Categorías: Opinión

Aquella feliz pandilla

Allá por los finales de la década de los 40 del pasado siglo, y en aquel vetusto Instituto que ocupaba el caserón de la fotografía, ya derruido, situado tras el edificio del Centro Cultural de los Ejércitos, en lo que hoy es calle Beatriz de Silva, cinco estudiantes de bachillerato, compañeros de curso, fuimos forjando una mutua y profunda amistad que nos unió a través de los años. El tiempo nos separó, pero no fue óbice para que siguiésemos manteniendo un verdadero sentimiento de camaradería. Nos veíamos pocas veces, pasaban años sin tener el menor contacto, y sin embargo seguíamos, con el corazón,  formando parte de nuestra pandilla.
Antonio Duboy González, de San Fernando, llegó a Ceuta con catorce años. Su padre, Coronel de Intendencia de la Armada, había sido destinado aquí para desempeñar el cargo de Comisario de Marina, y su madre era prima de Pepe Remigio. La suerte hizo que viniesen a vivir en el edificio de al lado de mi casa, cerquita de Azcárate, lo que nos convirtió pronto en amigos inseparables.
Luis Echániz Zubimendi, nacido en Bermeo, había llegado aquí de corta edad, al haber sido destinado su padre, oficial de la Armada, a la Comandancia de Marina. Tuvo la desgracia de perderlo muy pronto, en época en la que las pensiones eran ínfimas, por lo que su madre logró que le adjudicasen un estanco, cerca de la Iglesia de los Remedios, frente a la tienda del Gordo de la Música, en la casa donde ahora están los bazares Noelia y Zamora. Vivían en el edificio de Ferragut, calle Teniente Arrabal     
Francisco Javier González Bengoechea (Pacote) era hijo de un Coronel del Ejército de Tierra, de aquellos que, cuando se retiraban, preferían seguir residiendo en Ceuta, adonde ya se había asentado su familia. Vivían en un inmueble que aún subsiste, los Pabellones antiguos de la calle Ingenieros, ahora situados frente al Ceuta Center.
Antonio Santos Ginés era hijo de aquel Capitán portugués de La Legión que, ya retirado, fue Cónsul de Portugal en Ceuta. Su domicilio estaba en el entonces recién terminado inmueble González, calle Delgado Serrano.
El quinto era quien suscribe, hijo de abogado, nieto de maestros y de comerciante y bisnieto de Benito Sánchez, capitán del barco que nos unía con Algeciras en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX.
A partir de los 15 años, los cinco formamos una piña. Jugábamos a los botones, teníamos tertulia en el estanco de Echaniz, salíamos juntos al cine, a misa, a la playa, a pasear por la añorada acera del Paseo de las Palmeras, a jugar al baloncesto o al fútbol –y al futbolín en el Bar Pecino-, y, ya algo más mayores, a bailar en la feria y a algún guateque que otro. Nuestro curso, pese a lo que se diga de aquella época, era mixto, con chicos y chicas, algunas bastante monas, pero mientras ellas miraban con mayor interés a los alumnos de cursos superiores, nosotros –al llegar a 7º- estábamos encantados con “las niñas de 4º”, una promoción realmente alegre y feliz. Si alguna de ellas lee esto, mi gratitud por tan cariñosa, inolvidable y simpática compañía. Fueron tiempos, vaya por delante, de puritanismo exacerbado, en los que coger la mano de una jovencita o bailar con ella (juntitos, eso si) eran hechos que significaban casi el súmmum. Pero nos divertíamos, ya lo creo. Lo pasábamos divinamente.
Como antes dije, los años y los estudios superiores, nos fueron separando físicamente. Duboy, cuyo padre fue destinado a Madrid, no consiguió, pese a ser un alumno muy destacado, culminar su sueño de ingresar en la Escuela Naval. Terminó una carrera universitaria y pronto ocupó un puesto de responsabilidad en IBM. Casó y tuvo dos hijos, pero el matrimonio acabó por fracasar, lo que le afectó sobremanera. Estuvo pasando una temporada de descanso en mi casa, pero, por desgracia, no pudo soportar su propia existencia y cierto día, estando en su domicilio de Madrid, situado en una décima planta, y sin duda llevado por el desequilibrio psíquico que padecía, se quitó los zapatos, los colocó cuidadosamente junto a la ventana, y se arrojó por ella, muriendo en el acto.
Antonio Santos llegó a Comandante de Aviación, casó y fue padre de dos hijas, pero falleció en la plenitud de la vida, de un infarto de miocadio.
Luis Echaniz (Ayudante de Obras Públicas –Ingeniero Técnico- afincado en Madrid, casado y con una hija) venía insistiendo en que nos reuniésemos, y así lo acordamos por fin, de forma que en el verano de 2004 (¿o fue 2005?), como pasaba sus vacaciones en Guadiaro, nos reunimos los dos matrimonios en la finca que mi hermano y yo tenemos en Ronda. Tras gozar de un par de días muy gratos, quedamos en que les devolveríamos la visita a Guadiaro. Cuando llamé a su móvil para fijar fecha, se puso su mujer y me comunicó que Luis había fallecido, víctima de un derrame cerebral, en el hospital de San Roque. Pareció como si hubiera querido que nos despidiésemos, pero en realidad acababa de hacerse un chequeo y se encontraba perfectamente.
Al morir Echaniz, telefoneé a Pacote, y estuvimos hablando acerca del hecho de que, de aquella feliz pandilla, ya solamente quedábamos los dos. Pacote había llegado a ser piloto del Ejército del Aire. Casado, con un hijo y ya retirado, vivía en Madrid. Estuvo en Ceuta cuando nuestro curso celebró los cincuenta años, festejo del que queda una huella, la plaza colocada tras el Casino Militar indicando que allí estuvo el Instituto de Enseñanza Media. Ayer sentí deseos de volver a llamarlo, pero por precaución, por no meter la pata, tuve la prevención de mirar en internet, con la triste sorpresa de ver su esquela mortuoria, publicada en el ABC de 14 de junio de 2006.
Así, pues, me he quedado solo, en una dolorosa soledad que invita a la reflexión sobre lo efímero de nuestro paso por esta vida. Se acabó aquella pandilla de adolescentes llenos de vida que se comía el mundo, que no pensaba más que en pasarlo bien (sin perjuicio de los estudios, que quede claro)  y que no veía la muerte ni de lejos. Unos fallecieron jóvenes, otros no tanto, pero ninguno de los cuatro que se han ido rebasó los 72 años, edad bastante inferior a la de expectativa de vida. Eran buenos amigos y mejores personas. El Señor, en quien todos creíamos, los habrá acogido en el cielo.

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