Opinión

En su 75º Aniversario, el ahínco por la preservación de la paz y la seguridad

Desde el estallido Segunda Guerra Mundial (1939-1945) el Viejo Continente no era tan vulnerable y se encontraba tan amenazado como en los tiempos que transitan. La guerra de Ucrania ha conjeturado un antes y un después en las estrategias y políticas de seguridad a nivel internacional. O lo que es igual: la invasión de Rusia en tierras ucranianas, añadido al conflicto que avivaron el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump (1946-77 años) y el dirigente chino, Xi Jinping (1953-70 años), que no es otra pieza del puzle que una campaña comercial entre colosos, ha dado origen a un orden mundial con muchas puntas de iceberg en términos de seguridad para los Estados.
Pero la realidad es que nos hallamos ante un paradigma enmarañado en el que cada componente, actor o territorio, arrastra sobre sí mismo sus propios intereses. De ahí, que la guerra en sus distintas formas ha conquistado el espacio que le corresponde a la diplomacia y un mínimo destello es más que suficiente para que lo que encuentre en su camino estalle.
Luego, no son tiempos de Guerra Fría (1947-1991), es algo más.
Y entretanto, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que cumple su septuagésimo quinto aniversario, se ha definido históricamente por la supremacía dada por Estados Unidos, pese a que la mayoría de los treinta y dos miembros de la Alianza Atlántica son naciones europeas. Ese equilibrio ha otorgado a Washington aplicar la agenda en razón de su jerarquía en capacidades militares, aunque en ocasiones no se amoldara con los intereses y requerimientos de los europeos.
Así se ha podido contemplar en diversos escenarios bélicos que ha consumado Estados Unidos lejos de sus límites fronterizos, en los que ha pretendido incluir a sus aliados de la Unión Europea (UE), pero no siempre ha dispuesto la aprobación de todos, como ocurrió con la invasión de Irak (2003) o la guerra de Libia (2011), por citar algunos ejemplos desde que se inició el siglo XXI.
Obviamente, esa inestabilidad de fuerzas concéntricas puso a Europa contra las cuerdas en un sistema colectivo de defensa y seguridad. Años más tardes, muchos se interrogan, fundamentalmente desde que se originó la invasión a Ucrania (24/II/2022), la lógica por la que todavía no se ha logrado. Las réplicas las hay de todos los gustos y uno de los motivos que ponen sobre la mesa los expertos, es que el continente europeo precisa de más presupuesto en defensa y de una política exterior común. Y es que, lo primero que influye a unos Estados miembros más que a otros, principalmente a España, que tendría que aumentar su presupuesto desde el 1% del PIB actual hasta el 2%. Y lo segundo, intrinca de lleno a la totalidad, pues ningún Estado está dispuesto a ver disminuir su soberanía política.
Allende de proporcionar más recursos a la Defensa en cada país, igualmente hay que acomodar la industria europea, que en opinión de diversos analistas, “está completamente fragmentada” y eso evidentemente se aprecia a la hora de adquirir armamento. De hecho, algunos miembros de la UE compran material militar a Estados Unidos y no a sus competidores europeos, porque no se trata meramente de desembolsar más, sino de pagar mejor.
A ciencia cierta, se reconocen múltiples anomalías y trabas en el sector de la defensa, además de la ausencia de acción conjunta este entorno ayuda al desorden económico y a la duplicidad en la burocracia. No hay que retrotraerse demasiado en el tiempo, cuando hace dos años se describía por aquel entonces un presente incierto y el futuro que es hoy, en cuanto a la seguridad global.
Me refiero a la guerra de Ucrania, la aprobación de la denominada Brújula Estratégica o Compás Estratégico y la Cumbre de la OTAN celebrada en Madrid (29-30/VI/2022), de dónde surgirían los puntos cardinales a adoptar por la Alianza en los próximo años: el nuevo concepto estratégico de la Alianza. Con lo cual, la enorme complejidad estaba en plena ebullición.
