Hace ya muchos años, alguien con malas ideas lanzó el bulo de que las caballas tenían una pierna más gruesa que la otra, atribuyendo la anomalía a una supuesta herencia de aquellos que venían a cumplir condena en el presidio ceutí, obligados mientras lo hacían a arrastrar una bola de hierro sujeta al tobillo mediante sus correspondientes argolla y cadena.
Ha transcurrido más de un siglo desde el feliz momento en que se suprimió dicho presidio, y lo de la bola solo lo vemos ahora en los cómics, pero reconozco que mi madre -que en su infancia vivía en la desaparecida calle Mártires, allá por la actual Gran Vía, cerquita del Puente Almina, hoy Plaza de la Constitución- nos contaba cómo oía el tétrico sonido de las cadenas de los presos, a los que muy de mañana bajaban a la ciudad para que realizaran labores de limpieza de los pozos negros
La realidad es que la leyenda de la pierna gruesa perduró a lo largo del tiempo, aunque a estas alturas, según creo, solo queden, por fortuna, algunas reminiscencias de ella.
Todo el anterior prefacio viene a cuento como simple introducción al tema de fondo de este artículo, que pretende versar sobre la actual forma de andar de la gran mayoría de las mujeres. Como observador imparcial, desde mi terraza o desde la misma calle, me he percatado de que, salvo contadas excepciones, las féminas de ahora han ido perdiendo aquella atractiva manera de caminar que las mayores de antes enseñaban a las jovencitas. Mi mujer recuerda cómo su tía Angelita las obligaba, a ella y a su hermana, a andar por el pasillo con un libro sobre la cabeza, evitando que cayera. De ese modo se conseguía que anduviesen con un garbo y una prestancia que, desafortunadamente, ha caído en desuso. Ahora, con todo lo sano que es tanto deporte, tanto “footing” y tanto “jogging”, se está haciendo bastante difícil distinguir si la persona que viene a cierta distancia es hombre o mujer. Antes, lo natural era haberlo adivinado desde muchos metros de distancia.
Ignoro si el movimiento feminista en boga tiene algo que ver con esta sensible pérdida. Si es así, se está cometiendo una grave equivocación, porque el feminismo es absolutamente compatible con la femineidad. Se puede ser una ferviente feminista y, a la vez, andar con aquel garbo y aquella prestancia que echo de menos. Por muy defensora que sea una mujer de la igualdad, no tiene por qué prescindir de su atractivo.
Me permito, pues, romper una lanza en favor de aquellos andares de antes, que en la actualidad se han convertido en excepcionales. De cualquier modo, tengo que reconocer que desde mi particular observatorio he tenido ocasión de comprobar dos cosas buenas: una, que las ceutíes tienen las dos piernas iguales de tamaño, y la otra, que, además, en su gran mayoría, las tienen bonitas. ¡Ay, si además caminasen como las de mis tiempos de juventud!
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