Opinión

El aplauso a toda una generación que nos ha dejado en el silencio

El escenario epidemiológico que estamos padeciendo producto del COVID-19, comúnmente conocido como coronavirus, únicamente es comparable, salvando las distancias, al que asoló el mundo en el siglo XIX con la gripe.

Por aquel entonces, entre enero de 1918 y diciembre de 1920, respectivamente, la epidemia ocasionó la pandemia más mortal de la historia reciente. En dos años, un nuevo virus respiratorio proveniente de aves, contagió a uno de cada tres habitantes del planeta y la cifra trágica estimada de muertes se cuantificó en 50 millones.

En cambio, los efectos desencadenantes que está originando el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, son de inmensa gravedad desde los puntos de vista clínico, económico y social. Las gráficas indican que cada estado lucha contra el virus con sus propias armas y distintas consecuencias, según los tiempos de reacción ante los primeros coletazos de contaminados y fallecidos.

Y es que, los médicos y científicos tienen más que asumido, que el coronavirus es mucho más que una infección respiratoria, porque produce infartos, crisis epilépticas, ictus o males renales... en un virus poliédrico con diversas caras. De hecho, en el primer aluvión de la epidemia, se dedujo que no es como la gripe, no ya solo por su imponente mortandad, sino porque fácilmente se enmascara debilitando el sistema inmunitario, por lo que la enfermedad infecciosa se ceba principalmente con el colectivo más vulnerable: las personas mayores.

En esta tesitura, corren momentos delicados para todos, nadie se siente a salvo y cualquiera puede convertirse en el próximo positivo.

Entre el desconcierto que circunda y empantana la tragedia del coronavirus, una de las pocas certezas que se manejan, es que la edad avanzada, por sí misma, es un factor de riesgo y el sector más castigado. Por eso, al estar confinados en casa, existe un memorándum persistente hacia la debilidad de estas personas, que posiblemente los desmoraliza: el pequeño rellano de su domicilio es su frontera y el encierro total.


Un duelo inhumano como el que están soportando, ante un adversario microscópico que se ha llevado demasiadas vidas, sobre todo, personas octogenarias y nonagenarias que las incentiva a un temor real al contagio, como a los padecimientos y a la muerte más cruel sostenida en soledad.

Desgraciadamente, nuestros mayores cierran los ojos sin el alivio consolador de una mano o un beso de sus familiares.

Mismamente, el daño incontable que comporta la pérdida de un ser querido, no menos ingrato resulta el desgarro emocional de no despedirse con un último beso de consuelo y amor, por parte de los allegados en su hasta luego definitivo.

Actualmente, por el agravante del contagio, estas personas llevan el confinamiento en un rotundo desierto: distantes de sus lazos afectivos e íntegramente apartadas de su entorno. Un contexto que se agrava, porque la inmensa mayoría ha sufrido la pérdida de personas próximas, lo que nutre la sensación de inseguridad constante y amenaza a la vida.

Ante las expectativas de una vacuna que podría prolongarse varios meses, los psicoterapeutas y geriatras exponen que, si bien, el aislamiento y confinamiento son medidas efectivas que salvan muchas vidas, en caso de ser extremas para los más vulnerables, tendría graves repercusiones para su salud psíquica y física.

Primero, el aislamiento social prorrogado, sería el resquicio de acceso a un extenso margen de dificultades físicas y mentales nada cuantificables: el escabroso rompimiento con los automatismos habituales, la perplejidad en relación a lo que habría de venir o la información incesante por los medios de comunicación que los absorbe, conducirían a incuestionables problemas de ansiedad, perturbaciones del descanso y de la nutrición, depresión e incluso estrés postraumático.

Segundo, el confinamiento ampliado, adquiere secuelas colaterales fundamentalmente duras. La ausencia en las relaciones afectivas o la incomunicación, inacción física, la no exhibición al sol, la dejadez de los hábitos o la desaplicación de las comidas, son causas puntuales de esta encrucijada que podría convertirse en un mar de anomalías: agravamiento de alteraciones cognitivas preexistentes por la carencia de estímulos, apatía física por el reposo inmoderado, acentuación de la osteoporosis, infecciones por el abandono del aseo, mayor limitación para generar movimientos, inconvenientes metabólicos y cuadros psiquiátricos que aglutinan características exclusivas.

