Opinión

Aprendemos viviendo

Comenzaba Ralph Waldo Emerson su breve ensayo “El método de la naturaleza” diciendo que  “la tierra en la que vivimos no tiene otro interés tan querido, si se conociera su necesidad, como la consagración de los días a la razón y el pensamiento. Donde no hay visión, el pueblo perece”. No resulta fácil obtener esta visión reflexiva de la realidad que nos rodea y de los hechos que acontecen en el día a día. El mundo se ha vuelto extremadamente complejo y el tiempo histórico ha cogido tal velocidad que los acontecimientos nos arrollan. Quien ejercita el pensamiento, aunque sea de manera leve,  busca en los medios de comunicación o en las redes sociales información sobre las novedades informativas. Quizás tan sólo pueda dedicarle a las noticias unos minutos antes de salir a trabajar o al mediodía mientras come y escucha de fondo el telediario. Es difícil que le surja la necesidad interna de procesar todos estos datos dispersos para analizarlos y obtener sus propias conclusiones. Seguramente, al final de la jornada esté cansado y lo único que desee sea desconectar de los problemas personales y colectivos. Pasarán así los días, las semanas y los años sin haber encontrado tiempo para el autocultivo personal. Y así seguirá hasta que perezca, como decía Emerson.
Ante la falta de voluntad y tiempo para dedicarlo al pensamiento, el conjunto de la sociedad deja recaer la responsabilidad de pensar en los intelectuales y la de actuar en los políticos. Lo deseable, como defendió Platón en su “República o el Estado”, sería que ética, política y sabiduría formaran un triunvirato para el correcto gobierno de la Polis. El resultado del divorcio entre la ética y la política, entre el pensamiento elevado y la acción política lo tenemos a nuestro alrededor. La corrupción ha infectado el cuerpo político, social y económico hasta gangrenarlo y pudrirlo. La ignorancia ha tomado el control de países tan poderosos como EE.UU, con un Presidente que desprecia a sus propios votantes y se enorgullece de no leer ni interesarle los asuntos relacionados con el medio ambiente, la cultura y el arte. Sobre este último asunto, el arte, vivimos en tiempos de vulgarización y trivialización de las expresiones internas. Cualquier mamarrachada ocupa la atención de los medios y llena la sala de los museos de arte contemporáneo.
Ceuta no se ha salvado de toda la podredumbre que afecta a España y  a la mayoría de los países del mundo. Aquí hemos esquilmado buena parte de los recursos naturales y hemos transformado de manera radical unos paisajes de singular valor y belleza, limitando o impidiendo cualquier posibilidad futura de implantación de un modelo económico más respetuoso con el medio ambiente. El mercado laboral es incapaz de generar expectativas de empleo para los jóvenes y las desigualdades sociales no hacen más que tensionar un tejido social que cualquier día puede rasgarse de una manera que resulte imposible volverlo a coser. Nuestra diversidad cultural, que bien llevada podría contribuir al enriquecimiento colectivo, se ha convertido en una fuente de malestar social debido al repliegue identitario y la falta de apertura mental. Cada uno busca en su particular tribu el refugio ante unos problemas que sólo podremos superar desde la generosidad, la comunicación sincera y la cooperación altruista.
Este diagnóstico que acabamos de presentar de la realidad, tal y como nosotros la observamos, no debería llevarnos a insistir en la degradación colectiva y no a la aceptación irreflexiva de doctrinas desalentadoras, -como la que defienden personajes como Donald Trump o cualquiera de los partidos de extrema derecha o extrema izquierda que están surgiendo en los países occidentales, así como los movimientos de fanatismo religioso en Oriente Próximo-, sino el refuerzo del hombre contra sí mismo y en la preparación del terreno para la esperanza. Lo que menos necesitamos son eslóganes simples, ni mensajes simplistas que alimenten nuestras pulsiones instintivas más primitivas, como el odio, la agresividad y la violencia.
