Opinión

Ardenas, la batalla más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial

La Segunda Guerra Mundial (1/IX/1939-2/IX/1945) catapultó a Europa sumergiéndola en el desconcierto más inhumano. Con tan sólo contemplar los paisajes y campos devastados; o las ciudades íntegramente destruidas y los más de 35 millones de fallecidos, lo confirman por sí solos.
En la inmensa mayoría de los estados del viejo continente, entidades como las administraciones locales y nacionales, o la policía, los medios de comunicación o el transporte público, sencillamente, se eclipsaron. Y, por si fuese poco, los índices de criminalidad aumentaron, las economías se paralizaron y los ciudadanos sobrevivieron al límite de sus posibilidades.
Entre algunos de los muchos capítulos teñidos de sangre que, una vez más, volverían a poner en evidencia la degradación de la raza humana, quedaría para la memoria la ‘Batalla de las Ardenas’, librada en el invierno de 1944-45.
Sin lugar a dudas, el último gran asalto del ejército alemán en el Frente Occidental, librado en circunstancias dolorosísimas en casi siete semanas y estimado como uno de los enfrentamientos más atroces de esta conflagración. Las reseñas de los tanques ‘Panther’ o ‘Tiger’ irrumpiendo sobre la nieve de los bosques belgas; o los soldados norteamericanos socavando trincheras en el terreno congelado y los estragos, sin tregua, en los poblados e intersecciones, forman parte de este imaginario colectivo. Al igual, que los comandos de Otto Rolf Skorzeny (1908-1975), que ocasionaron un desbarajuste, al penetrar camuflados con ropajes enemigos.
De todo ello, Adolf Hitler (1889-1945) predestinó lo mejor que le quedaba para su desenlace definitivo: 300.000 hombres, la mayoría auténticos espectros con atuendos de blanco; además, de 1.800 tanques y cazacarros y 2.400 aviones, en una tentativa despechada por invertir el trazado de la campaña.
A pesar de computarse la efectividad de la Infantería o de los medios terrestres y aéreos concurrentes, la dimensión de este combate se excedió en la magnitud de otros ataques, tal como ocurrió con las pérdidas en ambos bandos. Tómese como ejemplo, Estados Unidos, cuantificando las mismas bajas en un solo mes, que en el transcurso de los siete años de la Guerra del Vietnam (1965-1972).
Casi 20.000 víctimas en treinta días en la ciénaga helada de las frondosidades belgas; un choque implacable que no se calibró lo suficientemente en la repercusión real de la barbarie. Porque, a los caídos habría que añadirles las escabechinas de prisioneros o los muertos civiles, estimados en más de ocho mil, entre perecidos y desaparecidos y 23.584 heridos. E indiscutiblemente, el resarcimiento germano por las incursiones aliadas y el aguante persistente belga durante su retirada tres meses antes.
Un cálculo general en los que no existe discusión alguna, podría sinterizarse en unas 80.000 bajas en cada flanco, agrupando a muertos, mutilados y ausentes. En la cantidad inicial, entre 8.000 y 10.000 por cada ejército combatiente. No obstante, el inconveniente se encuentra en las matanzas de los civiles, con números más elevados, si Estados Unidos no hubiese intervenido con anterioridad a las arremetidas.
Con todo, para los alemanes a estas alturas del lance, tantísimos percances de vidas humanas serían irrecuperables, lo que les dejó imposibilitados para defender el borde izquierdo del Río Rin y, por tanto, la protección de los límites de su propio estado.
Por lo que el triunfo americano, definitivamente, condenaría el Frente Occidental y el sino de un Tercer Reich que, aparentemente, debía de haber subsistido muchísimo más tiempo.
A la vista del descalabro, conforme los supervivientes se apartaban a las protecciones de la línea Sigfrido, numerosas unidades alemanas perfectamente curtidas, quedaron duramente degradadas en hombres y enseres.
Con estas connotaciones principales, la ‘Batalla de las Ardenas’ se auspició como una gran ofensiva alemana, respectivamente, entre el 16 de diciembre de 1944 y el 15 de enero de 1945, cristalizándose en los trabados follajes y cordilleras de la demarcación de las Ardenas, perteneciente a Bélgica.
