Cruzo la arena caliente por el sol… Doy un paso, dos, y me lanzo al agua azul, de cristal de la “Ribera”. Y el mar me envuelve y aún sigo unos segundos sumergido en este palacio de cristal, de frescura, de aguas transparentes que en la distancia, como un calidoscopio, se columbran turquesas.
Todas las mañanas, tras la tertulia del “Café del Puente”, tenemos la necesidad de sumergirnos en este trozo de mar como un nuevo bautismo que nos diera la referencia y el reconocimiento a donde pertenecemos. Sí; pertenecemos a estas aguas mediterráneas, a esta ensenada, a esta Bahía Sur desde los primeros recuerdos que bullen en nuestra inteligencia: es lo que se ha dado en llamar la “impronta” y que la biología dice que acerca, como una atadura atávica, los seres al entorno del lugar de su nacimiento. Y, nosotros, somos la consecuencia de la “impronta”, a saber: hemos nacido en el entorno de esta playa y, por consiguiente, tenemos la necesidad de volver a ella…
Antaño la “Ribera” era un barrio popular de pescadores donde los niños crecían en el resbalaje de su litoral y a tiro de piedra de las traíñas fondeadas en la cercanía de sus orillas. Cuántas historias podrían contarse de ese barrio y de sus moradores; cuántas historias quedaron en el olvido porque nadie en su momento las cantó. Cuantas historias de amores no correspondidos, de amores fugaces, de amores gozosos… Cuantas historias de penalidades, de sufrimiento, de pérdidas, de despedidas definitivas de personas amadas… Historias tristes y a la vez alegres de la gente del mar que habitaron esta playa de la “Brecha”, donde los viejos lobos de mar saludaban -a la tarde- a sus barcas marineras rumbo a los caladeros.
Yo he visto al “Chache” José despedir, desde la esquina de baranda de la placita de la Catedral, a las traíñas que ya arrumbaban en busca de calar la “prima” en busca de boquerones y sardinas o pescar al “arda” melvas y bonitos. Y, así, también lo he visto despedirse de ese mundo -su mundo- de la pesca y principiar otras navegaciones más alejadas del mirador de la “Brecha” y de las aguas eternas y azules de su ensenada…
Los paisajes cambian, se mutan, se transforman, se envejecen, se rejuvenecen, se tornan distintos y, con el paso del tiempo, su estampa se pierde en el pretérito para dar paso a otro escenario donde otras gentes lo ocupan y le dan otro sentido y otra valoración al que primitivamente tuvieron. Todo fluye en este río de la vida y, las gentes de la playa de la “Ribera”, tuvieron su tiempo, su lugar, y su crónica en el libro y en el recuerdo de esta ciudad.
Siempre recordaré a “Realillo”, patrón, que tuve la fortuna de navegar con él siendo un niño, y columbrar por primera vez como se calaba un arte de cerco: cómo se encendía los fanales de los botes luceros, cómo llevaba el puño del arte el bote cabecero, cómo el cabo de la jareta cerraba el arte, y cómo se copejeaba la pesca en los salabares. Y, finalmente cómo gané un “cuartón” de una parte. Mi primer sueldo, mi primera noche en la mar, mis primeras “calás” de prima y de alba…
La Ribera, antes gris y fosca por el taro, ha comenzado a deshilacharse entre jirones blancuzcos y los pedazos de cielo añil que se abren al mediodía. Corre raudo el taro hacia las alturas del monte Hacho empujado por la brisa fresca del Poniente. El paisaje va tornando del blancor que apenas un momento todo lo envolvía, a sus colores habituales de diferentes tonalidades de azules que el mar nos muestra en este arremansado rincón: azul marino, azul prusia, añil, turquesa y celestes; celestes que se pintan y se dibujan mejor en los cielos, en estos cielos transformadores de la Naturaleza que hacen que la belleza se allegue desde antes que despunte el alba con la constelación de Orión -Betelgause y Rigel-cruzando hacia Poniente y los primeros luceros…
Todo ha cambiado en unos momentos transidos de melancolía. Ahora todo es luz; el sol se haya redondo y alto en su cenit y nos hace llegar, impasible, todo el fuego de su hoguera; y, la arena, gris, menuda, tosca, pareciera que arde en un brasero natural donde nunca alcanza a extinguirse el calor de sus llamas...
Y el mar y los cielos se besan azules en el difuminado horizonte de cabo Negro, allá en la lejanía. Y, en este instante donde la realidad te golpea como algo incontestable, como algo imposible de poner en duda, cerramos los ojos en la calidez de este inabarcable y excelso paisaje y, en la añoranza de un instante, mis recuerdos viajan alegres y procelosos hacia aquella otra Ribera donde los pescadores preparaban sus jarcias para hacerse a la mar…