Con estas connotaciones preliminares, más de siete décadas después, el protagonismo de la OTAN en lo que atañe a la seguridad de Europa ha ganado enteros ante la conflagración en Ucrania, retratada como “la mayor amenaza desde la Guerra Fría” y “la mayor destrucción desde la Segunda Guerra Mundial”. A fin de cuentas, la Alianza Atlántica se instituyó como una combinación política y militar con la premisa de reestructurar la seguridad de Europa Occidental tras la hecatombe mundial.

“La alianza trasatlántica ha superado con creces el horizonte establecido en su instauración como cortafuego de contención ante Rusia, apuntalándose como el medio geoestratégico y militar de Estados Unidos en la palestra internacional, abriendo un complejo camino de Europa hacia una política de seguridad y defensa común”

Hoy, su principal tarea es proteger y defender la seguridad de sus integrantes, a quienes refunde en torno a valores comunes como la democracia y el estado de derecho. El matiz clave lo dispone el Artículo 5 que constituye un compromiso de defensa común, según el cual, “debe defender a sus miembros contra un ataque o amenaza de ataque”. Y como tal, la Alianza se implanta bajo el raciocinio de tomar las medidas pertinentes con la señal expresa de que un ataque contra uno de sus miembros, valga la redundancia, es un ataque contra todos sus miembros.
Dicho esto, la seguridad del siglo XXI será, en tanto hagamos de ella. Se puede dar la debida forma al devenir si existe una comunidad de ideales y medios y respaldo para llevarlo a la práctica. Éstas son, tal vez, las lecciones aprendidas cuando la Alianza emprendió su primera operación de mantenimiento de la paz en Bosnia, ahondando en los lazos con sus estados asociados, acogiendo a los primeros miembros tras la finalización de la Guerra Fría, además de constituir una asociación estratégica con Rusia, desplegó un temperamento europeo más robusto y encaminó una campaña militar para atajar la limpieza étnica en Kosovo.
No cabe duda, que estos pasos iniciadores fueron visiblemente dificultosos, pero cada uno de ellos fraguaron un diseño de seguridad europea fundamentado en la contribución, y donde las contingencias de conflictos violentos quedasen aminorados a los mínimos y los valores se conservasen.
Entre las muchas perturbaciones derivadas por el término de la confrontación Este-Oeste, despuntaba la coyuntura de dejar atrás un trazado reactivo sobre seguridad y en su lugar, convertirse más circunspecto y proactivo. Comentado de otro modo, más que predisponer el peor marco, la política de seguridad podía desde este momento encargarse de cómo conseguir el caso inmejorable: una Europa más espaciosa e integrada, dentro de una arquitectura transatlántica más afianzada. Curiosamente, esta oportunidad óptima es el enfoque que los Estados miembros de la Alianza Atlántica comparten.
Sabedor que los ideales de ningún modo se llevan a término al cien por cien, no por ello han de caer en saco roto. La declaración de un ‘futuro preferido’ es por sí misma una acción de construcción que desentraña las hechuras. De esta manera, este imaginario, aunque siga siendo un ejercicio en desarrollo durante decenios, otorga un cuadro único a los criterios políticos y es la máxima con la que contrastar el éxito de la OTAN.
Para hacer realidad esta ocasión óptima se necesita un cambio de patrones acerca de la seguridad. La fórmula ‘integridad territorial igual a seguridad’ puede haber sido provechosa durante la Guerra Fría, pero indiscutiblemente ya no es configurable. En los trechos de la globalización e interdependencia constantemente gradual, los países se ven perturbados por lo que acontece en otras partes del planeta. Un lance regional que salta a su control, o una crisis de refugiados que desequilibra espacios más vastos o una perturbación económica que motiva oscilaciones políticas, pueden inquietar la seguridad, aunque no alcancen la integridad territorial. En otras palabras, la seguridad debe asumir metas más amplias. En vez de salvaguardar únicamente las posibles inestabilidades, ha de establecer condiciones recomendables de estabilidad.
