Ceuta se siente cautiva de su propia indefinición. Nuestra endémica pereza para la reflexión y el identitario egoísmo recalcitrante, han impedido asumir y gestionar adecuadamente los profundos y vertiginosos cambios que están transformando los fundamentos de nuestra Ciudad, conduciéndola a un inquietante estado de aturdimiento y desorientación. El inacabado proceso de normalización política y el irremisible naufragio económico, generan una gran incertidumbre que lastra considerablemente las expectativas de desarrollo. Pero, desde una perspectiva de futuro, el fenómeno social más determinante, con mucha diferencia, es la inversión de la correlación demográfica. Sin apenas darnos cuenta, y sin el acompañamiento político pertinente, hemos llegado al punto de inflexión tantas veces referenciado en el que la población musulmana se ha convertido en mayoritaria.
La reacción más extendida entre la población cristiana ha consistido en refugiarse en una ensoñación asida a la nostalgia de tiempos pasados. Inmovilismo irreductible. Se han limitado a efectuar un insignificante ajuste en las claves de su mentalidad, reduciendo el tamaño del espacio público que habitan, blindándose psicológicamente mediante el trazo de una serie de líneas rojas infranqueables y haciendo invisibles a los musulmanes (aceptan a regañadientes su presencia, e incluso el ejercicio de sus derechos, pero los consideran exclusivamente mano de obra subordinada sin protagonismo ni relevancia social alguna). Se han vendado los ojos con la sutileza de sus recuerdos y han decidido transitar por su fingida realidad con una altivez no exenta de decadencia. Este es el ideario que encarna perfectamente el Presidente Vivas sintonizando ampliamente con el electorado. Lo que ocurre es que esta posición política tiene un enorme coste a medio plazo. Por una parte, castra en su raíz cualquier tipo de empresa colectiva, relegando la vida pública a una estéril suma de objetivos individuales carentes de ambición y grandeza. Y, lo que es peor, va moldeando un tipo de sociedad aberrantemente desequilibrada. De un lado todo el sufrimiento en forma de paro, fracaso escolar, infravivienda y frustración; del otro, poder y abundancia sin límites. Inmoral. Injusto. Inadmisible. Insostenible.
Un ejemplo muy claro de esta perversión democrática lo encontramos en el tratamiento dispensado a la lengua llamada árabe ceutí. No se puede comprender que la lengua materna de la mitad de los ciudadanos esté excluida por completo del ámbito institucional. Ni un atisbo. Sencillamente la han declarado administrativamente inexistente. Porque esa es una de las líneas rojas que los incondicionales de la intransigencia imponen. Víctimas de sus corrosivos complejos, favorecen la delirante idea de que la aceptación social del árabe es el paso definitivo para la pérdida de las señas de identidad de Ceuta. Pero esas voces intolerantes, por mucho que griten, no consiguen ahogar el árabe en nuestra ciudad. Suena cada vez con más fuerza. Es una tremenda equivocación obviar un rasgo distintivo de la vida de miles de personas, pensando que así se frenará su expansión. No hacerlo implica permitir, de hecho, que fluya de manera espontánea y desordenada. Además de alimentar un peligroso sentimiento de hostilidad. El uso del árabe en Ceuta es una realidad indiscutible que hay que aceptar con naturalidad. Y que es preciso normalizar haciendo compatible el derecho de los individuos a expresarse en su lengua materna, con el respeto a las reglas de convivencia que establece nuestro cuerpo legal.
Una de las derivaciones más nocivas de esta anomalía es su incidencia en el ámbito docente. El fracaso escolar en Ceuta es escandaloso. Es cierto que los factores que influyen en este hecho son variados y están interrelacionados, siendo muy difícil determinar la proporción en la que contribuye cada uno de ellos. Pero esto no debe servir de excusa para justificar la inacción, porque lo que también es incuestionable es que la dificultad en el manejo del idioma perjudica decisivamente el proceso de aprendizaje. Es muy complicado transmitir conocimientos desde la incomunicación. La fractura intelectual se ensancha a medida que aumenta el nivel de abstracción de los conceptos impartidos. En educación secundaria el fracaso es casi obligatorio. Esta situación no es excepcional en nuestra Ciudad. El alumnado que tiene el árabe como lengua materna, y se desenvuelve en español con limitaciones, es ya mayoritario entre la población escolar de educación primaria (en muchos centros el cien por cien). El árabe ya está en las escuelas. Se oye en los pasillos, en los recreos, en las clases… Pero no existe para la política educativa. Para el poder establecido, garante de una ideología inquisitorial y retrógrada, se trata de un problema particular de los individuos afectados, que tienen que corregir por su cuenta y por “su bien”. Estamos cometiendo, o tolerando, un acto de irresponsabilidad cruel e injusta. No se puede culpabilizar ni condenar a un niño de tres años por hablar como le dicta su instinto.
En realidad es una patología del sistema educativo que tenemos la obligación moral de abordar de manera inaplazable. Dejando al margen sus connotaciones políticas. Es un gravísimo error utilizar el árabe en los colegios como un arma arrojadiza de doble dirección. No se puede interpretar ni como una derrota por unos, ni como una conquista por otros. Porque esta superflua diatriba termina sacrificando a miles de inocentes. En primer lugar, la pedagogía debe ofrecer un diagnóstico rigurosamente científico del modo en que el uso del árabe como lengua preferente por parte del alumnado, contamina los procesos de enseñanza aprendizaje; y proponer, en consecuencia, un elenco de alternativas posibles para superar las deficiencias halladas.
Sólo a partir del conocimiento de los aspectos técnicos de la cuestión debe abrirse el correspondiente debate político, sopesando la idoneidad y oportunidad de cada una de las estrategias propuestas. Sin apriorismos. Situando los derechos que asisten a los ciudadanos como irrenunciable epicentro de las decisiones. Y desde la plena convicción de que igualdad y diferencia son conceptos hermosos cuando se fusionan inteligente y generosamente.
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