Ya, en los preámbulos de diciembre de 1944, Hitler, había pretendido una maniobra inalcanzable: descomponiéndose en la ruina y con el reducto de las tropas que lucharon en Normandía, Francia, Bélgica y a escasos márgenes de los límites fronterizos del Reich, sorprendentemente, consiguió formar otro Grupo de Ejército en el Frente Occidental.
Lo que resulta insólito de este contexto, por instantes, enloquecedor, es que esta nueva unidad no se había constituido con la finalidad de preservar la vanguardia, sino con la perspectiva de contrarrestar el punto más frágil de la porción estadounidense y, posteriormente, progresar de manera galopante hacia el Río Mosa, como en el año 1940 y alcanzar al Canal de la Mancha, arrojando la contraofensiva más atrevida de toda la Historia.
Dicha acometida, cuyo resultado pendía de la minuciosidad en la sincronización de los movimientos contra los objetivos a batir, demandó la puesta en escena de Fuerzas acorazadas del Frente Occidental. Así, el 19 de agosto de 1944, consecutivamente a los desembarcos aliados en el Sur de Francia y la misma jornada en que, prácticamente, las últimas unidades alemanas eran desarticuladas en el cerco de la Bolsa de Falaise (12-21/VIII/1944), Hitler, literalmente dirigió la siguiente orden: “Preparaos para reanudar la ofensiva en noviembre… Dentro de uno o dos meses deberán enviarse al frente unas 25 Divisiones”.
Ante esta complejidad, ¿de dónde se aglutinaría a estas fuerzas hasta la configuración de las Divisiones referidas, teniendo en cuenta el enorme revés sufrido, tanto en la cuantificación de hombres como en lo que atañe a materiales y logística? Hitler, no se demoró a la hora de responder, aseverando que lo inalcanzable era accesible para él.
Por primera vez, se otorgaron poderes dictatoriales para el ajustado desarrollo de la fabricación bélica y, mismamente, se facilitara más capacidad humana en las filas de los Ejércitos.
Análogamente, la edad de incorporación se redujo a los dieciséis años y con esta fórmula audaz, difícilmente podía eludirse el alistamiento masivo: obreros no necesariamente imprescindibles para la producción; o dependientes; funcionarios del estado; alumnos universitarios; cadetes oficiales, aún en la etapa de enseñanza e incluso, individuos calificados inservibles, como los presidiarios, a todos, sin distinción, se les convocó a la Carrera de las Armas. Incuestionablemente, la industria bélica alemana creció, adquiriendo niveles inimaginables.
Ahora, singularmente, seis u ocho semanas de instrucción habían bastado para los recientemente incorporados, a los que se les dotó y acomodó para desplazarse inmediatamente a la primera línea. Lo cierto es, que al llegar noviembre, Hitler, había logrado para sorpresa de sus generales, rehacer la reserva móvil malograda y trasladar 18 nuevas Divisiones al Frente Occidental.
No lejos de esta realidad, la obcecación del führer radicaba en torno a qué situación debía proyectarse en la ofensiva; aunque, barajaba la franja de colinas cubiertas ubicada en la línea fronteriza entre Luxemburgo, Bélgica y Alemania, conocido por los alemanes como las Ardenas. Era claro, que en su instinto figuraba el itinerario de las infiltraciones alemanas. En otras palabras: el teatro operacional de su impetuoso triunfo en 1940. Este sería el elemento categórico, para que concluyentemente, se anclara en la opción de las Ardenas.
Tan calculadora era la intención de Hitler como malévola, en esta trama terrorífica que ambicionaba percutir con sus últimas reservas en la esfera más deleznable de la frontera tripartita entre Alemania, Bélgica y Luxemburgo, adentrándose en la espesura de las Ardenas y atravesar el Río Mosa hasta tomar el puerto de Amberes.
Imaginativamente, divagaba con echar abajo al I Ejército estadounidense o puestos sus soldados en repliegue; también cavilaba con aislar al II Ejército británico más al Norte, en la circunscripción con Holanda y dentro de una bolsa de la que tendría que huir retirándose al mar, como se produjo en 1940 con el asedio de Francia.
