Opinión

La antesala de una dictadura represiva de casi cuarenta años

Ocho décadas más tarde o lo que es lo mismo, el 1 de abril de 1939, comenzaría a escribirse uno de los episodios más sombríos de la historia moderna de España, por lo que a posteriori iba a conllevar y, que, poco a poco, iría incorporándose en las páginas de los diccionarios, enciclopedias o libros de texto, como la jornada en que se dio por finalizada la Guerra Civil española en una lucha implacable entre el bando republicano y el bando nacional insurgente, que al mismo tiempo, se iba a convertir en la antesala de una eterna dictadura militar de casi cuarenta años.

Aunque, tan solo cinco meses después, ya se había entretejido el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, una destrucción a gran escala.

En el transcurrir de los tiempos, ahí ha quedado aquel escueto, pero, galopante parte oficial de guerra del bando franquista desde la Sección de Operaciones del Estado Mayor del Cuartel General del Generalísimo, que sería refrendado en Burgos en la fecha inicialmente citada y en el Año de la Victoria, con el que Francisco Franco daba por culminada aquella feroz guerra. Literalmente dicho documento anunciaba: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

Por fin, había llegado el punto y final de una guerra anunciada, que se había iniciado el 18 de julio de 1936 con una rebelión militar, pretendiendo hacerse con la autoridad que detentaba el gobierno democrático de la República.

Corría los inicios del año 1939, cuando el escenario de la facción republicana comenzó a hacerse insostenible, coyuntura que desencadenó con la caída de Cataluña. Desde aquel mismo instante, las divergencias internas habidas se fueron incorporando al reconocimiento internacional del gobierno franquista, lo que produjo en las postrimerías de marzo la rendición irrevocable de la República.

Actualmente, para rescatar aquella memoria histórica y combatir contra el olvido de las numerosas víctimas, no queda más remedio que hacer referencia a 2 años, 8 meses y 11 días de ensangrentada acometividad. En total, nada más y nada menos, que novecientas ochenta y siete jornadas que sesgaron a esta sociedad y que hicieron castigar a miles de personas a un éxodo sin retorno.

Es decir, lo que aquí se describe, forma parte de una acción criminal con cerca de mil días de intensa lucha, enjugada con más de 600.000 fallecidos, entre los cuales, 100.000 atañen al sometimiento librado por los militares amotinados y 55.000 a la intemperancia ocurrida en el sector republicano. Luego, el desplome de las fuerzas republicanas acarrearía que centenares de miles de soldados fueran trasladados a cárceles e improvisados campos de concentración.

Así, entre la última etapa de 1939 y en el curso de 1949, las fuentes oficiales establecieron en más de 270.000 encarcelados, una cantidad que decreció de manera continuada en los dos años consecutivos, debido mayoritariamente a las repetidas ejecuciones realizadas y a los miles de muertos como consecuencia de las enfermedades y la desnutrición. Sin obviar, las 50.000 personas que fueron aniquiladas respectivamente, entre 1939 y 1946.

En el holocausto español, tal como lo menciona el analista británico Paul Preston, las crueles purgas materializadas, tanto en los primeros meses como en cuanto se dio por acabado este conflicto, se concretaron en un final aterrador, con algo más de 20.000 vidas, que, a duras penas fueron conducidas a fosas comunes.

Valorándose en 200.000 los caídos en acciones de combate y un guarismo equivalente para los asesinados y exterminados, de los cuales, se encontrarían unos 150.000 cadáveres del lado franquista.

Asimismo, este más que doloroso capítulo que sumergió a España en una compleja encrucijada de pasiones, nos desvela otras fricciones que fueron deplorables en el transcurrir de los acontecimientos. Me refiero a la desbandada de decenas de miles de exiliados republicanos en dirección a Francia, México, Norte de África, Rusia o Estados Unidos. Hecho puntual que conjeturó una verdadera diáspora de grandes masas, evaluada poco más o menos, en unas 480.000 personas pertenecientes a la clase social, política y económica, como a trabajadores o amas de casa e intelectuales.

