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Anacronismo eclesiástico en Extremadura

Como es generalmente conocido, el Monasterio de Guadalupe está situado en la comarca de las Villuercas, provincia de Cáceres. Y es mundialmente conocido porque en dicho lugar dice la tradición que se apareció la Virgen de Guadalupe al pastor Gil Cordero entre últimos del siglo XIII y comienzos del XIV e hizo varios milagros. El pueblo comenzó entonces a profesar a la Virgen su fe, devoción e intenso fervor religioso. Primero fue levantada en el lugar una ermita y luego el Santuario, que desde hace casi siete siglos es lugar santo de peregrinación. Como territorio que es de Extremadura y por ser la imagen de la Virgen de Guadalupe tan querida y venerada por los extremeños, el 20-03-1907 el Papa Pío X la declaró Patrona de Extremadura y Reina de las Españas. En 1928 la Virgen fue coronada por la Iglesia. Y, por su gran relevancia religiosa, histórica, cultural y patrimonial, en 1993 el Monasterio de Guadalupe fue declarado Patrimonio de la Humanidad. Cuenta con importantísimas obras de arte y es un gran centro de turismo religioso y cultural. El 4-11-1982 fue visitado por el Papa Juan Pablo II, que, entre otras cosas, rezó a la Virgen de Guadalupe a modo de la lectura bíblica de Abrahán llamada “Sal de la tierra”, para añadir de “motu propio”: “Escucha aquí, junto al Santuario de Nuestras Señora de Guadalupe, esta lectura del Antiguo Testamento, evoca la imagen de tantos hijos de Extremadura y de España entera salidos como emigrantes desde su lugar de origen a otras regiones y países…”.Con ello, se estaba refiriendo a los descubridores, evangelizadores y conquistadores extremeños, que tanta fe cristiana y fervor religioso exportaron a toda la América de habla hispana. En numerosas ocasiones fue visitada por reyes y relevantes personalidades de todo el mundo.
Pero, para los extremeños, Guadalupe no sólo es el centro espiritual que está dentro de lo más profundo de su corazón, sino que es, además, el símbolo emblemático que más les identifica como tales y como Comunidad Autónoma, donde cada 8 de septiembre la región celebra el Día de Extremadura, y otros muchos actos y concentraciones. Sin embargo, Guadalupe lleva desde muy antiguo una espina sangrante clavada en lo más profundo del pueblo extremeño creyente y, a la vez, en la fibra más sensible del alma de Extremadura y de todos los extremeños. Y es que, pese a estar enclavada en el territorio de Extremadura, luego su Santuario y los 3 arciprestazgos de Guadalupe (Cáceres), Herrera del Duque y Puebla de Alcocer (Badajoz), con sus 31 parroquias, dependen en su organización eclesial del arzobispado de Toledo; siendo, quizá, los únicos o de los pocos pueblos de España que se hacen depender de una jurisdicción eclesiástica distinta a la de su jurisdicción civil, con los serios inconvenientes, problemas y dificultades que ello conlleva y que han de soportar sus vecinos al tener que realizar fuera gestiones de índole religiosa y administrativa relacionadas con la inscripción de los nacimientos, bautizos, confirmaciones, matrimonios, defunciones, educación religiosa, patrimonio artístico y cultural, etc. Todo ello, aparte de la incongruencia, lo absurdo y la total falta de sensibilidad que representa respecto de las legítimas y justas aspiraciones de Extremadura y los extremeños, máxime cuando la región fue una de las pocas que tuvo obispo Metropolitano desde los primeros tiempos del cristianismo, aunque luego, con el pretexto de ponerlo a salvo de la ocupación árabe, el año 1120 fuera trasladada su sede a Santiago de Compostela bajo la dependencia del entonces obispo Gelmírez; que esa fue otra vieja afrenta sufrida durante 1739 años por los extremeños, hasta que por la bula “Universae Eclesiae”, de 28-07-1994, el Papa Juan Pablo II le restituyó la sede y la justicia con la refundación del arzobispado de Mérida-Badajoz como iglesia Metropolitana y, según dicha bula: “para que las instituciones católicas proporcionen a los fieles las ayudas oportunas y se acomoden adecuadamente a sus necesidades”.
Vaya por delante que aquí no se discute que la creación, supresión o modificación de provincias eclesiásticas es facultad que compete a la Santa Sede, ya que el artículo 431.3 del Código Canónico, dispone: “Corresponde exclusivamente a la autoridad suprema de la Iglesia, oídos los obispos interesados, constituir, suprimir o cambiar las provincias”. Pero, desde los comienzos del cristianismo, la Iglesia ha venido acomodando su organización de forma que casi siempre se ha hecho coincidir la jurisdicción eclesiástica con el territorio de la jurisdicción civil. Así, tras que el Imperio Romano se convirtiera al cristianismo, los límites de las diócesis normalmente se hicieron coincidir con las circunscripciones civiles, salvo excepciones temporales. La organización territorial romana presentaba sus municipios, o “civitates”, agrupados en provincias, que tenían por cabecera a la “civitas metropolitana”, que se amoldó a la organización civil, afianzándose en el siglo IV la categoría del Metropolitano con su preeminencia sobre los demás obispos de la provincia eclesiástica. Por eso, con Diocleciano, España quedó dividida en cinco provincias eclesiásticas: Tarraconense, Gallaecia, Lusitania, Bética y Cartaginense. La capital civil de Lusitania era Mérida, y hacia el año 255 su primer Metropolitano eclesiástico lo fue el obispo Marcial también de Mérida. Los visigodos confirmaron la organización territorial de los romanos, y en los sínodos y concilios de la época se encargaba a los obispos que cuidaran bien de sus diócesis y no consintieran que se les usurpara ningún hermano en la fe.
