Opinión

El amante de la naturaleza

Es algo evidente y que salta a la vista que Ceuta es un lugar rodeado por dos mares: el Océano Atlántico y el mar Mediterráneo. Desde la perspectiva geográfica, nuestro territorio es una península, es decir, casi una isla. Muchas veces me recreo pensando cómo fue este lugar y sus costas antes de la explotación intensiva de sus recursos por el ser humano. Las fuentes clásicas aluden a los grandes cetáceos que en gran número atravesaban estas aguas y en la riqueza piscícola, en especial de las especies que forman parte de la familia de los túnidos. Estos últimos despertaron el interés económico de los romanos que capturaron en grandes cantidades los atunes y los escómbridos para producir sus salazones y salsas de pescado, como el famoso garum. El número y tamaño de las piletas para la maceración del pescado que han sido documentadas en distintos puntos del istmo ceutí ponen de manifiesto el alto grado de explotación del mar durante la antigüedad clásica y tardía. Este aprovechamiento de los recursos marinos continuó durante el periodo medieval islámico, la edad moderna y hasta mediados del pasado siglo XX. Tantos siglos de intensa explotación de los bienes naturales procedentes del mar tuvieron, como era esperable, sus consecuencias ambientales. La locura llegó al extremo de utilizar explosivos para llevar a la superficie los bancos de peces que existieron en las costas ceutíes. Por su parte, la ballenera ubicada en la cercana bahía de Beliunex y las situadas en la orilla europea del Estrecho de Gibraltar esquilmaron las poblaciones de grandes cetáceos que formaban parte de los ecosistemas marinos del brazo de mar que separa África de Europa.
El ser humano ha tardado demasiado tiempo en darse que cuenta que la irracional explotación de los recursos naturales ha ido minando los pilares que sostienen la más elevada consideración del ser humano. Según se ha acelerado la transformación del medio natural hemos sufrido un proceso de involución civilizatoria hasta llegar a los actuales mínimos niveles de ética individual y colectiva, así como de una cada vez más patente ignorancia, barbarie y esterilidad imaginativa y creativa. Las antiguas ocupaciones unidas a la tierra y al mar permitieron a los hombres y mujeres de un pasado no tan lejano adquirir una serie de habilidades y una conducta al menos respetuosa con la naturaleza. También les ofrecieron la oportunidad de atesorar experiencias significativas gracias a una permanente y atenta percepción de los fenómenos naturales, de las especies animales y vegetales, de los paisajes y del cosmos. Estas experiencias sensitivas suscitaron intensas emociones de las que nacieron las religiones y el misticismo. Todas las doctrinas religiosas -tal y como hemos expuesto los autores de la obra colectiva “Naturaleza y espiritualidad”, editada por nuestro buen amigo Juan Carlos Ramchandani- han incluido entre sus principios morales el respeto y el cuidado de la naturaleza entendida como la obra suprema de Dios. Esta obra -tal y como comentó el Padre Ignacio, párroco de la Iglesia del Valle, en el acto de inauguración de la osamenta de un rorcual aliblanco en el Campus Universitario de Ceuta- es un proceso en permanente evolución guiada por la sabiduría divina, personificada en Sophia aeterna. Las palabras del padre Ignacio me recordaron la figura del padre Teilhard de Chardin y la del gran filósofo Alfred N. Whitehead. Ambos coincidieron en la idea de ver a Dios como un proceso en permanente avance hacia una meta que es la conformación del reino de Dios. Este reino, según insisten distintos pasajes cristianos, está entre nosotros, pero no somos capaces de percibirlo debido a la ceguera espiritual que se ha extendido por el mundo.
El padre Chardin, en palabras de Lewis Mumford, fue capaz de expresar la reverencia cristiana por la vida. Al hilo del ejemplo vital de Chardin, Mumford escribió “que para los que están imbuidos por el amor, cualquier parte de la tierra posee significado y valor; y ningún hombre es tan humilde como para ser inmune a la amenaza de ofensas o la exterminación caprichosa”. Hay muchas formas de amor a la naturaleza y a la que me quiero referir en este artículo es a la que demuestran con su ejemplo algunos científicos, como el biólogo marino ceutí Óscar Ocaña. Su amor por la naturaleza es tan sobresaliente como su inmensa competencia científica y su compromiso con la defensa del patrimonio natural y cultural de Ceuta. No conozco muchos científicos que hayan logrado aunar, como lo ha hecho Óscar, la curiosidad científica con el amor a la naturaleza y la transcendencia espiritual. Dijo John Ruskin, en su obra “La naturaleza y el hombre” que “si bien la ausencia de amor a la naturaleza no es razón suficiente para condenar