Mérida es la querida ciudad donde nací, aunque siempre digo que mi pueblo del alma es Mirandilla, a 12 kms de Mérida, porque en él me crié y allí tuve mi cuna y mi niñez.
Y, para mí, mi patria chica es el solar querido en el que fui niño y pasé mi adolescencia. Allí tuve mis primeros amigos de la infancia con los que fui a la Escuela, gateé por las encinas en busca de nidos y pájaros, jugué y correteé por sus calles, eras y regatos, me nacieron mis primeros sentimientos, mi amor por todo lo extremeño, inquietudes, ilusiones, alegrías y desencantos. Es un pueblo precioso, en el que se tiene un encuentro pleno con la naturaleza y en el que cada día me recreo más recordándolo. Pero hoy voy a escribir de Mérida, la antigua Emérita Augusta, capital de la Lusitania, llamada la Segunda Roma. Fue varias veces capital de la Hispania visigoda y una de las primeras metrópolis eclesiásticas en el siglo III hasta 1119 que el Obispo gallego Bernardo se la llevó a Santiago, y a los extremeños les costó luego recuperar su arzobispado 875 años. Y fue y es todo un emporio monumental y una auténtica joya arquitectónica de arte romano, declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, ensalzada por numerosos poetas y escritores. En el siglo IV el poeta francés Ausonio Galo dijo que “con Mérida no se podían igualar ciudades tan grandes (entonces) como Córdoba, Tarragona ni Braga, y que toda España debe reconocimiento y sumisión a su grandeza”.
El rico legado romano de Mérida comprende el Teatro, Anfiteatro, Circo, Puente romano sobre el río Guadiana, Acueducto los Milagros, Templo de Diana, Arco Trajano, Casa del Mitreo, Pórtico del foro, Embalses de Proserpina y Cornalvo, Termas de San Lázaro y Reyes Huertas, Mosaico Romano, Museo de arte romano, etc. Y, siendo Mérida tan suntuosa, monumental y artística, necesariamente tenía que interesarse por ella un intelectual de talla universal como fue Al-Idrisi de Ceuta que, como referí en mi artículo del lunes pasado, fue el autor del Gran Atlas Mundial. Y Mérida, dice la leyenda mítica, fue primero fundada por Túbal, nieto de Noé. Pero su auténtica y documentada refundación tuvo lugar el año 25 antes de Cristo (a.C.) por Publio Carisio, por orden del emperador romano Augusto César, para que los soldados romanos victoriosos de las campañas contra los astures y cántabros pudieran descansar y llevar en ella una vida de jubilados (eméritos, de ahí su nombre: Emérita) lo más parecida a la de Roma. Y le otorgaron el Derecho itálico, con el que tenían el privilegio de ser libres y estar exentos de tributos, el mismo de que gozaban en Itálica, por oposición al Derecho del Senado que sólo concedía a los demás lugares de Hispania la condición de súbditos. Con los romanos Mérida alcanzó su más alto grado de florecimiento y esplendor. Después vendría su época visigoda, hasta que el año 713 la conquistaron los árabes. Muza, tras derrotar a Don Rodrigo en la batalla del Guadalete, avanzó hasta las puertas de Mérida al mando de un gran ejército. Cuando se asomó a ella desde el cerro de Calamonte, documentado está que exclamó: “Parece que todos los hombres han reunido su arte y su poderío para engrandecer esta ciudad: venturoso el que logre rendirla”. Lo intentó él, pero los emeritenses ni siquiera quisieron oír hablar de tal indignidad. Entonces la sitiaron y les costó catorce meses tomarla, hasta que el 30-06-713 capituló por falta de víveres. Saquearon todos sus tesoros y destruyeron gran parte de sus monumentos, que habían sido construidos con los mejores mármoles de Oriente. Cuenta el geógrafo árabe Al-Himyari en 1461, que un día que se regocijaba en presencia de la reina Marida, hija del rey de Horosus, contemplando la belleza de Mérida y sus soberbios mármoles, el general árabe Hisam B. Abd al-Aziz, confesó: “Yo era muy aficionado a los mármoles cuando era gobernador de Mérida. Me puse a coleccionar los que había aún en ella para llevarme los más hermosos. Un día, paseando por la ciudad, mi vista se clavó en una losa de mármol fija en la muralla. Era de tal pureza que, al verla, la hubiera tomado por un bloque de piedras preciosas. Ordené que la arrancaran, cosa que consiguieron no sin esfuerzo. Cundo fue depositada en el suelo, se dieron cuenta de que llevaba una inscripción en lengua no árabe. Reuní para que la descifrasen a los cristianos que quedaron en Mérida. Éstos opinaron que solamente un personaje extranjero que me nombraron y que ellos respetaban podría traducir la inscripción. Mandé un emisario a buscarlo y me trajo un anciano decrépito y encorvado por los años.