Que en aquel tiempo los aliados de la OTAN habían concebido este significado más amplio de la seguridad, quedó justificado con la intervención de la Alianza en el conflicto de Bosnia (6-IV-1992/14-XII-1995). La OTAN no sólo ayudó a acabar con la guerra preservando la diplomacia con una apropiada influencia militar, inmediatamente a rubricarse el acuerdo de paz, la Alianza contrajo un compromiso en su observancia.
La puesta en escena de la Fuerza de Implementación de la OTAN (IFOR) en 1996, fue una demostración vital de la conveniencia de la Alianza tras la Guerra Fría. La OTAN había superado afinadamente la prueba: la participación con otras entidades y organizaciones no gubernamentales se ejecutó fluidamente.
Al ensamblar las potencias más destacadas, incluida Rusia, en una desenvoltura de política común e incluso en una maniobra militar genérica, la OTAN quebró la órbita desfavorable y hasta ahora infranqueable, de los grandes actores que se sistematizaban con sus Estados-clientes habituales en los Balcanes. Al admitir la responsabilidad de recomponer Bosnia como un Estado multiétnico factible y apuntalar la tarea de otras corporaciones para alcanzar ese colofón, la Alianza confirmó concluyentemente que su encargo en favor de un orden de seguridad cooperativo era legítimo. Sin ambages ni rodeos, la aportación magistral de la OTAN en Bosnia exhibió que la gestión de crisis puede hacer caer la balanza eficazmente en la espiral de la seguridad euro-atlántica. Podría señalarse que su concurso aproximó a la Alianza al celo por una Europa solidarizada y asentada en valores compartidos.
En contraste, la crisis de Kosovo (28-II-1998/11-VI-1999) representaba la intencionada y cavilada política de limpieza étnica de Belgrado, con un nivel de mordacidad y menosprecio a los derechos humanos fundamentales, que se consideraba estar franqueado después de 1945. De cara a tales abusos y crímenes, Europa no podía quedarse inmóvil y había de ingresar en el nuevo milenio como una comunidad de derechos humanos, democracias sólidas y pluralismo.
Por ese discurso, tras disiparse cualquier vía diplomática, se tomó la determinación de proceder, no de renunciar a la diplomacia, sino de establecer las circunstancias concretas para que nuevamente operara.
Con el paso del tiempo, algunos observadores han insinuado que la acción de la OTAN en Kosovo ha sido la primera abordada justamente para preservar los valores. Como tal, estampó un cambio primordial en la Alianza, como en la seguridad y las relaciones internacionales. Pero de igual forma, estaban en juego diversos intereses, porque la seguridad es más que la inexistencia de guerra. Prácticamente las crisis sobrevenidas en Europa tras la Guerra Fría han ocurrido en territorios en los que quedaban vacíos los armazones democráticos.
En Kosovo, confluían los valores e intereses de seguridad. Y la Alianza encabezó la iniciativa, aun comprendiendo que ésta no sería capaz de contener a corto plazo las barbaries perpetradas por el ejército de Belgrado. Igualmente, esta medida trascendería en las relaciones con Rusia, pero quedarse de brazos cruzados habría supuesto ser propiamente encubridores de aquellos crímenes.
Ni que decir tiene, que la terminación de la Guerra Fría y el desplome de la Unión Soviética se convirtieron en hechos extraordinarios por diversas causas. Preferente entre ellas, se consideró el carácter regularmente pacífico de una imponente mutación, que remolcó a la democracia a sociedades que sufrieron durante mucho tiempo doctrinas ideológicas y regímenes totalitarios. Pocos individuos habrían presumido que el desmoronamiento de varios países y la aparición de otros, se desencadenara sin grandes conmociones o disyuntivas violentas. El desmembramiento de la antigua Yugoslavia fue una paradoja, pero en su totalidad, los estados recién venidos con marchas democráticas y la independencia en Europa, en seguida supieron interpretar lo valioso que encarnaba cimentar su política de seguridad sobre preceptos de cooperación, asociación y designios comunes.
