Aquella mañana me había levantado en silencio, como si tuviese algo que desentrañar. Así, que sin saber por qué, me encamine al muro blanco del huerto de María Vera, puse un pie en el hueco que los niños habíamos hecho para poder subirnos a él, y de un salto me encaramé en lo más alto del muro. Pasaba el tiempo, y allí estaba yo, completamente solo, contemplando el mundo.
Veía el sembrado de hortalizas y los diferentes árboles frutales que María Vera tenía en su pequeño huerto; pero que a nosotros, nos parecía un enorme bosque encantado dónde podía vivir cualquier ser mitológico.
Podía contemplar como una legión de gorriones picoteaban aquí y allá con entera libertad; ora se subían a un árbol, ora se bañaban en un pequeño charco de agua que se había formado junto al pozo blanco de riego. Estaban continuamente en movimientos, y a veces se arremolinaban, levantaban el vuelo por encima de los árboles, y volvían a bajar escondiéndose entre la maleza como si de un juego se tratase; al rato volvían de nuevo a aparecer entre una algarabía de trinos, giros, batidas de alas, subidas y bajadas, que hacían que el huerto se alborozase como en un continuo carrusel de color y alegría infinita…
¡Dios mío! ¡Qué bien se está aquí sintiendo la paz de este lugar! -pensé-, olvidándome incluso de jugar-. Al poco, me puse a horcajadas y reposé mi espalda contra la esquina de la casa de Ángela, mire hacia arriba, y allá en lo más alto, unas nubes blancas, redondas, como montañas, se adivinaban entre trozos de cristal azul prusia, dejándose arrastrar por el vendaval.
Siempre mirábamos desde pequeño a las nubes. Los mayores, nos decían que las nubes llevaban y traían los mensajes de las personas queridas que habitaban lejos; y, que a veces, para entretenernos, nos mandaban figuras que les recordaran las suyas; o también de animales; o de cualquier objeto que nosotros pudiéramos, como en un acertijo, adivinar. Pero aquellas nubes no llevaban ningún mensaje, sólo pasaban, pausadas, obedientes, ensimismadas en un continuo viaje sin retorno.
“Desde aquí, puedo divisar los tejados rojizos del patio de los Boguitas, y el deambular de los gatos; y más abajo el trajín de las mujeres tendiendo las sábanas blancas y almidonadas”
También, casi rozando a las nubes y al mismo cielo azul prusia, se presentían las siluetas de las golondrinas yendo y viniendo, y cruzando el firmamento en todas las direcciones posibles. ¡Las golondrinas! ¡Tan unidas a la infancia! Todos los niños del mundo hemos deseado alguna vez convertirnos en golondrinas, y volar eternamente por todos los mares y países del mundo…
Desde aquí, puedo divisar los tejados rojizos del patio de los Boguitas, y el deambular de los gatos; y más abajo el trajín de las mujeres tendiendo las sábanas blancas y almidonadas Todo parece diferente desde esta pequeña altura. Cualquier vecino que advierte mi presencia, enseguida me saluda, y a la vez me aconseja:
- Ten cuidado, pequeño, puedes caerte. -Yo, le contesto:
- Descuide, ya me bajo.
Al cabo, pasado un rato, alguien ha debido de avisar a mi madre lo peligroso de mi escondite, porque sus gritos, llamándome, se escuchan en todo el patio. Yo me escondo contra la pared y hacia dentro del huerto para que no me vea, pero es inútil, mi Yaya, irremediablemente ya me ha descubierto; alza los brazos en un dramático aspaviento, como sólo aquellas mujeres eran capaces de teatralizar, y grita:
- «Diable de chiquet, baixà d´ahí dalt i vine per ací, que se´l vaig a dir al teu pare. »(*)
La Yaya, me arrastra de la mano hacia mi casa entre un sin fin de improperios en valenciano, yo, en un ataque de rebeldía, vuelvo la cabeza; y todavía, con la mirada, puedo despedirme y pronunciar en silencio el ultimo adiós a los lugares y a los sentimientos, que despierto, he casi soñado, a saber: al huerto de Maria Vera, a los gorriones, a los árboles, a las nubes, al cielo azul prusia, a las golondrinas, a los tejados rojizos de los «Boguitas», a los gatos, y sobre todo a la paz inalcanzable de esos momentos pasados…
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