A algunas de estas personas, pronto les esperaría otras calamidades, ya que tan solo con el paso de cinco meses, descargaría vorazmente la Segunda Guerra Mundial.

Pero, todavía quedaría la postguerra, el periodo más apesadumbrado de la historia reciente de España, donde la devastación del hambre y la miseria junto a la susceptibilidad, hicieron verdaderos estragos en una población traumatizada que hubo de enfrentarse a trabajos forzados, encarcelamientos y fusilamientos.

A esta Nación que es España, no le quedaba otra que rehacerse de las propias cenizas, pero, sobre todo, a embargarse en un sentimiento generalizado enjugado con lágrimas, hasta reflexionar que nunca más otra guerra hiciera retar a estas dos Españas.

Hoy, las vicisitudes indicadoras de la Guerra Civil, han sido más que desenmascaradas y, posteriormente, desarrolladas de manera irrefutable, pero esta parte crucial de la historia de España no es un terreno exclusivo para historiadores, analistas, cronistas o archiveros e incluso escritores, y, de cualquier forma, lo que gradualmente se ha ido profundizando en universidades, institutos y colegios, no puede ser igual que para quiénes nacieron durante el tiempo de la dictadura o en los inicios de la Transición, que los reubicaría a las puertas de la democracia que hoy favorablemente transitamos.

Tras ochenta años de la finalización de este conflicto incalificable, una parte significativa de la sociedad española continúa arrinconando la verdad de lo acontecido, porque, ya con anterioridad, la dictadura franquista se encomendó en la tarea de falsear toda la verdad de lo acaecido, satanizando a la República y ensalzando la labor practicada por ellos mismos, en calidad de golpistas.

Los historiadores de soslayos franquistas y sus sucesores, argumentan con argucia este levantamiento militar por el entorno insostenible de desconcierto y violencia, pero, también, por la influencia de las instituciones religiosas en los asuntos políticos y de la sociedad, que, según ellos, se padeció durante la etapa republicana.

Las razones y sucesos constatados, corroboran que una buena parte de la derecha se comprometió a poner fin a la República el mismo día que esta fue aclamada, emprendiéndose inmediatamente un complot. Toda vez, que la semilla de esta aversión se encierra en la supremacía del poder y en el señor don dinero.

Entre tanto, este nuevo régimen coaccionaba el histórico statu quo de los estamentos que habían conducido a España en diversas épocas, distinguiéndose la oligarquía económica o los terratenientes, como el ejército y la propia Iglesia católica.


Con esta tesitura, la República se planeaba entre otros propósitos, como una intrigante revolución agraria que en cierta manera hiciera desaparecer el contexto de penuria que soportaban más de dos millones de jornaleros, como, de la misma manera, una reforma militar que democratizara el ejército y erradicara a los integrantes insurrectos.

Tampoco iba a ser menos, la necesidad de una restauración religiosa que acabara con las prerrogativas de la Iglesia y la desposeyera sobre el mando de la educación e igualmente, una descentralización del poder que, según se reflejaba en el Título Preliminar de las Disposiciones Generales del artículo primero de la Constitución de la República española de 1931: “La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones”.

A lo expuesto, hay que añadir otra ofensa contra el dueño y poseedor de la España de aquel tiempo, el hombre. En escasamente dos años, la República logró equiparar a la mujer en derechos y libertades, otorgándole la capacidad de voto e incluso haciéndolo antes que Francia o Grecia.

Fueron los siguientes meses, los que registraron entre sus memorias la mayor parte de crímenes a religiosos y la desaparición de santuarios, como réplica inaceptable a la ayuda inmediata que la Iglesia ofreció a los revolucionarios. Esta circunstancia progresivamente se fue normalizando y las autoridades republicanas no solo combatieron contra cualquier exceso perpetrado por sus tropas, sino, que, del mismo modo, radicalmente se pronunciaron ante los culpables.

