He sentido la tentación de comenzar este artículo describiendo un hecho truculento o una noticia desgarradora o inverosímil. Así, a voz de pronto, se me ocurrió alertar del riesgo de un tsunami inminente en nuestras costas o incluso la finalización de un doctorado "cum laude" de algún colaborador de la prensa amarillenta en Telecinco.
No obstante, he optado por no hacerlo, aunque es un recurso que no descarto para un futuro artículo. ¿Por qué esa osadía tan absurda? Muy sencillo, para intentar captar la atención inicial del lector, que está cansado de oír hablar de política nacional y de análisis pretendidamente serios de la situación actual. Ese lector, ávido de nuevas sensaciones, pierde el interés, con toda la razón del mundo, en cuando se menciona la palabra "POLÍTICA". Aun así, voy a pasar por ese trago amargo intentando descifrar qué está ocurriendo y qué va a ocurrir con la gobernabilidad de nuestro país.
Expongamos un par de consideraciones previas para poder entender cuál es el juego en el que nos tienen inmersos.
El proceso electoral del 20 de diciembre nos hizo un regalo envenenado. Nos regaló una verdad disfrazada de quimera. La quimera consiste en el fin del bipartidismo que se propugnaba hasta la saciedad como signo de madurez democrática y de necesidad social. La verdad subyacente es que el bipartidismo sigue estando vigente. No nos engañemos, esas elecciones no dieron como resultado cuatro partidos en igualdad de condiciones en cuanto a peso específico. Lo que sucedió es que se destacaron cuatro partidos que representan conjuntamente el 92 % de los escaños del Congreso, y que de esos cuatro partidos, dos de ellos, los partidos de siempre, suponen más del 60% de los escaños.
Desde el minuto siguiente a conocer los resultados de las elecciones, las opciones han estado muy claras para todos. La opción evidente es una gran coalición entre los partidos mayoritarios más todos los que se quisieran sumar (PP, PSOE y CIUDADANOS básicamente, más algún partido "residual" que se pudiera sumar en el proceso). La opción más difícil era entrar en un proceso de coaliciones, la mayoría de izquierdas con inclusión de independentistas y de partidos radicales, que requerían de algunas abstenciones y numerosos apoyos difíciles de alcanzar debido a la incompatibilidad manifiesta de las ideologías de algunos de ellos. Si esas dos opciones fracasaban, la consecuencia inevitable era la convocatoria de nuevas elecciones.
Este ha sido el panorama de partida desde diciembre. ¿Qué ha ocurrido desde entonces?
Durante los meses siguientes se han ido publicando encuestas en diferentes medios, y en todas quedaban claras dos cuestiones indudables. La primera es que unas nuevas elecciones eran indeseables para el país, y ningún partido las quiere (o eso afirman todos, con bocas más o menos pequeñas). La segunda es que la opción preferida por la mayoría de los españoles es una gran coalición que de estabilidad a España, porque hablamos del bien común, es decir, estamos hablando de los intereses de la mayoría... ¿o tal vez no?
Bien, una vez llegados a este punto, las preguntas lógicas son ¿por qué, si las encuestas están tan claras, seguimos en la situación de partida? ¿Por qué la voluntad mayoritaria de los españoles y el sentido común sobre lo que es bueno para España con este panorama no se ha materializado todavía en un gran acuerdo entre los actores principales? La respuesta surge como un resorte: por culpa de los intereses partidistas. Sí, los principales partidos, que son quienes tienen en su mano desbloquear la situación, no lo han hecho porque ponen a sus propios intereses por delante de los del país. No hemos escuchado que no se pongan de acuerdo porque haya una propuesta negativa con la que no comulgan, ni porque haya un hecho catastrófico que de ponerse en práctica hundiría el país, no. Hemos escuchado que el PP es muy malo para el PSOE y que el PSOE es muy malo para el PP, unos porque son acusados de ser corruptos e ineptos y tener políticas antisociales, y otros porque son acusados de ser corruptos e ineptos y además de querer gobernar sin haber sido los más votados. Curiosa coincidencia la de la corrupción e ineptitud.