Si el diseño salía adelante, Alemania dispondría de tiempo adecuado para confeccionar las presumidas “armas secretas”, que le reportarían a la victoria decisiva; pero, sobre todo, apremiaría a los aliados a replantearse la postura de su coalición con la Unión Soviética, porque un fracaso en las Ardenas, conllevaría que el Ejército ruso se lanzase sobre Europa Occidental. Algo, que ni Londres ni Washington, tolerarían.
Para implementar este designio titánico, el Ejército alemán retiró del Frente Oriental las divisiones para centralizarlas con los apoyos precisos en el Frente Occidental. En los prolegómenos de diciembre, la frontera germano-belga se saturó de partidas provenientes de diversos lugares de la Europa ocupada, echando mano de más de 10.000 vagones para su locomoción y rauda ubicación.
La conjunción de tan ingente suma de hombres y material, se verificó en el más riguroso secretismo, siendo el mutismo acompañado de las medidas de seguridad adecuadas, como las correspondencias remitidas por mensajeros para no ser descifradas por frecuencia; o el traslado de tanques en la oscuridad de la noche, resultando indemnes de la aviación. Ni tan siquiera se produjeron rasantes de reconocimiento, por lo que en ningún momento, los aliados conjeturaron la ofensiva.
Lo que era una certeza, que Alemania había reunido los guarismos precedentemente señalados.
Al hilo de este entorno beligerante y totalmente agresivo, ¿qué representaba las Ardenas estratégicamente para el devenir en la hechura de este conflicto? Se sabía, que estaba satisfecho de amplias colinas revestidas de árboles, selvas sombrías, gargantas recónditas, arroyos inescrutables pero, sobre todo, de corpulentos mantos de nieve acumulada.
Amén, que sobre esta superficie se atinaba la milicia estadounidense diseminada y desalentada, con insuficiente instrumental y recursos tras sus descalabros en la ‘Operación Market Garden’ (17-25/IX/1944) y la ‘Batalla del Bosque de Hürtgen’ (19/IX/1944-10/II/1945). Topándose en una posición logística bastante dificultosa, porque los abastos venían desde las distantes riberas de Normandía, traspasando Bélgica y Francia.
Obviándose, lo que tal vez, les aguardaba en las Ardenas, los norteamericanos mostraban la cara defensiva más quebradiza del Frente Occidental: Su estacionamiento residía fundamentalmente, en vigilancias flanqueadas o trincheras avanzadas, dispuestas intermitentemente por la avanzadilla; algunas, muy próximas a los germanos y otras demasiado separadas. Lo que ostensiblemente acrecentaba la inseguridad de embolsamiento y del empobrecimiento de municiones, subsistencias y gasolina.
A estas contrariedades, se superponía que los tanques se distribuían en unidades particulares y no en agrupaciones, siendo menores en su potencial que los blindados alemanes como los ‘Sherman’, ‘M-10’, ‘M-24 Chaffee’ y los autopropulsados ‘Priest’.
En el aire, tanto la Fuerza Aérea estadounidense como la Real Fuerza Aérea británica, eran más sofisticadas; aunque, el avance tecnológico continuaba por debajo, al no contar con aviones a reacción. Con lo cual, los caza-carros ‘P-47 Thunderbolt’ y ‘P-51 Mustang’, se desplegaban sin una escolta apropiada. A la par, este soldado de Infantería le pasaba factura la interminable separación del entorno familiar y la nostalgia irrefutable de las fiestas navideñas.
Sin soslayarse de este suplicio, el pico de las temperaturas que rondaban en los -28 ºC y la nefasta calidad de las botas e indumentaria para la época, generando innumerables bajas por entumecimiento. Ponderado en cifras, los aliados emplearon 83.000 soldados, 242 tanques, 394 cañones y 1.000 aviones. En la teoría, dígitos inferiores a las fuerzas alemanas.
Llegada la alborada del 16 de diciembre de 1944, un fuego impetuoso de más de 1.500 piezas de artillería, repentinamente, se desplomaron sobre los ramajes de las Ardenas, en la prolongación de 141 kilómetros que incluyó las fronteras de Bélgica, Alemania y Luxemburgo. Pronto, sin demorarse, misiles de los modelos ‘V-1’, ‘V-2’ y ‘Rheinbote’ se desprendieron de sus rampas de lanzamiento para precipitarse en las localidades de Amberes y Liega, infundiendo el pánico entre la ciudadanía.
