Categorías: Opinión

Aquellas Primeras Comuniones

Debo reconocer que aún no he acabado de digerir el boato actual de las Primeras Comuniones. Echo la vista atrás (muy atrás) y recuerdo aquel día de mayo de 1942, cuando, siendo alumno del Colegio de la Sagrada Familia, hice la mía en la Iglesia de los Remedios, la misma en la que, ocho años antes, recibí el bautismo.
Tras una preparación muy completa –propia de la personalidad de la Srta. María Jesús Gallego, una gran docente- fuimos cierta mañana a la iglesia para ser examinados por un sacerdote, el Padre D. Francisco Servat. Quedamos bastante bien, aunque no olvido que pasamos la vergüenza de no saber contestar su pregunta sobre si la Consagración se hacía al principio o al final de la misa.
Pasado, por fin, el temido momento de tener que confesar nuestros “terribles” pecados ante el sacerdote (el párroco, Padre D. José Rodríguez) llegó el día en el que íbamos a recibir por primera vez el cuerpo de Cristo. Vestí, pues, “mi” traje –beige claro, casi blanco, con pantalón largo y chaquetilla- que, en realidad, era el de mi hermano, supongo que algo ensanchado por la modista Lola, quien periódicamente venía a casa para coser en la Singer. Eran años de posguerra, en los que todos –unos más y otros menos- debían apretarse el cinturón de un modo que resultaría inadmisible para las modernas generaciones, tan dadas a defender a ultranza las ventajas del en aquella época inimaginable estado de bienestar.
Ya en Los Remedios, con la presencia de nuestros allegados, tuvo lugar la misa, en la que comulgamos por primera vez un grupo numeroso de chicos y chicas, pues se nos unieron los del Colegio (entonces Grupo Escolar) Lope de Vega. Antes de recibir el sacramento de manos del Padre Rodríguez, pasamos uno a uno por un atril, para jurar sobre los Evangelios la renuncia a Satanás, “sus pompas y vanidades” (aclaro que esas pompas no son las de jabón, sino las que suponen exhibición de suntuosidad, ostentación o magnificencia). Cuando llegó mi turno, al retirarme después del juramento, no olvidaré jamás que tiré al suelo atril y Evangelios, lo que rápidamente fue solucionado. Pero ahí quedó la anécdota.
Una vez salidos a la calle, nos llevaron a todos los comulgantes al patio del Lope de Vega para hacernos una fotografía conjunta (luego pasé por Arbona para otras individuales) y, junto con mi amigo Paquito Ramos, quien también había hecho la Primera Comunión, y con nuestras respectivas familias, nos dirigimos a mi casa –entonces vivíamos muy cerca de la Iglesia, en un inmueble ya desaparecido, situado frente al actual edificio “de Colores”- para la gran celebración, que consistió en tomar un chocolate con bollos de leche y algunas pastas. Luego, a la calle con nuestros modestos recordatorios, visitando a las amistades, que nos hacían pequeños regalos. Así eran las cosas por aquel entonces. Así eran, y a nadie se le ocurría que pudieran ser más lujosas y, por tanto, más caras. ¡Pero cómo iba a ser de otro modo, si acabábamos de jurar que renunciábamos a las pompas y vanidades!
Ahora, con la fórmula algo modificada (creo que se renuncia a Satanás, sus pompas y sus obras), se sigue jurando, para –una vez concluida la misa- celebrar la ocasión con un ágape por todo lo alto en un restaurante u hotel, con tal dispendio que deja tambaleante la economía de la gran mayoría de las familias afectadas, las cuales, previamente, ya se habían metido en gastos para adquirir ropa elegante, adecuada al caso según las convenciones vigentes.
Sí, ya comprendo que aquella época fue muy complicada para España y para los españoles. Pero no cambio mi Primera Comunión por las de ahora, porque fue más íntima, más familiar, más entrañable, más sentida y, sobre todo, más sentidamente religiosa. Hoy, desafortunadamente, esa Primera Comunión es, en muchos casos, la única y consecuentemente la última. Una pena.

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