Llegados a este punto de la disertación, la acomodación de Rusia en el engranaje euroatlántico es la tesis irrevocable que prescribiría el signo de la seguridad europea. Rusia continúa siendo, con mucho, la variable inconclusa y el caballo de batalla de seguridad más espinoso. Aunque por momentos parecía optar por la vía de la democracia y la economía de mercado y elegía relacionarse de manera provechosa con Europa, la mayor parte de las dificultades habidas de seguridad podrían haberse resuelto de modo conjunto, bien fueran estas materias conflictos regionales, de seguridad nuclear o la no proliferación de armas nucleares.
La OTAN, atesora y ha tenido, pues, auténtico interés en entrever que este proceso se cristalizara y llegara a establecer una Rusia cooperativa y con plena confianza en sí misma, pero los acontecimientos que más tarde se produjeron por decisión soviética, han borrado el más mínimo atisbo de optimismo de esta realidad.
Queda claro, que Rusia no ha encontrado todavía su sitio en Europa: en el fondo se empecina en ser un actor colmado de contradicciones. Primero, la apertura o libertad de medios de comunicación, otros nexos políticos y económicos con Occidente y un formidable potencial humano y económico sin explotar. Y segundo, bullen cuantiosas reseñas de una sociedad que se atina en una crisis existencial de índole económica y con una sensación de fracaso que tardará tiempo en sanar.
Dados los obstáculos que se ciernen, la Alianza Atlántica no es capaz de ejercer una labor directiva en la preservación de Rusia dentro de la directriz principal europea. Con todo, la OTAN prosigue proyectada en ser más que un simple espectador de las graves coyunturas rusas, ya que puede implicar a ésta de una forma favorable y sería como un ingrediente determinante de seguridad. Recuérdese, que en 1997 la OTAN y Rusia acordaron en París el Acta Fundacional, abriendo brecha para la instauración del Consejo Conjunto Permanente (CCP) OTAN-Rusia, al objeto de definirse bilateralmente como socios.
A resultas de todo ello, la seguridad del Mediterráneo no se puede apartar indeterminadamente de la europea. La Alianza está apurando vínculos con estados del Mediterráneo meridional y Oriente Próximo. Llámense, Marruecos, Túnez, Mauritania, Egipto, Israel y Jordania. El propósito principal de la política es descartar las tergiversaciones y suspicacias que en ocasiones constan en ambas orillas. Lógicamente, las contrariedades mediterráneas son propias de la demarcación, pero el diálogo institucionalizado de la OTAN con estos estados que no pertenecen a la Alianza, resalta el hecho de que es viable crear engarces firmes y amistosos, aguardando asentar los cimientos de una compacta cooperación.
Otra cuestión de no menor calado forma parte de la unidad europea, aunque se inició como aspiración económica, continuamente ha tenido implicaciones de seguridad. Más bien, ha recalado en un molde pacificador para armonizar a las mayores potencias europeas después de la catastrófica experiencia vivida de las guerras mundiales.
La OTAN ha ejercido una hoja de ruta decisiva en la evolución de integración europea, facilitando una cobertura preventiva a la Europa Occidental que prosperaba hacia la unión económica y posteriormente, política. No obstante, en el sucederse de esos años, los acoplamientos entre la OTAN y la praxis de integración se consideraron estáticas. La Alianza brindaba seguridad a una Europa convergida en espacios de integración más promisorias. Esa parcelación de la gestión tenía alcance en tanto perduró el conflicto entre el Este y Oeste, pero desde entonces ha perdido fuelle.

“La guerra en sus distintas formas, ha conquistado el espacio que le corresponde a la diplomacia y un mínimo destello es más que suficiente para que lo que encuentre en su camino estalle. Luego, no son tiempos de Guerra Fría, es algo más”

Los Tratados de Maastricht (1991) y Ámsterdam (1997), respectivamente, lo han retocado todo. En nuestros días, la UE ensancha una política exterior y de seguridad común, por lo que el quehacer de la Alianza Atlántica ya no es solventar arduos asuntos de seguridad en beneficio de Europa. Lo que se precisa es una orientación política que permita encauzar responsabilidades hacia los aliados occidentales y así aporte un reequilibrio de las actuaciones de Estados Unidos y Europa.