Entumecido por el imprevisible hostigamiento, el V Cuerpo americano colocado en primera línea, recibió un incesante aluvión de bombas; mientras, sus hombres socavaban surcos para esconderse. En la embestida, la metralla presumió una amenaza adicional: la presencia de árboles hacían rebotar miles de astillas en cualesquiera de las trayectorias, que, irremediablemente, indujeron a una muerte punzante y lenta.
No quedando aquí la conmoción, colindante al Río Our, sobrevino otro sobresalto, cuando miles de vatios surgidos de reflectores, enfilaron las nubes promoviendo una impresión visual como si fuese de día, iluminando la neblina como exhalaciones solares. Este artificio, que era la contraseña para que el V Ejército alemán emprendiese la aproximación, deslumbró y magnetizó al adversario, menoscabándolo.
Entretanto, el cielo se encendía y la artillería pulverizaba las vías enemigas, un total de 120 aviones de transporte alemanes ‘Junkers Ju 52’ cargados con 1.200 paracaidistas, se ordenaron hacia sus objetivos establecidos a unos 15 kilómetros por detrás de las líneas belgas.
Es de precisar, que la tropas descendieron desperdigadas por los boscajes de las Ardenas, llegando a posarse en Holanda por error en la navegación aérea. Solamente, trescientos soldados tomaron a las inmediaciones del Monte Rigi y al enlace de carreteras de Eupen a Malmedy, llegando a originar innumerables descuidos en la retaguardia norteamericana.

Algo más de acierto obtuvo el segundo enjambre germano, concretamente, la 150ª Brigada Panzer Especial de Skorzeny; antes de las primeras luces del alba, el V Ejército Panzer contactó con la primera línea rival estadounidense. La anticipación fue tan brusca y fulminante, que los americanos se rindieron sin pegar un solo tiro.
En el crepúsculo del 16 al 17 de diciembre, con la voluntad de sostener el empuje alemán, los aliados procedieron a la ejecución de cambios en los tramos de las Ardenas.
Nada más quedar aislado el V Ejército, desde París se comunicó la orden de trasladar cuanto antes los refuerzos.
Con celeridad, se consignó al Sur la 106ª División de Infantería estadounidense para resguardar la carretera a Saint Vith; simultáneamente, la 2ª División de Infantería engrosó el extremo de la infligida 99ª División de Infantería.
Desafortunadamente, las ayudas consabidas a la 99ª División se dilataron en demasía, porque, cuando clareó el 17 de diciembre, los comandos de la 150ª Brigada de Skorzeny habían rezagado a todas las unidades norteamericanas que comparecían en su auxilio. Desamparada e indefensa, los blindados de la columna de Joachim Peiper (1915-1976), conocido como Jochen, la emboscaron en Elsenborn, condenándola a la escalofriante cuantía de 3.000 bajas, entre muertos, heridos y prisioneros.
Si bien, una resistencia feroz en Bastoña, localidad de Bélgica y un campo de batalla que benefició a los defensores, aplazaron las cábalas alemanas.
Los respaldos aliados, implicando al Tercer Ejército del General George Smith Patton (1885-1945) y la mejora en las condiciones atmosféricas, desbloquearon las acometidas aéreas de las fuerzas alemanas y las rutas de suministro. El alcance no podía ser otro: el paso de las horas desenmascararon la frustración con el desmoronamiento de las fuerzas de Hitler.
Consecuentemente, el dietario de la posguerra admitió la tesis que la ‘Ofensiva de las Ardenas’, había sido el irrevocable y desalentado afán de un enardecido líder, que apenas tenía resquicio de obtener la gloria, escribiéndose otra las páginas más cruentas en cuanto al parámetro de víctimas.
En esta convulsión del ser o no ser por la supremacía mundial, la tenacidad estadounidense, unido a los continuos bombardeos y una oportuna estratagema de las divisiones británicas en el Norte, impidieron la progresión germana.
Acababa de nacer el año nuevo de 1945 y con él, las tropas alemanas con útiles y pertrechos deteriorados y soldados bisoños y otros consumidos por la antigüedad, abrieron brecha a su retroceso ante un fornido contragolpe aliado, que, a fin de cuentas, iba a ser uno de los últimos de la guerra.

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