Más que nunca, pero menos que mañana, es inexcusable dar voz a nuestros mayores, porque ellas y ellos, son la demostración fehaciente de resistir en circunstancias muy hostiles. Vuestro cupo de entusiasmo se conserva indemne para colmar espacios y restablecer los muchos sufrimientos y sacrificios.

A nuestros mayores, el oro más preciado que poseemos, les debemos tanto, como la máxima admiración a los que materialmente se dejaron la piel por la España que conocemos.

Quienes combatieron en épocas y condiciones inimaginables; pugnando por resurgir de los infortunios de otras guerras y los que convinieron que otros, no nos asfixiasen bajo las confusas y turbulentas aguas de la pasada crisis económica.

¡Sí, son ellas y ellos!, nuestros mayores, a los que por instantes se les escapa la vida intentando tomar oxígeno, ante la criba por la partida de nacimiento.

Perceptiblemente, el Estado de Alarma ha dejado al descubierto las carencias y la insensibilidad de un sistema sanitario en el que el éxito reside en dejar en la cuneta a algunas y algunos, en este caso, a los mayores.

Como si los años acumulados conllevasen el destino de acabar en una bolsa mortuoria camino del cementerio o crematorio, en el más absoluto de los destierros. Considerándose los grandes olvidados y el último reducto del derecho a ser salvados; porque, aunque nos duela reconocerlo, progresivamente, la sociedad ha ido deshumanizándose con respecto al afecto a estas personas.

No nos olvidemos, que la calidad humana de una colectividad se valora por la protección que consagra a los más deleznables e indefensos; se trata de una responsabilidad que debemos atender, como si la vida pendiese de ello: literalmente, a ellas y ellos, en milésimas de segundos la vida se les desvanece.

A nuestros mayores en ninguna de las realidades inciertas hay que abandonarlos. Ni con anterioridad a que les irrumpiese una enfermedad, ni aún menos, terciándose una pandemia como la que hoy les aprisiona. De la misma manera, tampoco se les debe recortar ni uno solo de los medios materiales o humanos puestos para atenderlos, protegerlos y curarlos.

Paralelamente, hay que proporcionarles un trato primoroso, si cabe, preferencial, por lo mucho que nos dieron y nos continúan dando. Y como tales, se les debe de realizar como a los demás, los test de diagnóstico rápido de detección de anticuerpos.

Para vergüenza de quién o quiénes pudiera o pudiesen sentirse aludidos, por ser de justicia y de humanidad, al menos, hay que facilitarles un respirador con el que puedan respirar… La inmensa mayoría de las almas que se nos han marchado por el coronavirus, y a quienes con abatimiento y tormento no pudieron darle, si quiera, su despedida, pensemos, que dedicaron afanosamente su tiempo, bienes y dinero para educarnos, socorrernos y encaminarnos por los senderos de la vida.

Ellas y ellos, nos lo ofrecieron todo, incluso aquello que no nos correspondía y aun así, nos lo proporcionaron. Dotándonos con generosidad lo mejor que conservaban como un tesoro en vasijas de barro: su experiencia, paciencia y conocimiento.

Los mayores que se enfrentan a este padecimiento y que se debaten entre el ser o no ser ante un enemigo microscópico, en el mejor de los casos, estarán postrados en las camas de un centro sanitario dependiendo de un respirador artificial, cuando en trechos pasados, eran los mismos que vestidos de hambre, penurias e inmensa aflicción, contrapuntearon y vencieron a una bestia descomunal llamada Guerra Civil y a una larga postguerra.

¡Si desamparamos a nuestros mayores, estaremos renunciando a los valores que nos transfirieron! Si no velamos por los más frágiles, a ciencia cierta, podremos superar y curarnos de la pandemia, pero proseguiremos infectados como población y para tal adversidad, ninguna vacuna hay, exclusivamente, la conciencia, el mayor inquisidor entre el bien y el mal.