Por lo tanto, es inexcusable prosperar para auspiciar la inspiración europea de identidad propia en seguridad y defensa, otorgando a la OTAN un temple acorde a este continente. El acuerdo de los aliados de plasmar una afinidad de seguridad y defensa en la Alianza Atlántica y no al margen de ella, reestablece las pretensiones europeas y las demandas estadounidenses de que contraiga un papel más dinámico en la defensa, verificando el procedimiento dentro del trabado acomodo de la OTAN.
Finalmente, la invasión rusa de Ucrania ha enardecido una catarsis en el orden de seguridad europeo. Una OTAN cuya voluntad y razón de ser eran objetadas a ambos bordes del Atlántico, en este momento está más consolidada e implorada que nunca. Al unísono, la UE desea tonificar su estatus como actor en el capítulo de la seguridad y defensa, apuntando por una mayor autonomía estratégica. Es decir, disminuir su sujeción de Estados Unidos.
También, con la guerra en Ucrania, la UE y la OTAN no le ha quedado otra que trabajar juntas y conjugar sus operaciones. Véase la remisión de material militar a Ucrania, o la contribución en el terreno de la defensa a este país, y en último caso, la disposición de la defensa de nuestras fronteras. Simultáneamente, el conflicto bélico ha sacado a relucir que la UE no puede hacerse cargo de la defensa de sus Estados miembros, lo que ha imprimido el pulso para que Finlandia y Suecia solicitaran su ingreso inmediato en la alianza militar internacional.
Por otro lado, Estados Unidos ha repuesto su convicción atlántica, como su compromiso de defensa con Europa, intensificando el vínculo transatlántico que en los últimos años se ha notado bastante atenuado, cuando no debatido. A cambio, Washington ha reclamado a Europa que se sitúe a favor de la política de sanciones impuestas a Rusia, que avive la ampliación de la inversión en defensa y, que a su vez, asuma una actitud cuando menos atenta en su política comercial, de inversiones y tecnológica hacia el otro foco mundial de poder: la República Popular China.
La renovación de la OTAN, proceso emprendido tras la consumación de la Guerra Fría y que continúa abierto, discurre por una rehechura de la articulación transatlántica con un ambicioso trasfondo transaccional. O séase, deber defensivo de Estados Unidos a cambio de un alineamiento hacia Rusia y China y aumento del gasto de defensa en los países aliados. En verdad, esta palanca transatlántica corre el riesgo de restar el margen de movimiento de la Unión a ras geopolítico, al fijar su punto en la escena internacional, particularmente, mirando al gigante asiático.
En definitiva, si el incremento de los presupuestos de defensa en Europa se hace de forma vertiginosa y sin coordinar apropiadamente, puede terminar convirtiéndose en una maniobra mortal para la industria de defensa, hoy dividida y sin capacidad para un crecimiento resuelto de producción y desarrollo a la altura del improvisado ascenso de la inversión en defensa.
En consecuencia, la alianza trasatlántica ha superado con creces el horizonte establecido en su instauración como un cortafuego de contención ante la Federación de Rusia, apuntalándose como el medio geoestratégico y militar de Estados Unidos en la palestra internacional, abriendo un complejo camino de Europa hacia una política de seguridad y defensa común.
En sus setenta y cinco años de vida desde que comenzase su andadura e inmersa en innumerables desafíos para garantizar la seguridad de Europa, la OTAN, como antes he mencionado, define la guerra de Rusia contra Ucrania, de la que ya se han consumado dos años, como la más grande “amenaza desde la Guerra Fría” y la mayor promotora de destrucción “desde la Segunda Guerra Mundial”.
La vuelta de tuerca a la defensa colectiva en el continente europeo, como era de esperar, ha inducido a una plena revitalización en la afinidad de la OTAN, donde el rastro indeleble de la Alianza Atlántica en el Este de Europa se ha acrecentado tras la implacable agresión de Rusia contra Ucrania.

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