Cuando se hubo colocado la piedra ante él, sus ojos se llenaron de lágrimas y lloró durante un buen rato. Después me dijo: Es un acta que concede el derecho de saquear libremente a las gentes de Jerusalén a todo aquel que construya quince codos de esta muralla”. Lo que prueba que la mayoría eran tesoros que habían sido traídos de Jerusalén cuando Nabucodonosor el año 587 a.C. destruyó su templo. Refieren el célebre geógrafo de Ceuta Al-Idrisi y otros numerosos eruditos árabes, que en Mérida estuvo una misteriosa “piedra de luz”, la “alquila”, que alumbraba la iglesia en la que se guardaba, sin necesidad de lámparas, un cántaro de aljófar lleno de perlas que los árabes de Mérida regalaron al Califa de Damasco, y después a su sucesor Suleyman, quien la colocó en la mezquita junto a la llamada Mesa de Salomón de esmeraldas y piedras preciosas, también procedente del saqueo de Mérida. Esa mesa, según cuenta Ajbar Machmua, cronista bereber del siglo XI, “tiene muchos bordes y pies, en número de 365, que eran de esmeralda verde”. Y Al-Macín refiere que “estaba compuesta por una mezcla de oro y de plata con tres cenefas de perlas”. Al parecer, Salomón había escrito sobre ella el nombre de Dios: “Nombre del Poder”, o Shem Shemaforash, aunque dicho nombre figuraba oculto, porque la leyenda dice que el que lo pronunciara o escribiera sería poseído del poder de la creación, pero también descubriría un secreto. Y atestigua el ceutí Al-Idrisi que los numerosos vestigios y restos arqueológicos que en su época hubo en Mérida demostraban la grandeza y el poderío de la reina Marida, hija del Rey Horosus, que era servida en platos de oro y plata que bajaban flotando hasta su mesa repletos de deliciosos manjares. Y Al-Idrisi añade que “en las ruinas de Mérida hay una habitación llamada ‘la cocina’, que se encontraba sobre la sala de recepciones del palacio”. Los cocineros enviaban los dorados platos y las plateadas bandejas repletos de delicias que suavemente se posaban delante de la misma reina Marida y sus distinguidos invitados. Y, una vez los platos habían sido consumidos, se depositaban de nuevo en los canales que los devolvían a la cocina a través de sifones y columnas bien adaptadas. Y que la reina tenía instalado en lo alto de una torre un legendario espejo de 20 palmos de circunferencia y un sistema de comunicación por reflejos, en el que podía contemplar su deslumbrante belleza hasta desde su otro palacio pequeño. Esa torre estaba situada al sur de la muralla de Mérida, y se llamaba “Torre del Espejo”. Lo anterior nos muestra indicios fundados de que Al-Idrisi estuvo en Mérida, camino hacia Lisboa, tal como aseveran algunos autores como Canto, Pacheco Paniagua y Pérez Álvarez, salvo Álvarez Sáez de Buruaga que cree que más bien tuviera emisarios informantes en la ciudad. Cita también Al-Idrisi al acueducto “Los Milagros”, construido para salvar el río Guadiana a su paso por Mérida para traer el agua del pantano de Proserpina. También se refiere a un arco romano, que debe tratarse del Trajano, aunque otros creen que fuera un arco más pequeño. El testimonio de Al-Idrisi sobre Mérida es uno de los más completos dados por fuentes árabes, en el que hace también hincapié en la firmeza y solidez de los monumentos romanos de Mérida, de los que igualmente se hacen eco otros autores árabes, entre ellos Al-Razi (889-955), quien también dejó dicho: “Mérida es muy reputada en todas partes. Ninguna persona podría describir completamente las maravillas de Mérida”. Y otro general árabe añade sobre Mérida: “Yo tenía gran deseo de mármoles, para adornar las construcciones nuevas que mandaba edificar...realicé un viaje a Mérida, después de que fue destruida, y hallé bloques de mármol y otras piedras de gran belleza. Hice levantar y llevar éstos que yo pensaba que agradarían a mi padre...”. Lo que prueba que los edificios y restos romanos de Mérida no sólo sirvieron de cantera para otros nuevos que se construyeron en ella, sino que el abastecimiento de piedra y elementos ornamentales para llevarlos a otras ciudades fue una práctica común. Cuenta la leyenda que el rey Don Rodrigo, cuando fue derrotado por los árabes, llegó en su huida desesperada a Mérida, y para expiar sus culpas se recluyó en el Monasterio de Cauliana, donde conoció al monje Romano. Inició un viaje con él hasta Portugal, donde Rodrigo cumplió fundó frente al Océano una ermita bajo la advocación de Nuestra Señora de Nazareth. En ella murió. Y la leyenda afirma que su viuda Egilona fue apresada en Mérida por Abd al-Aziz, hijo de Muza y primer valí de la Península Ibérica, quien enamorado de su belleza, la tomó por esposa, permitiéndole conservar su religión cristiana como muestra de amor. Tras la muerte de Abd al-Aziz, Egilona lloró su muerte y buscó amparo en un convento. Hace 115 años el Teatro Romano de Mérida y su Anfiteatro contiguo estaban enterrados bajo toneladas de tierra y escombros. Sólo sobresalían algunos centímetros siete de las gradas más altas, que el pueblo atribuía a las sillas de siete reyes árabes. De ahí nació el nombre del lugar: “Las Siete Sillas”. A finales del siglo XVI existía la leyenda en Mérida de que quien excavase encontraría los “siete tesoros de los reyes moros”. Los niños de todas las épocas han buscado galerías y “piedras escritas” que ofreciesen alguna pista. Se corrió la noticia de que debajo de una de las galerías había un tesoro escondido. El Ayuntamiento tuvo que intervenir para poner coto a las excavaciones clandestinas que se realizaban y puso cuatro vigilantes para que, si el tesoro era hallado, pasara a ser propiedad del Consistorio que era el dueño del terreno. Entonces el tesoro no apareció; pero el verdadero "tesoro" que debajo se ocultaba y que fue descubierto tres siglos después, era uno de los mejores teatros romanos del mundo: el de Mérida. El arqueólogo José Ramón Mélida fue el que en 1910 comenzó a dirigir las excavaciones que llevaron a desenterrarlo. Aquellos tesoros saqueados y destrozados el año 713 en Mérida, los budas derruidos en 2001 en Afganistán y los monumentos arrasados hace sólo días en Ninrod (Irak), son todo un monumento a la perversidad y a la incomprensión humana. Una auténtica salvajada. Un crimen cultural de lesa humanidad.
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