Por otro lado, el bloque franquista monopolizó despiadadamente el pánico como instrumento de conflagración. Los múltiples homicidios, las incontables violaciones de mujeres y las repetidas torturas que se cometían a diario, formaban parte de la maniobra esgrimida por sus dirigentes para aniquilar y, de paso, reducir al adversario. Difícilmente pudieron abortar esta criba, concejales, alcaldes, diputados o maestros y componentes de las organizaciones republicanas, que eran exterminados a la mayor brevedad. No se trataba por lo tanto de una política oculta, porque los generales rebeldes abiertamente presumían de ella.

Ya no quedaba duda, que esta pugna había sido calculada como un desafío fulminante en toda regla, hasta transformarse en un tormento permanente.

En cierto modo, un choque de trincheras y de deterioro abrumador e irrisoria creatividad operativa. Quizás, el punto de inflexión radicó a los seis meses de detonar el conflicto, con la frustración nacional tras la toma de Madrid. Ello lo propició, la defensa irrevocable de los republicanos y la consiguiente recalada de las Brigadas Internacionales que forzaron a Franco a desistir, emprendiendo una aproximación ingeniosa y bien guarnecida, que a consta de un tributo de sangre quedaba conquistada.

El ensanche progresivo de esta pugna auspició la injerencia de actores internacionales como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y Francia, que respaldaron al bando republicano; mientras que la Alemania nazi, la Italia fascista y la Portugal salazarista, se dispusieron en el lado de los sublevados.

Transcurrido el fiasco de la capital de España, el frente nacional se trasladó al Norte, donde más tarde consiguió fragmentar el cordón de Bilbao y ganar en la segunda ofensiva de Teruel. Toda vez, que el desenlace decisivo de esta guerra se daba en la primavera de 1938, con la batalla del Ebro. En ella, la facción republicana se presentó con todo su potencial y la operación se tradujo en la más cruenta. Las bajas en ambos bandos fueron por doquier cuantiosas, pero, para la parte republicana que no había gestionado acertadamente sus recursos, derivaría en mortal de necesidad.

Con la caída de Barcelona, los últimos líderes republicanos fueron partiendo exiliados a Francia y la República quedaba a merced del eje Madrid-Valencia, con Negrín delante. Equidistante y en un parsimonioso malestar, Julián Besteiro se impuso a Negrín en una reyerta del grupo republicano, que reivindicaría una paz decorosa que le fue refutada.

Consecuentemente, para los españoles esta guerra ha quedado remotamente en la historia, la alusión que de ella se pueda hacer, irremediablemente nos traslada a la deshumanización observada en las dos caras de España y, como no, por la horripilante violencia que se produjo. Las facciones que compitieron eran tan contrarias desde la visión de sus ideales, cómo en la fórmula que pretendían establecer con el Estado y la sociedad, estando implicadas con aspiraciones que dificultaron cualquier indicio de acuerdo, por lo que, en último lugar, decidieron tomar las armas.

De igual forma, el horizonte internacional no fue el más favorable para que transigiera un pequeño resquicio a la negociación, unas condiciones inestables que en aquellos momentos erraban acuciantemente, debido a la crisis de las democracias y al desbordamiento del comunismo y el fascismo que continuaban irrumpiendo.

Hasta julio del año 1936, España era un estado aparentemente secundario. Pero, todo comenzaría velozmente a revertirse, cuando esta crisis se instaló en el foco de atención de las principales potencias del viejo continente, quedando la opinión pública atomizada y pasando a ser el emblema principal de los duelos entre el fascismo, el comunismo y la democracia. Lo que en un principio parecía una complejidad entre la ciudadanía de una misma nación, se iría canalizando en una movilización con participantes mundiales.

De hecho, el contexto global no era el más pertinente para el establecimiento de una República, pero, serían los tiempos, la trayectoria y el alcance definitivo, los que puntearían a la Guerra Civil española.

La Depresión se había cebado con el extremismo e idénticamente estaba socavando la convicción en el liberalismo y la democracia. Conjuntamente, el ascenso al poder de Adolf Hitler y la ideología nazi en Alemania, fusionado a las políticas de rearme armamentístico promovida por estos estados, generaron una atmósfera de fluctuación y conflictos que debilitó la seguridad internacional.

