Nuestras escuelas parecen cada vez más obsesionadas con convertirse en agencias de colocaciones futuras. Desde diferentes sectores de la sociedad, se recalca, con insistencia, que la función de la escuela debe ser la de formar a los jóvenes para unos trabajos que hoy nos son desconocidos. Las empresas tecnológicas advierten continuamente, en los foros sobre educación, que «el 65 % de los niños que empiezan hoy primaria tendrán que trabajar en empleos que aún no existen». No deja de sorprender la exactitud del porcentaje de este oráculo y que el futuro laboral que auguran las grandes corporaciones tecnológicas suela coincidir con sus intereses comerciales y sus planes estratégicos. Pero lo más trágico es que se empieza a imponer la idea de que no existen modelos universales de ser humano que nuestras escuelas deban cultivar en el alma de nuestros niños.
Nuestros jóvenes ya no aspiraran a un desarrollo integral de su humanidad ni a emanciparse como ciudadanos, solo ambicionan adquirir una competencia laboral en un fluctuante mercado, mientras, eso sí, se lo pasan bien, porque en lo que la «nueva escuela» parece estar interesada es en evitar el aburrimiento de la rutina y el hábito (elementos indispensables para educar la virtud). Lo que ahora importa no es saber sino saber hacer, siempre y cuando ese saber hacer sea divertido. La razón es que el sujeto confunda el ocio con el negocio y así, trabaje más y mejor. Por lo novedosamente placentero se renuncia a la condición de ciudadano, la más alta dignidad del ser humano, para adquirir la condición de servidumbre voluntaria.
La búsqueda de la experiencia inmediatamente placentera se ha convertido en un objetivo tan importante en nuestra educación que, como reza el mantra de los gurús de la «nueva escuela», los contenidos ya no importan. Y no se equivocan, ¿qué valor tienen los conocimientos inútiles en una sociedad que ha reducido lo valioso a lo útil y lo útil a aquello que sirve al sistema productivo para aumentar el beneficio económico?. En la escuela de hoy no tienen cabida Sófocles, Tucídides o Plutarco porque su lectura es difícil y exige un sobresfuerzo que no compensa ya que poco y mal pueden estos envejecidos textos enseñar a nuestros hijos cómo trabajar en el mundo, ya no de hoy, sino de mañana. Pero no nos confundamos, la verdadera justicia social no es la que pone un dispositivo de última generación en las manos de un niño de un barrio obrero, sino, un texto de Homero.
A la «vieja escuela», la escuela de ciudadanía, en cambio, nunca estuvo interesada en divertir ni en enseñar a trabajar sino en educar la virtud, porque de lo que se trata no es de que un joven llegue a producir bien sino que llegue a ser bueno. La escuela clásica no está interesada en la novedad sino en lo eterno, no educa para el mundo laboral sino para la vida. Porque educar es enseñar a vivir dignamente. Educar es no abandonar al niño a cualquier forma de vida, menos aún a las más indignas: la del bruto ignorante, la del malvado o la de infeliz, sino elevarlo a una existencia plenamente humana. Y como el griego era conocedor de que cuando miramos a los buenos nos hacemos mejores, en su escuela se aprendía a admirar a Aquiles, Héctor, Sócrates o Antígona. Los niños griegos se identificaban emocionalmente con los modelos universales y eternos; los imitaban tanto en lo grande como en lo pequeño.
La sociedad griega fue un oasis de virtud y, por fortuna, hoy conservamos algunos de sus productos. Los griegos no solo crearon obras virtuosas, sino que ellos mismos fueron obras de virtud. La virtud edificó la Acrópolis, compuso Edipo Rey, redactó la primera Constitución democrática y se interrogó a sí misma sobre qué es la virtud y cómo se adquiere. Estas obras de virtud nos siguen mostrando aún hoy las formas más elevadas de ser humano y, por eso, si lo que queremos es que nuestros jóvenes alcancen la plenitud en su desarrollo, es más valioso el estudio de las humanidades que aprender a manejar una tecnología obsolescente. Ahora bien, si nuestro único objetivo es capacitarlos para ser productores competentes de mercancías durante su tiempo de trabajo y consumidores durante su tiempo de ocio, dejemos las cosas como están y sigamos permitiendo que nuestros niños miren y admiren a los influencers.
