Andar el camino

Un viejo adagio nos recuerda que hay diferencia entre conocer el camino y andar el camino. A este respecto, a pocos ciudadanos se les oculta que Ceuta es una minúscula ciudad con problemas de gran ciudad, y otros añadidos por el mero hecho de ser fronteriza con un país tercermundista. Conocemos, sin duda, nuestra realidad, pero, a la vez, esa realidad se utiliza como arma arrojadiza de unos grupos de ciudadanos contra otros. Ese enfrentamiento constituye, en efecto, un visible hartazgo en la ciudadanía que comprueba que sus problemas en vez de solucionarse no sólo se agravan sino que les surgen otros. Perdemos vigor discutiendo acaloradamente sobre hechos y acontecimientos –incluso sobre personas– que suceden cada día a nuestro alrededor, sin embargo, la aportación de ideas al objeto de hallar una solución a nuestros problemas es mínima. Estamos en medio de la adversidad, y cuando se está en medio de la adversidad –como dice Vila-Matas– ya es tarde para ser cauto. Ese es el momento de coger el rábano por las hojas. No es momento para cautelas.
A este respecto, considero excelente y exhaustivo el artículo de opinión de Septem Nostra publicado el 4 de febrero. Poco o casi nada se podría añadir a él. La introducción que hace hasta ceñirse a los problemas de Ceuta es muy interesante y tal vez novedosa en cierto modo. Por lo que hace a nuestra ciudad, Ceuta no puede ni debe convertirse en adalid de la ‘solidaridad’ de todas las miserias como parece que se nos vienen encima. Debemos tener un límite de acogida en todos los sentidos. Otro aspecto a considerar es que Ceuta se ha convertido en una ciudad ‘subsidiada’, y ‘subsidiadora’, lo que supone un hándicap para su desarrollo y su futuro. En él, en el artículo, se hace una relación casi exhaustiva de los males que nos aquejan –que no voy a repetir aquí– e incluso deja entrever soluciones, si no explícitas, sí implícitas y deducibles de la lectura del texto. Se nos señala el camino. Lo cierto es que cuanto más aumentan las exigencias del estado del bienestar –dice Lipovetski– más se ensanchan las arterias de las frustración.
Según este pensador francés hemos dejado atrás la modernidad y hemos entrado en lo que él llama la ‘hipermodernidad’, caracterizada por la ‘cultura mundo’ que marca el fin de la heterogeneidad cultural. Esta nueva cultura se organiza a través del mercado, de la tecnociencia,  de la hiperindividuación, de las industrias culturales y de la comunicación. Pero, eso sí, en esta nueva cultura encontramos nuevos problemas con repercusiones globales como la ecología, la inmigración, el terrorismo, la crisis económica y hasta las crisis existenciales. El mundo se ha vuelto cultura y, a su vez, la cultura se ha vuelto mundo.
A quien haya leído el citado artículo no se le oculta que, debido a su enjundia, a su prolijidad y, en fin, a su extensión, el común de los ciudadanos, incluso los que deberían estar más interesados en lo que allí se dice, lo habrá obviado o acaso no haya sido capaz de entenderlo, si es que ha llegado a su término. Todo ello es debido, como se dice en el artículo, a la ausencia de pensamiento, esfuerzo e interés humano que conduce directamente al infantilismo o a la senilidad prematura.
Llegados hasta aquí, la pregunta pertinente podría ser si los miembros de la Asamblea, si la delegación del gobierno, si los dirigentes de los partidos políticos de la ciudad, si las asociaciones vecinales y las direcciones provinciales de todo tipo, si los ciudadanos con preocupaciones sociales y cívicas, etcétera, se habrán enfrascado en la lectura del artículo al que nos estamos refiriendo. ¿Les habrá sido de provecho? Reconocemos nuestros problemas, las soluciones acaso no nos son desconocidas –conocemos el camino–, pero tal vez ponerlas en práctica sin miedo –andar el camino– eso sí, quizá, nos sea arduo, penoso.