Tal día como hoy, 26 de julio de 1875, nació en Sevilla el poeta Antonio Machado. Coincide con una jornada muy popular para la ciudad, pues, en Triana, de donde procedía la parturienta, se viven las fiestas dedicadas a la patrona del barrio, Santa Ana. Como se canta en la famosa seguiriya, es con Santiago, uno de esos dos días bien “señalaitos”. A este lado del Guadalquivir, los parroquianos las denominan ‘la velá’. Es una feria como la de primavera, pero en pequeño.
El recién nacido es el segundo de los hijos de doña Ana y del que fue más conocido entre los folcloristas, con el seudónimo de ‘Demófilo’. El primogénito de la pareja había sido Manuel, que apenas se distancia de su hermano un año. Después, a lo largo de una década, doña Ana parió ocho veces más. Unos, son de Sevilla, otros madrileños. No todos sobrevivieron. Pero lo que siempre han destacado los biógrafos, es la unión que mantuvieron Antonio y Manuel, como si fueran siameses. Hasta que la Guerra Civil española les obligó a recorrer caminos diferentes y a tomar decisiones ideológicas casi opuestas.
En la familia Machado, cuando muere de octogenario, el abuelo (también llamado Antonio) es el patriarca de todos ellos, pues sustenta con su sueldo de catedrático la totalidad de los gastos que ocasionaba aquella pequeña tribu. Al viejo masón se le debe la difusión de las teorías evolucionistas de Darwin en España. Todos vivieron juntos , y en las mismas casas, alquiladas, lo mismo en Sevilla que en Madrid. Sin embargo, cuando nace Antonio, nuestro hoy recordado poeta, el joven matrimonio tiene, en calidad de arriendo, unas habitaciones en los bajos del Palacio de Dueñas, propiedad de los Duques de Alba. Ian Gibson, el hispanista, siempre ha puesto en duda que “Demófilo” fuese, algo así como administrador de aquella finca. Al menos, dice, no halló nunca documentación que lo afirme. Con todo, Dueñas será para Antonio, como para Manuel, el paraíso perdido; el escenario evocador de una etapa, de cuando fue niño y que se haría más tarde materia poética en el famoso “Retrato” (“mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla…”), también en varias cuartetas como “pobre limonero de fruto amarillo…”, para estallar lleno de emotividad en: “fresco naranjo del patio querido, siempre en mi recuerdo”. Y al reencuentro con ese escenario se encaminaría Antonio, ya adulto, en una visita a Sevilla, topándose con la prohibición de un sirviente que no le permite atravesar el umbral. Aquello lo hirió profundamente.
Decididos a cambiar de lugar, por si, también, mudaran de suerte, el capitán de aquella nave que hacia aguas, el viejo catedrático, determina trasladarse a la capital del país. Todos. Como en Sevilla, cambios frecuentes de domicilios. Al principio, cerca de la Institución Libre de Enseñanza para que sus nietos reciban una educación liberal y laica. Los niños parecen felices con la enseñanza, no así cuando se trasladaron a los institutos, en los que no disimulan su inadaptación. Puede que parte de la culpa la tengan las penurias que están pasando y que, evidentemente, influirán en los futuros poetas. Manuel y Antonio repiten cursos y hasta llegan a abandonar los estudios. Poco conocido es que Antonio no lograse el título de bachiller hasta que tiene 25 años y la carrera universitaria no la acabará hasta los 48. Será el autodictadismo quien supla a als lógicas lagunas en conocimientos, que ellos resuelven con una insaciable sed de lecturas; algunos viajes y, en especial, intercambiando opiniones con esos amigos de tertulias y de colaboraciones en periódicos, como Ruben Darío, Valle-Inclán, Unamuno o Juan Ramón Jiménez, entre otros.
Pero cuando el abuelo muere (antes ha tenido que pasar por el desgraciado trance de ver el final de su hijo “Demófilo”) la barcaza que solo él remaba, a partir de ahora, el rumbo lo fijarán dos mujeres suegra y nuera, pues Manuel, al igual que Antonio, son jóvenes de veinte años que se presentan como hombres sin oficios ni beneficios: disfrutando de una vida muelle que no pueden costear, la de la bohemia madrileña, donde creen hallar esa huida de un panorama desolador. Juan Ramón Jiménez, tan incisivo en rechazar estéticamente lo que no le gusta, supo, como pocos, describir en qué estado de indigencia estaban los Machado cuando visita la casa madrileña por primera vez. “Entré a una habitación en la que solo quedaban los restos de una mesa, bueno, que había sido mesa, en la cual había un vieja palmatoria sin vela. De allí pasé a un cuarto y me dice Antonio “siéntate Juanito, siéntate”. Yo miré en torno y ví una butaca que tenía un agujero en el fondo, que no servía para sentarse; una silla sobre la cúal estaba una gatita con sus gatitos pequeños, y otra silla sobre la cual había…¡un huevo frito!, de varios días, que estaba allí seco, pegado”.
Antonio tardará en cambiar su existencia unos años más. Lo consigue cuando logra una plaza de profesor de francés en Soria. Allí conoce a Leonor. Estamos en 1907, tiene 32 años. Ya había aparecido su primer libro, “Soledades”, sin mucha repercusión pese a las excelentes críticas de Unamuno y del mismo Juan Ramón. Antonio se muestra inestable como hombre y como poeta. Por ello decide no continuar escribiendo. Mi amigo Enrique Baltanás ha dado con las claves de ese poemario y cuáles son las obsesiones del escritor: nostalgia por la felicidad perdida; por una juventud malgastada; por los sueños esfumados y porque lo que deseaba no se había cumplido. Únase un erotismo insatisfecho, la frustración amorosa, el miedo a la muerte y, fundamentalmente, morir sin haber vivido. Leonor, su joven esposa, aún no se ha hecho presencia real en el poeta.
Por Soria deambula el escritor, sin apenas hablar con nadie, mostrándose exquisito en sus modales. Eso sí, desaliñado en el vestir. Un tipo raro. Sus alumnos lo apodan “el solitario”. Otra vez, Juan Ramón lo retrata a la perfección, cuando el de Moguer está recluido en un hospital y una monjita, remedo de la bobalicona doña Inés, la del Tenorio, le recrimina al autor de “Platero y yo” como tiene aquellos amigos que le visitan. Entre ellos, Antonio: “Don Juan, ¿por qué los recibe? le recrimina con voz entre melíflua y celestial.
Con seguridad, aquel día Antonio Machado iría con un gabán viejo y descolorido; que solo conservaba uno o dos botones, abrochados equivocadamente, y debajo, los pantalones sujetos por una cuerda, la bragueta entreabierta, como para enrojecer a una dama o a una sierva del Altísimo, que ignoraba estar delante de un ser íntegro como persona y genial como literato.
Seguiremos con el tema. Ya habrá ocasiones. Por hoy bastará con recordarlo.
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