Hemos dejado a nuestros jóvenes huérfanos de modelos. Pero en un mundo sin modelos, el niño no se emancipó, todo lo contrario; quedó sujeto a una autoridad mucho más aterradora y tiránica: la de la mayoría. Una educación sin referentes humanos produce individuos desorientados, al igual que una educación sobreprotectora genera seres débiles. Hannah Arendt supo ver en los años cincuenta el germen de la crisis de la educación que estamos sufriendo y afirmaba que los adultos tenemos la responsabilidad de introducir al niño en nuestro mundo, que es nuestro, nos guste o no.
Educar es enseñar a los niños a cómo manejarse en el mundo siendo autoridad para ellos. El niño nos reclama protección frente al mundo, y el adulto tiene la doble responsabilidad de asegurar el desarrollo del niño y la continuidad del mundo. Pero los adultos hemos abolido la autoridad, lo cual solo puede significar una cosa: que rehusamos a asumir la responsabilidad del mundo en el cual hemos colocado a los niños. Arendt es demoledora cuando afirma que «es como si los padres dijeran cada día: “En este mundo, ni siquiera en nuestra casa estamos seguros; la forma de movernos en él, lo que hay que saber, las habilidades que hay que adquirir son un misterio también para nosotros. Tienes que tratar de hacer lo mejor que puedas; en cualquier caso, no puedes pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos lavamos las manos en cuanto a ti”». Y así, el tiktoker se erigió para ellos en un modelo. Pero ¿modelo de qué? De éxito sin esfuerzo, de virtud desvirtuada, de felicidad reducida a consumo. El influencer es una campaña publicitaria de carne y hueso: un líder de opinión al servicio de las grandes marcas. El influencer vende una vida buena a la que puede llegarse sin sudor. Si los dioses nos obligan a recorrer un largo y empinado sendero para alcanzar la virtud, el influencer propone un atajo: el consumo.
La cuestión que debiera ocuparnos (y preocuparnos) no es que los jóvenes quieran dedicarse al mundo de la publicidad, sino que quieran ser publicidad. Porque aunque los influencers se presenten como distintos y especiales, no son ni lo uno ni lo otro, son en esencia lo mismo e interpretan el mismo discurso: la obediencia a un sistema que condena al individuo a un consumo perpetuo. Un influencer es un microrrelato con una función legitimadora. Su vida digital es un mito, no en el sentido de fábula o falsedad, sino en el de que sus narraciones legitiman el sistema. Por ello es urgente que volvamos la vista atrás y eduquemos la mirada del corazón.
Homero educaba el corazón. En su proyecto pedagógico estética y ética vienen a ser lo mismo y, por ello, su arte tiene el extraordinario poder de conmocionar y provocar una conversión total de la persona. Las historias de sus héroes, prototipos universales, construyen la forma más elevada de humanidad. Y, precisamente por eso, Homero no solo ha sido el educador de Grecia, sino que sigue siendo a día de hoy, y seguirá siéndolo, el maestro de la humanidad entera, mientras queden seres humanos poblando este minúsculo punto del cosmos. Nadie como Homero ha conocido nuestras entrañas, las aspiraciones de nuestro corazón y los dolores de nuestra alma. Ningún homo sapiens ha tenido una visión más noble de la existencia y ha sabido qué es lo que nos mueve y nos une.
Aunque nuestra sociedad haya suspendido de empleo y sueldo a Homero, mientras haya alguien que sepa leer su griego no se apagará en nosotros ese fuego que nos impulsa a amar todo lo noble, digno y elevado que hay en el mundo.
Huelva, 1977. Filósofo, escritor y profesor. Estudió Humanidades en Universidad de Huelva y Filosofía en la Universidad Pontificia de Salamanca. Veinte años como docente impartiendo filosofía con métodos nada convencionales: explica a Aristóteles paseando por el parque, invita a practicar el cinismo en las calles comerciales de la ciudad o narra el juicio a Sócrates en el juzgado. Autor del bestseller internacional Filosofía en la calle, No me tapes el sol: cómo ser un cínico de los buenos y Gastrosofía: Una historia filosófica de la filosofía. Columnista. Asesor filosófico del programa de televisión Quién educa a quién (RTVE). TED speaker. Colaborador en el programa Aprendemos Juntos de la Fundación BBVA y El País. Conferenciante. Divulgador de la filosofía en redes sociales. Director del podcast “Filosofía en la calle” en la plataforma SONORA (A3Media).
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