a nadie, su presencia es el distintivo infalible de la bondad de corazón y de la justicia moral”. Otro gran filósofo de la naturaleza, sin duda el más importante, Ralph Waldo Emerson expresó con claridad el siguiente pensamiento: “para hablar claro, pocos adultos son capaces de ver la naturaleza. La mayor parte de las personas no ven el sol, o al menos su visión es superficial. El sol solo ilumina el ojo humano, pero brilla en la mirada y en el corazón del niño. El amante de la naturaleza es aquel cuyos sentidos internos y externos están realmente ajustados entre sí; aquel que retiene el espíritu de la infancia, aunque llegue a la edad adulta. Su relación con el cielo y la tierra se convierte en su alimento diario. En presencia de lo natural, un delicioso sentimiento salvaje recorre a las personas a pesar de sus penas”.
Óscar sí es capaz de ver la naturaleza con esos ojos verdes que recuerdan al mar después de un día de levante. Estos mismos ojos se cubrieron siendo un niño con una careta de submarinismo y la impresión que le causó la contemplación de los fondos marinos de Ceuta fue el germen del gran científico y apasionado amante de la naturaleza que ha llegado a ser en la edad adulta. Su despertar espiritual, que ha discurrido paralelo al mío, ha hecho posible que se abrieran sus sentidos sutiles para captar ese mundo imaginal que resulta imperceptible para la mayoría. Ese niño que un día se asomó a la biodiversidad marina de Ceuta sigue presente en su día a día cuando nada con sus perros en las aguas ceutíes. Este es un verdadero medio y el consuelo por la pérdida de su amada Pakiki. A ella ha querido dedicar su proyecto “Gigantes del mar” que presentamos el pasado miércoles. Este acto estuvo cargado de emotividad y magia. Allí nos reunimos muchos amigos como si fueran convocados por el mismísimo Dios para rendir homenaje a Pakiki y a las criaturas del mar por las que tanto trabajó ella y el resto de integrantes de Septem Nostra. Al hacernos una foto de familia todos sentimos la presencia de Pakiki, que quiso compartir con nosotros la alegría por ver cumplido un sueño que comenzó hace justo dos décadas. En aquel instante pensé que Óscar, yo y la pequeña familia que integramos Septem Nostra somos unos grandes afortunados por haber vivido una vida que ha merecido ser vivida. Todos y cada uno de nosotros tuvimos la fortuna de recibir una temprana vocación vinculada al patrimonio natural o cultural de nuestra tierra natal. Nos formamos en la Universidad y regresamos a Ceuta para desarrollar nuestras respectivas carreras profesionales. Pudimos habernos limitado a atender nuestros propios asuntos y preocuparnos de manera exclusiva al éxito personal hecho posible por la indiferencia cívica. Sin embargo, todos decidimos embarcarnos en una pequeña y frágil nave asociativa y adentrarnos en las turbulentas y peligrosas aguas de la defensa activa del patrimonio natural y cultural. Tras veinte años de travesía tengo la sensación de no haber tenido mucho éxito en el plano colectivo, más allá del reconocimiento de un apreciable número de personas, lo que no es poco, y por lo que estamos muy agradecidos. El abandono del patrimonio natural y cultural sigue siendo escandaloso y la implicación de la ciudadanía en la protección del medio natural es todavía escaso. Este fracaso colectivo hemos podido compensarlo con el notable crecimiento espiritual e intelectual que nos ha otorgado la lucha cívica a favor del patrimonio ceutí.
En el capítulo final del libro que narra la navegación iniciática que hizo Henry David Thoreau junto su hermano John por el río Musketaquid, éste escribió que “a veces un mortal siente la Naturaleza en su interior. No es su Padre, sino su Madre la que se agita dentro de él, haciéndolo inmortal a través de su inmortalidad. De cuando en cuando reivindica nuestro parentesco, y algunos glóbulos de sus venas se deslizan en la nuestra”. Óscar, mi hermano espiritual, y yo hemos tenido la fortuna de dilatar nuestras almas para hacer de ellas la morada para Sophia aeterna durante este viaje conjunto por las aguas de Ceuta. Se nos ha permitido descorrer un poco el velo de la naturaleza ceutí y lo que hemos visto nos hace albergar esperanza de lograr que Ceuta sea reconocida como una puerta a la eternidad. Pakiki ha sido la primera en atravesar esta puerta y, más tarde o más temprano, todos cruzaremos este umbral. Albergo la esperanza de que cuando llegue ese momento podamos mirar hacia abajo y sentirnos satisfechos por haber cumplido la misión para la que la naturaleza nos creó y nos trajo a este tierra mágica, mítica y sagrada. En cualquier caso, de lo que estoy seguro es de mi agradecimiento por la vida que nos ha sido dada y que estamos viviendo.

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