Categorías: Colaboraciones

Areta

Tenía dieciséis años y tuve que enseñar el carnet de identidad en la taquilla porque eran otros tiempos y en eso de las edades los cines, sobre todo los de estreno, lo llevaban a rajatabla. Al salir del cine Coliseum tenía ante mí esa Gran Vía un tanto casposa y sucia de un Madrid caótico que aún era un pueblo grande. La misma Gran Vía de la película, en la que el piojo tenía su despacho de investigador privado y donde se entrevistaba con Bodalo, o sea, el Abuelo, en el primer piso de la esquina con García de Molina.
El mismo Madrid cutre de billares y bocadillos de calamares en aquel bar frente al cine Postas. Aquellos bocatas que constituían el principal alimento de los estudiantes que nos ahorrábamos el dinero de la comida para poder gastarlo en el cine o en los futbolines. El Madrid de la primera movida, de la Joy Eslava y de los baretos de Ópera. “Dame el mechero o te quemo los huevos”. Landa es la historia reciente de este país, es el cateto que llega a la ciudad o se va a la mili, el que emigra a Europa, es el desarrollismo celtíbero, es la clase media que quiere progresar a base de 600 y vacaciones en Oropesa, es el español reprimido de la Transición que miraba de reojo las revistas eróticas, en aquellos kioscos pudorosos que tapaban las vergüenzas de las portadas. Para mí, como para muchos otros, es además una parte de mi propia vida. No sólo era cine, Landa era nuestra propia existencia mostrada ante todos en una sala pública. Landa era el señor Castrillo en Atraco a las tres, donde unos pobres desgraciados traman el robo a su propia sucursal. Castrillo era uno de aquellos empleados, y él era mi padre, echando horas sentado detrás de un mostrador atendiendo a los clientes y buscando los céntimos que no cuadraban en la caja al final del día. Landa era mi padre en aquella mesa, rodeado de libros de contabilidad y sellos de caucho, era el españolito que había progresado mientras fumaba como un carretero cuando fumar era tan sólo un vicio. “Negocio, esto es un atraco como la copa de un pino”.
Y Landa éramos nosotros en el coche, en aquellas aburridas tardes de domingo de regreso a Madrid, soportando el inevitable atasco de entrada a la capital, mientras mi padre escuchaba por la radio, en el carrusel deportivo, los partidos de la jornada. Como Rebolledo en las Verdes Praderas, volvíamos del chalecito en las afueras. El chalecito, sueño de toda familia de clase media que aspirase a tal, y que completaba su círculo de la felicidad con la lavadora, la minipimer y el televisor en color. Landa era mi padre, harto del chalet que sólo servía para darle más trabajo y para que otros disfrutaran de él, como el cuñado de Rebolledo, Carlitos Larrañaga, o sea doña perfecta, que le ninguneaba en el trabajo y de paso le amargaba el fin de semana en contumaz compañía de su suegra. Landa era el fracaso de un espejismo. “Y un día te mueres, y se te queda esa carita de gilipollas”. Gracias Areta por ser nosotros.

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