Con esta apología, en España no sólo tomaría tierra todo tipo de armas y pertrechos de guerra, sino, también, cientos de voluntarios extranjeros alistados y preparados en las Brigadas Internacionales por la Internacional Comunista, que advirtieron la repercusión de este precedente, con el afán de muchos antifascistas de contribuir en esta disputa encarnizada.

Vista la intromisión rusa y de las Brigadas Internacionales, los nazis y fascistas ampliaron la ayuda de material a las unidades de Franco e igualmente, trasladaron a miles de soldados profesionales y contendientes voluntarios.

La guerra, ya no era tan solo una cuestión interna de España, sino, que, se popularizó como la pólvora y con ello se disfrazó de infundada y descabellada. Porque, en esos años de rearme y de presagio en la cercanía de la Segunda Guerra Mundial, este espacio peninsular se convirtió en cómplice de ensayos armamentísticos de todo tipo.

La agenda que se libraba en la Europa de estos años espinosos y la de otras Repúblicas que no supieron conservarse como regímenes democráticos, lo más razonado, es que la República española nunca hubiera logrado mantenerse activa.

Este indicativo, a duras penas podría cuestionarse, porque la insurrección militar tuvo la singularidad de inducir a una quiebra en el interior del ejército y de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Y al ejecutarse, se abrió la brecha para que distintos grupos armados contendieran por defender el dominio.

El Estado republicano declinó, el orden se fracturó y un tumulto violento y demoledor se agrandó como la erupción de un volcán por las urbes donde la rebeldía había naufragado. En cambio, en donde prosperó, los militares supieron poner en curso un plan de turbación que físicamente devoró a sus contrincantes políticos e ideológicos. De esta forma, la guerra se consumó con la victoria abrumadora de una facción sobre otra, un triunfo coligado a los abusos y monstruosidades que se amplificaría acuciosamente en casi la totalidad de los estados de Europa.

La victoria absoluta de las tropas de Franco, abrió la última de las dictaduras que se instauraron previamente a la guerra mundial.

Esta opresión como la de Hitler, Mussolini u otros tiranos derechistas de estos tiempos, se apuntaló en el repudio de amplias esferas de la sociedad a la democracia liberal y la revolución, quiénes a cambio reclamaban, un desenlace arbitrario que sostuviera el orden y tonificara al Estado.

La llamada al fanatismo y la aniquilación del enemigo, fueron las consignas incesantes en la dictadura que se encumbró y que iría expandiéndose en el tiempo. Por eso, la sociedad que resultó del franquismo y la que paulatinamente ha ido progresando en los valores democráticos, exhibe muestras más que eminentes de total indiferencia hacia la causa de las víctimas.

Que los lances de la historia en ninguna ocasión nos hayan llegado en estado puro, es un principio más que evidente, pero, posicionándonos que la verdad absoluta es inaccesible, es posible revelar moderadamente las veracidades, aunque sean improcedentes e inestables, porque en parte nos permiten interpretar su legado.

Años después de tantísimas tentativas por recuperar estas circunstancias más que espeluznantes y las vidas de quiénes fueron testigos, intensificando en el origen, las fuentes y las metodologías que la han justificado, al menos, a día de hoy, existen algunas verdades congruentes y bastantes contundentes sobre la Guerra Civil española.

Amén de divulgar la consternación que la guerra y la dictadura engendraron y de resarcir a las víctimas durante tantísimo tiempo postergadas, allende del recuerdo legítimo y de la tragedia de los que soportaron el terror, las generaciones venideras echarán cuenta de esta historia por los volúmenes, documentaciones o material fotográfico y audiovisual que custodiemos y transfiramos. Eso es lo que demandaríamos para proseguir reconstruyendo los fragmentos de un pretérito que aún falta por recuperar.

Sin embargo, la propaganda encarnada en los dos bandos y en un mismo artificio, constituyeron la doctrina y las intenciones de las dos facciones contrapuestas. Un método que manifestaba propuestas políticas, además de resentimientos y creencias, pero, la opinión, es otro debate.

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