la organización del espacio y el tiempo. Esta labor de traer orden al caos es atribuido a una pléyade de dioses y diosas dotados de ciertos poderes suprahumanos. De la mano de los dioses comienza el relato de los mitos y la ritualización de muchos acontecimientos de la vida. Una vida que sigue un recorrido circular que nos lleva continuamente al origen primigenio. El sol emergía todos los días por Oriente y desaparecía por Occidente.
El rostro iluminado de la luna crecía durante dos semanas, alcanzaba su plenitud y decrecía hasta desaparecer. Al acabo de tres días de aparente muerte, la luna volvía a renacer. Las estaciones se sucedían unas a otras año tras año. La aparición de la estrella Sirio en el cielo que cubría los dominios del antiguo Egipto anunciaba la crecida del Nilo. Sus aguas devolvían la fertilidad a la tierra y garantizaban las cosechas de las que dependían el sustento de la población y el mantenimiento del poder faraónico.
La arqueoastronomía llevaba mucho tiempo estudiando la influencia de los astros en la organización espacial de los núcleos de población, así como en la localización y orientación de los templos y santuarios. Templos como Stonehenge y Silbury Hill en Inglaterra; Carnac y Gavrinis en la Bretaña francesa; o New Grange y Knowth en Irlanda, han sido interpretados como observatorios para el estudio de los movimientos de la luna (Cashford: 2002: 42). El estudio del movimiento celeste del sol, la luna y las estrellas servía para establecer un espacio y un tiempo sacralizado (Eliade, 1981; 2001).
También conformaban el pensamiento y la dimensión espiritual de los seres humanos. Pero aún más cercanas a la cotidianidad, el sol y la luna tenían una gran influencia en la fertilidad de los animales y las plantas. El destino individual venían marcado por una serie de divinidades lunares (las moiras, las parcas, etc….) que manejaban los hilos de la gran red de la vida.
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