Opinión

Anomia

No resulta muy esperanzador el panorama ambiental, político, económico y social que tenemos delante. La situación medioambiental mundial es muy preocupante. El cambio climático se ha acelerado en los últimos tiempos, a pesar de los llamamientos de la comunidad científica y la sociedad civil para reducir las emisiones de los gases efecto invernadero. Las consecuencias son cada día más palpables. Los huracanes se han vuelto más frecuentes y destructivos, la sequía se ha extendido por el planeta y cuando llueve lo hace de manera torrencial causando pérdidas humanas y materiales. La pertinaz sequía, junto a unas desacostumbradas altas temperaturas y una elevada sequedad ambiental han creado la atmósfera propicia para que los pirómanos hayan provocado infernales incendios forestales en el noroeste de España y en Portugal. Se han perdido vidas humanas y se han destruido bosques que tardaron muchos siglos en conformarse. La imagen de estos espacios forestales tras los incendios es descorazonadora.

El pasado viernes me fui a contemplar el amanecer a la cala del Amor, en el Sarchal. Pensé allí que buena parte del daño que le infringimos a la naturaleza tiene que ver con la ignorancia generalizada sobre la propia condición humana. A muchos se les ha hecho creer que la naturaleza está a nuestro servicio, cuando es justo al revés. Somos nosotros los que debemos ponernos al servicio de la naturaleza. Somos la consciencia del cosmos, el órgano del que se sirve la naturaleza para expresarse y dar forma a su plan divino. Ella es nuestra inspiración y nosotros su más excelsa obra. Estamos aquí para contribuir al despliegue de un propósito que trasciende a nuestra limitada comprensión de lo que nos rodea.

No me sentía con más derecho sobre la tierra que los peces que observaba nadando sobre la superficie marina. Ellos tienen el mismo derecho que yo, o cualquiera de nosotros, a nacer, vivir y reproducirse para que la vida no se detenga y se transmita de una generación a otra en su imparable evolución. Somos el fruto de una chispa de vida que se encendió sobre la tierra y que ha dado lugar a multitud de distintas formas de vida. Todas y cada una de ellas ha jugado y juega un papel en el aludido plan cósmico. Eliminar alguna de estas formas de vida supone poner en peligro el propio desarrollo y continuidad de la vida.

Los peces de los que les hablo tienen sus derechos y sus deberes, como también los tienen los delfines, las gaviotas y los limoniums, que me detuve a mirar el pasado viernes. Nosotros tenemos derechos y deberes propios de nuestra especie. Contamos con el derecho de nacer, de alimentarnos con los frutos de la naturaleza, de crecer y reproducirnos, como el resto de seres de la naturaleza. Pero a estos derechos universales de los seres vivos hay que añadirles los derechos de la percepción sensitiva consciente, el de las emociones, el del pensamiento y la expresión artística. Somos capaces de pensar, sentir, actuar y expresarnos como ninguna otra criatura de la naturaleza. Esto hace que nuestros deberes sean también superiores. No podemos tratar a la naturaleza, y a nosotros mismos, como lo estamos haciendo. Puede que la toma de conciencia del daño que le causamos al medioambiente constituya un paso previsto y necesario en la evolución de la consciencia humana.

Va siendo hora de que despertemos y dejemos atrás la pesadilla de la destrucción de la tierra, las guerras, el hambre, la pobreza, las desigualdades sociales, el terrorismo y el fanatismo religioso e ideológico. Es hora de que abramos los ojos y contemplemos gozosos y admirados la belleza de todo cuanto nos rodea. Tenemos que levantarnos para ver el mundo en toda su majestuosidad y emocionarnos ante toda su bondad, verdad y belleza.

Una vez recuperada la conciencia de lo que somos, y asumido nuestro papel en la tierra, es necesario emprender cuanto antes la restauración y reparación de todo el daño que le hemos causado a la naturaleza. Tenemos por delante una ardua tarea que no podemos demorar por más tiempo. Nos va en ello la propia continuidad de la vida. En el caso de Ceuta, el trabajo que no espera es de una magnitud destacable. Hemos deformado el paisaje hasta hacerlo prácticamente irreconocible. Una enorme masa de edificios en perfecta desarmonía ocupa hasta el último metro cuadrado disponible del istmo, la Almina y buena parte del Campo Exterior. Al Monte Hacho se le ha dado importantes bocados y el espacio forestal de Calamocarro y Benzú está sitiado por la lengua de construcciones que avanza a pasos agigantados.