Con la invasión árabe quebró luego todo el sistema civil y eclesiástico, al ser impuesto por la fuerza el sistema organizativo civil y religioso; pero, tras los territorios reconquistados, las metrópolis y diócesis acomodadas a la organización civil se recuperaron con Alfonso II el Casto, Ordoño I, Alfonso II el Magno y los condes castellanos. Fue famosa la radical oposición de Alfonso VI a que Burgos perteneciera a la Tarraconense, lo mismo que la de Alfonso VII  a que los obispos de Aragón extendieran su jurisdicción a los territorios de Castilla. Luego, en la época ya moderna, tres años antes del Concordato de 1851, se constituyó una comisión Iglesia-Estado, que acordó que, dentro de lo posible, se respetara la uniformidad eclesiástica y la civil. Las diócesis de nueva creación desde el Concordato de 1851 hasta el de 1853 se adscribieron todas a los territorios de las respectivas provincias civiles. Y el artículo 9 del Concordato de 1953 establece la “necesidad de proceder de mutuo acuerdo a la revisión de las circunscripciones eclesiásticas para su adecuación a la jurisdicción civil, a fin de tratar de evitar que las diócesis alberguen territorios pertenecientes a diversas provincias civiles”, cuya tesis integradora se basa en el “mejor servicio y provecho de las almas”.
Por otro lado, el Concilio Vaticano II, en su capítulo II, punto 22, recoge: “Para conseguir el fin propio de la diócesis es menester que el pueblo de Dios que pertenece a una misma diócesis se manifieste claramente la naturaleza de la Iglesia…en cuanto a la circunscripción de la diócesis atañe, decreta el sacrosanto Concilio que, en la medida que lo exija el bien de las almas, se atienda cuanto antes a la conveniente revisión, dividiéndolas, desmembrándolas o mudando sus límites”. En el 23 se recoge: “Procúrese juntamente que las agrupaciones demográficas de este pueblo coincidan en lo posible con los centros civiles y las circunstancias particulares sociales que constituyen su estructura orgánica. Atiéndase también, si se da el caso, a los límites de las circunscripciones civiles y a las circunstancias particulares en el orden psicológico, geográfico e histórico”. En el 39: “Se provea mejor a las necesidades del apostolado de acuerdo con las circunstancias sociales y locales y se hagan más fáciles y fructuosas las relaciones de los obispos con las autoridades civiles”. Y en el 40 se manda que “se revisen oportunamente los límites de las provincias eclesiásticas”. Por su parte, el canon 372.1 del Código Canónico, dispone: “Como regla general, la porción del pueblo de Dios que constituye una diócesis u otra iglesia particular debe quedar circunscrita dentro de un territorio determinado, de manera que comprenda a todos los fieles que habiten en él”.
Por eso, la dependencia de parroquias extremeñas de Toledo, se cree que es una anomalía eclesial, cuya injusticia clama al cielo; y ha dado ya lugar a un clamor popular del pueblo extremeño manifestado por miles de feligreses, por las diversas asociaciones, los distintos estamentos sociales, la propia Asamblea de Extremadura, incluso por el parecer hecho público por los obispos de las diócesis extremeñas, etc. Y hemos visto también cómo las normas que conforman el ordenamiento jurídico canónico, emanadas tanto del Concilio Vaticano II como del Código Canónico, permiten, e incluso mandan, hacer coincidir las jurisdicciones eclesiásticas con las civiles. Y, siendo así, no parece que exista razón alguna sensata, ni lógica racional, ni juicio ponderado, ni sentido común, en virtud de los cuales, pese a ser la Virgen de Guadalupe Patrona de Extremadura por mandato papal de Pío X, luego tengan esas poblaciones extremeñas que seguir dependiendo del Arzobispado de Toledo. Eso, con el debido respeto cristiano y con la mayor consideración hacia la jerarquía eclesiástica, se piensa que es un flagrante anacronismo y un monumental disparate que no se sostiene ya de ninguna manera. El Papa Juan XXIII, en el Concilio Vaticano II, y al referirse al Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos, con mucha tristeza muy cargada de razón, se preguntaba: “¿Por qué tanto esfuerzo y para qué se establecieron estas leyes si luego no se cumplen y siguen los problemas?”. Pues eso es, exactamente, lo que miles y miles de fieles extremeños llevan ya muchos años preguntándose. La Iglesia, a mi modesto juicio, no debería de demorar ni obviar más la solución del problema, sino tener una adaptación dinámica a las necesidades reales y justas para mejor servir a los fieles, confortar a las almas y atender mejor  las necesidades del apostolado. Ojalá que estas tan humildes reflexiones de un fiel cristiano lleguen a tener siquiera sea el mínimo eco para que pueda hacerse realidad la recta justicia de dar a cada uno lo suyo.

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