Es desolador contemplar el rastro de víctimas que el COVID-19 deja tras de sí en cualesquiera de los rincones de la Tierra. El quebranto es colosal, pero, ante esta espantosa mortandad, aún hay bastante por hacer y que debe incentivarnos.

Me explico: inmersos en el siglo XXI, resulta inconcebible que no se realicen los test rápidos a las personas mayores que se encuentran en las casas, residencias o áreas remotas con pluripatología y dependencia, para al menos, contrastar si están o no infectadas y por consiguiente, actuar a tiempo con las premisas adecuadas, al objeto de socorrerlas y ampararlas, como justamente ocurre con otros individuos de cualquier franja de edad.

Con estos mimbres, si algo tenemos en común los ciudadanos sumidos en esta crisis sin parangón, es que este virus está vapuleando despiadadamente a ese árbol robusto con hojas efímeras que encarna a la familia: la primera escuela de la vida.

Y lo ha hecho en sus raíces, arremetiendo frontalmente en la parte más sensible. En otras palabras: arrebatándonos cruentamente el lazo que nos mantiene afianzados a nuestro origen: los mayores.

En infinidad de ocasiones con historias desgarradas, sin una simple ceremonia para quienes nos han hecho ser lo que hoy somos; partiendo en el silencio contenido y pudiéndoles llorar en el recuerdo emocionado del confinamiento, tan imprescindible como ineludible para estabilizar la propagación.

Nuestros mayores, valga la redundancia, son nuestra memoria viva como sociedad irreprochable: madres, padres, abuelas y abuelos. O nuestros tíos y el amigo de nuestros padres o abuelas. En definitiva, esas gentes resueltas y atrevidas que sostienen como buenamente pueden su guerra particular, en momentos atroces en cuanto a su letalidad.

Bien, porque el coronavirus les aqueja en su organismo, o porque las prevenciones sanitarias aconsejadas por las autoridades, han conllevado inexorablemente a que el confinamiento se extienda y les haga prorrogar la agonía de estar separados de hijos, nietos, sobrinos, etc., durante semanas a su juicio inacabables.

Estos son ellas y ellos, nuestros mayores, por los que con lágrimas de tristeza sentimos su vacío físico, pero, también, su presencia espiritual colmada en el cielo: la vanguardia, el primer escudo y la fuerza de choque; la generación que ha convivido con una cultura de voluntades denodadas como ninguna otra; esa que nos ha aportado el Estado de Bienestar y por la que sentimos la claridad y la fuerza de tantos recuerdos, que nos trasladan a una infancia y madurez dorados, bañados por la sabiduría y la ternura de esas manos rugosas inseparables.

¡Sí! Nuestros padres y abuelos, para quienes este pasaje se tiñe de glorias con un sentido pésame y reconocimiento, en el que los miramos como un espejo para descubrir sus pasos esforzados.

Mientras algunos se asieron al comedimiento y engrandecieron una Patria arruinada por la Guerra Civil, otros, subsistieron en su niñez y primera juventud en los últimos coletazos de la postguerra con la dictadura en su pleno auge, llenos de miseria, donde la cartilla de racionamiento marcaba el límite superior de los productos básicos de alimentación y primera necesidad permitidos, hasta aferrarse a la sensatez de los años de la Transición y el pórtico que habría de llegar de la democracia, para que sus hijos pudieran tener todo lo que ellos ni siquiera habían soñado.

Esas y esos, que nos allanaron los derroteros para que perdurásemos en una España mejor que la que les había tocado remar contra corriente, estaban dispuestos a fundirse como compatriotas habiendo peleado en diferentes trincheras, porque ante todo, creían en el futuro de un gran país.

Ellas y ellos, a los que el virus ha matado, además de estar a la vera de las personas más apuradas, nos disciplinaron en unos valores que, tal vez, por las turbulencias de la globalización, no hemos sido capaces de transmitir con el brío, empeño y respeto de los que nos acompañan en todas sus vertientes.