Muchos arroyos han sido colmatados para transformarlos en carreteras o se han convertido en vasos de vertederos incontrolados. Los residuos y basuras de todo tipo se esparcen por todos los rincones de la ciudad y el campo. Hasta los escarpados acantilados costeros se han convertido en rampas para el lanzamiento de todo tipo de objetos que terminan en la orilla del mar. Un mar que escupe, en los días de levante, toda la basura que le arrojan los insensibles e ignorantes habitantes de las zonas costeras del Estrecho de Gibraltar. Esta basura viene mezclada con las algas invasoras que han colonizado en poco tiempo los fondos marinos. Pero a pocos parece preocuparle este fenómeno que ha alterado el delicado equilibrio ecológico del patrimonio natural marino de Ceuta. Andan más preocupados en contentar a una ciudadanía centrada en sus asuntos individuales y su propia satisfacción egóica.

Las costas ceutíes siguen manchadas con el fuel arrojado, desde tierra o desde el mar, por las empresas petrolíferas, a las que las administraciones perdonan sus fechorías. A distinta escala, vivimos en una completa anomia. Aquí nadie respeta las leyes. Barriadas enteras han crecido al margen de las normativas urbanísticas. Y ahora no hay manera de resolver el entuerto. Tanto insistir en los derechos y tan poco en los deberes ha llevado a que algunos hayan decidido asaltar viviendas que tienen sus legítimos propietarios. Sin orden cualquier cuerpo social muere y se descompone. Para evitarlo las sociedades avanzadas nos hemos dotado de normas y leyes, así como de instituciones encargadas de velar por su cumplimiento y tomar las medidas para recuperar el orden perdido. Cunde la zozobra y la inquietud generalizada cuando los ciudadanos observan que las leyes no se cumplen y que los infractores quedan impunes.

Muchos ciudadanos estamos empezando a pensar que no tiene mucho sentido pagar tantos impuestos para mantener unas administraciones tan costosas como ineficientes. Multitud de problemas nos afectan sin que se solucionen y, lo que es peor, se agravan con el tiempo. Hay asuntos de distinta enjundia. Desde la imposibilidad de pasear por la calle ante la continua presencia de heces de animales o de las basuras que cierran el paso en las aceras, hasta el permanente desbarajuste en la frontera. Siendo de distinta magnitud los problemas no lo son menos las soluciones. Para acabar con el problema de las heces basta con que la policía local haga su trabajo y sancione a los infractores. Podrían hacer lo mismo con los cartones que dejan en cualquier lado algunos comerciantes o, si es necesario, que sancionen a la empresa encargada de la recogida de los residuos si no hace bien su trabajo.

Otro caso distinto es el de frontera. Aquí entran en juego otras circunstancias y otros implicados. Nadie niega la complejidad de este asunto. Lo que no es tolerable, como de manera acertada y valiente denunciaba Carmen Echarri, es que nos sigan tomando el pelo. Los ciudadanos merecemos que nos traen como adultos y no como a niños a los que se les puede engañar con cuatro ridículos argumentos. ¿Es tan difícil decir la verdad y ofrecer a la ciudadanía un diagnóstico real de la situación en la frontera? Luego, podremos discutir el mejor tratamiento, pero lo que no resulta asumible es que nos mientan o pretendan tomarnos por tontos. Da la impresión de que, con su actitud de dejadez, nos quieren convencer de que no hay nada que hacer y que debemos acostumbrarnos a vivir en una ciudad al margen de la ley. Una ciudad en la que cada uno puede construir dónde y cuándo quiera, en la que debemos sortear las cacas de perro y los cartones por la calle como si fuera una prueba de obstáculos, en la que la gente deja sus basuras en los montes sin que nunca nadie les sancione, en la que alguien puede arrojar una lavadora al acantilado más cercano y que no le pase nada, en la que cualquiera pueda pegar una patada en la puerta y se quede con un casa por la cara, en la que una ambulancia no pueda llegar pronto al hospital por encontrarse siempre con una carretera nueva colapsada. ¿Es esto a lo que pretenden que nos acostumbremos?

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