PP y PSOE se han limitado a jugar con sus respectivas parroquias, a contentar a su electorado, porque se han creído en la obligación de hacerlo. ¿Eso qué quiere decir? Eso quiere decir que ninguno de esos partidos, aunque han sido muy conscientes de cuál era la única opción viable desde el principio, se ha impuesto la obligación de mostrarse complaciente con su enemigo natural, porque sí, desgraciadamente ellos llevan ese estigma marcado en su ADN partidista: son enemigos, y destruir al contrario es una de sus ambiciones. ¿Cómo iban los socialistas a admitir un pacto con los populares, y cómo iban los populares a ceder una pizca de su orgullo de vencedor electoral ante los socialistas? Es cierto que Sánchez cerró puertas a cal y canto al PP, pero no es menos cierto que el PP ha mostrado una inacción y una falta de voluntad negociadora y de presentación de propuestas sobre la mesa que ha rayado el patetismo. Esta situación ha puesto de manifiesto que nuestra democracia bipartidista no tiene la madurez necesaria para pensar en el país y que, precisamente por ello, es más necesario que nunca que el bipartidismo se convierta en historia pasada.
Ahora bien, ¿y los otros dos partidos emergentes? Los otros dos partidos se han visto abocados a ayudar obligatoriamente a algunos de los dos grandes partidos o a los dos, si no quieren unas nuevas elecciones. En este sentido, Podemos ha sido tajante en su negativa respecto a gobernar con PP y Ciudadanos, con lo cual sus opciones reales están muy mermadas al tener por delante una negociación a muchísimas bandas casi imposible de materializar. Ciudadanos por el contrario ha mostrado una puerta abierta a la negociación constante entre los grandes partidos, ejerciendo de bisagra o árbitro mediador hacia la opción que desea la mayoría sobre una gran coalición (según las encuestas, no olvidemos ese detalle). Ambas formaciones han puesto sus condiciones, obviamente, pero el contraste de una actitud intransigente por parte de Podemos con el constante llamamiento al diálogo por parte de Ciudadanos tiene su explicación en las encuestas iniciales. Esas encuestas iban dando a los de Iglesias cada vez mayor intención de voto, con lo cual para ellos ir a unas nuevas elecciones les resultaba ventajoso, y podían permitirse pedir la Luna si era necesario porque todas las opciones les beneficiaban... hasta ahora.
El PP echa la culpa al PSOE. El PSOE echa la culpa al PP y, ocasionalmente, a Podemos. Podemos echa la culpa al PP, en función del viento al PSOE, y desprecia a Ciudadanos. Y Ciudadanos, que tiene como línea roja fundamental la postura secesionista de Podemos y la pérdida de confianza en Rajoy, echa las culpas a todos por no mirar más allá de sus propios ombligos. Para gustos, colores.
Sin embargo algo está cambiando. La inconsciencia de los grandes partidos está afectando gravemente tanto a la situación del país como al estado de ánimo de los ciudadanos. No sólo la economía se está frenando, sino que las encuestas comienzan a girar respecto a las tendencias iniciales. El PP, aunque sigue ganando las elecciones, pierde ligeramente terreno e internamente la figura de Rajoy comienza a devaluarse de una manera que antes era impensable. El PSOE, en un intento de hacer malabarismos a muchas bandas y dando la sensación de querer obtener el poder a toda costa para doblegar demonios internos, pierde intención de voto y Susana Díaz acecha a Pedro Sánchez para descabezarle en cuanto suene la campana. Podemos está inmerso en una crisis interna inevitable por la cantidad de fuerzas y voces discordantes que componen su grupo y tanto esa anarquía como su actitud arrogante en las negociaciones les está restando intención de voto a marchas forzadas. Parece que el más beneficiado de todo este lamentable espectáculo es Ciudadanos, quien se repite a sí mismo que no puede fiarse demasiado de esas encuestas en vista de lo que les prometían el 20 D.
Todo este análisis superficial puede resultar más o menos didáctico, pero lo que de verdad interesa es saber qué va a pasar a partir de ahora.
Desde el principio he estado convencido de que no va a haber nuevas elecciones, sino que se va a llegar a un gran pacto entre los grandes partidos y Ciudadanos. No deja de ser una opinión, pero no hacerlo sería un fracaso para todos, y todos ellos lo saben. Ahora bien, hasta que el tiempo no se agote, todos van a seguir actuando para sus fieles seguidores según su guión establecido para, in extremis, llegar a un acuerdo que les muestre como los salvadores de la patria. ¿Difícil? ¿Arriesgado? ¿Inmaduro? Sí, sí y sí. Pero aunque inicialmente me alegre de no tener que apostar mi dinero a que esa opción vaya ocurrir, la realidad es que el coste de unas nuevas elecciones, el empeoramiento de la economía, el descrédito internacional del país, el frenazo de la recuperación y la amenaza de nuevos recortes hacen que en el fondo todos nos estemos jugando nuestro dinero.
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