En la situación de desesperación y malestar que la mayoría sufre por la falta de expectativas para poder vivir una vida digna es muy fácil señalar a una víctima propiciatoria para lincharla y descargar nuestra ira contenida. De esta forma lo único que hacemos es lo que Carl Gustav Jung denominaba proyectar la sombra.  El primer paso para la curación individual y colectiva del malestar de la cultura del que hablaba Freud es reconocer que buena parte de los problemas sociales que nos afectan provienen de nuestra propia crisis interna. Podemos seguir confiando de manera ciega en el bálsamo de fierabrás que nos prometen todos los partidos políticos para superar la crisis multidimensional en la que estamos inmersos, pero lo cierto es que la única vía de escape a este callejón sin salida en la que nos hemos metido parte de un cambio interno en nuestro modo de percibir la naturaleza, de pensar y de actuar en sociedad.
El primer paso para el verdadero cambio que demanda el mundo se debe dar en la escuela. Es aquí donde nuestros niños y niñas tienen que aprender a conectar con la naturaleza, a desarrollar sus habilidades manuales e intelectuales y a sentir un sincero amor por la tierra y todas sus criaturas. Poco a poco deberán aprender a pensar por sí mismo, “a saborear las palabras y el lenguaje”, como dice el profesor John Keating a sus alumnos en la película “El club de los poetas muertos”. Hay que hacer todo lo posible para que nuestros jóvenes puedan adentrarse en su mundo de adentro libres de doctrinas opresivas. Necesitarán, sobre todo en el tiempo que les ha tocado vivir, desarrollar una elevada capacidad de síntesis científica y filosófica. Cuanto más rico sea su mundo simbólico y su dominio del lenguaje más fértil será su imaginación y su creatividad. Necesitarán de ella para encontrar soluciones a los muchos retos a los que se enfrenta la humanidad.
Si nuestros jóvenes son capaces de construirse un sólido andamiaje intelectual estarán en condiciones de construir un mundo nuevo, de lo contrario todo estará perdido. Jóvenes y mayores debemos unir nuestros esfuerzos y voluntades para erigir un mundo cimentado en la bondad, la verdad y la belleza. Desde una perspectiva global, pero actuando cada uno en el lugar que nos ha tocado vivir, en nuestro caso Ceuta, debemos lograr reconciliar la ética y la política fomentando la participación ciudadana en los asuntos comunes. Nuestro objetivo personal tiene que ser hacernos cada día más sabios para enriquecer nuestra propia vida y dinamizar la cultura y el arte. No hay verdadera Ciudad sin ciudadanos comprometidos por el presente y futuro de esta tierra. El único camino para lograr una vida plena es mantenernos siempre activos en el mundo de adentro y en el mundo de afuera. Como dijo mi maestro Patrick Geddes, -cuyo lema era aprendemos viviendo-, “sólo pensando las cosas a medida que se las vive, y viviendo las cosas a medida que se las piensa, puede decirse de un hombre y de una sociedad que piensan y viven de verdad”. Sin este constante tejer entre la vida interior y la exterior el cambio que necesitamos no llegará.
No hay cambio social sin cambio personal. Ambas cosas van de la mano. Sin que se den unas condiciones sociales adecuadas el ser humano no puede conseguir su máximo desarrollo y expresión. En sentido inverso, sólo aquellos que tratan de renovarse y perfeccionarse serán capaces de transformar a nuestra sociedad. De modo que la solución a este dilema pasa por mantener un doble esfuerzo de auto-perfeccionamiento y de implicación en la vida política de nuestra comunidad. Dicho así parece sencillo, pero es muy difícil mantener este equilibrio entre la vida contemplativa y la activa. Todavía resulta más complicado que los ciudadanos muestren su amor por el bien común dedicando parte de su tiempo a la sociedad. Quienes cuentan con la suficiente formación intelectual y profesional prefiere dedicar su tiempo al propio enriquecimiento o a formas de ocio en muchos casos vacuas, triviales o hedonistas. Sin tener plena conciencia de ello son los máximos responsables de la perpetuación de un sistema económico y social que amenaza la vida en la tierra y compromete el futuro de sus hijos y sus nietos. Ya lo dijo Dante, el círculo más profundo del infierno está reservado por aquellos que no ven ninguna necesidad de cambiar su mente o de rectificar su manera de actuar.

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