¡Qué mayor modelo nos pudieron transferir! Entonces, los vecinos se consideraban como la familia, porque la simplicidad contrastaba el relato de sus vidas. Enseñándonos otra variante inimitable: para consolidar la paz y prosperar como nación, era inapelable respetar y escuchar el sentir de los demás. Así, con sus argumentos vislumbramos como un territorio con tantísimas divergencias en sus fuerzas políticas, estuvo a la altura para dialogar y cultivar un clima de concordia en el que se prosperaba y jamás se retrocedía.

Estos son ellas y ellos, los que tenían definidos sus ideales que hicieron valer en la intimidad del hogar, porque habían trasegado con zozobra. Y cuando llegó la hora irrevocable, apuntalaron los valores democráticos dándonos una lección magistral: el resentimiento es nefasto y no es válido para avanzar.

Estas son las huellas de quienes se nos han ido y dieron un paso al frente para escuchar a los que cuestionaban el frontispicio de la democracia, comprendiendo en esas discrepancias los cimientos que promoverían el Estado Social y Democrático de Derecho que hemos conquistado.

Con profundo pesar, quisiera estar convencido que la cultura de la muerte como el aborto, la eugenesia o la eutanasia disminuyen ante la cultura de la vida, la ilusión, el cariño y el espíritu de servicio que nos vigoriza, termine sofocando el gregarismo del hombre disfrazado de egoísmo.

Ya que no podemos rendirles el tributo que merecen por las coyunturas consabidas, al menos, podríamos encauzar la trayectoria del barco heredado que parece abocado a la deriva. Porque, ellas y ellos, los que se nos mueren por el coronavirus, son los mismos que atendieron delicadamente a nuestros hijos y con encanto les enseñaron a rezar.

En esta catarsis emocional, mental y espiritual, amén de arrebatarnos tantos abrazos perdidos, podría desbaratarse todo lo frívolo y materialista que desde hace décadas contamina a la aldea global.

Cuando esta pesadilla quede atrás y regresemos a las vías, calles y avenidas, o bromeemos entre las aglomeraciones, o nos estrechemos al encontrarnos casualmente y algún codazo surja con las premuras..., no estaría de más que nos acordásemos de los que lo dieron todo para que perseveráramos en la obra maravillosa, única e irrepetible hecha por Dios: el amor para vivir en plenitud.

Los que aún dispongamos de este privilegio, besemos y abracemos a nuestros padres y abuelos, aunque sea con gestos intrascendentes en el alejamiento. Gocemos cada minuto de su compañía, expresándoles por miles y miles ‘cuanto te quiero’, implorándoles que vuelvan a redundar en ese diario tantas veces relatado y que nos sabemos al dedillo, pero que les hace muy felices al rememorarlo; porque, quizás, mañana, pueda ser tarde.

Consecuentemente, en la descripción de crudeza que ha desatado la pandemia, los españoles lloramos con angustia y sobrecogimiento el adiós de mujeres y hombres que pertenecieron a una generación de oro y de la que me quedarían infinitud de realces para engrandecerlos en su justa medida, tanto las cualidades, como las capacidades y aptitudes que lo hacen infinitamente más esplendorosos.

A todas y todos, el virus les ha arrebatado el último trance, ese en que el misterio inescrutable de la vida les reserva una pausa y que hasta ahora les había negado: la muerte. Detrás de cada sueño eterno, hay un rostro y un alma que entierra una cruzada infernal como el coronavirus.

Reconocer el coraje, atrevimiento y determinación de nuestros héroes que salieron victoriosos de otros episodios arduos como los que se han citado, es apreciar el aliento vivificante de las personas mayores para ganar a esta otra batalla que tenemos por delante.

Es innegable, que con vuestras pocas fuerzas volvéis a desafiar un virus diabólico que os ha reportado a un mal no menor y en los que anhelaríais apretar a vuestros hijos, nietos y biznietos. ¡Desde el reino celestial, ya lo hacéis!

Hoy, nuestras flores no destilan la fragancia que desearíamos porque están en la distancia, pero sí que tienen un corazón palpitante y rebosante por los muchos elogios que os merecéis. En ellas, las flores que os ofrecemos, se nos unen las ganas de daros un fuerte abrazo y un hasta siempre donde juntos, nos volveremos a emocionar.

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