Con la marcha de mi perro Agrom se cierra el ciclo de mi vida anterior, y lo digo en el amplio término de la palabra. Ya no me queda ningún miembro de la pequeña y peculiar familia que formamos mi querida esposa Pakiki Serrais y un servidor, con nuestros dos queridos y nunca bien ponderados canes, Aman y Agrom. Él era el vínculo vivo con mi pasado reciente, y desde que se fueron Pakiki y Aman en un rápido suspiro vital, nos habíamos quedado los dos con nuestros recuerdos amorosos, y también en cierta medida, dentro de una atmósfera de tristeza compartida. Más tarde, subsanada con una aceptación de los hechos consumados, y el calor mutuo que nos aportábamos el uno al otro. En esto, las excursiones por los montes de Ceuta y las nataciones marinas, los paseos, los viajecitos por nuestro amado Marruecos, y los juegos de pelota en la terraza de nuestro hogar, ayudaron mucho, y disiparon el terrible dolor de las pérdidas irreparables. No concibo el mundo sin perros a mi alrededor, y se podría decir, que los necesito para respirar a pleno pulmón, hace unos pocos años que llegó a mi vida un nuevo perrito al que puse también Aman en honor del primero, y que continua a mi lado en este insólito, duro pero siempre apasionante periplo vital. Junto a las experiencias en la naturaleza salvaje, los familiares y amigos, constituyen el bálsamo que va cicatrizando las heridas y el elixir que vivifica mi exhausto espíritu de los sufrimientos vitales.
El Señor me distinguió desde que me creó, con un sentimiento de amor por toda la creación, y tocó mi corazón para sentir emociones intensas por la obra que salió de sus manos, y forjar una especial predilección por la biosfera. Luego me regaló la conversión, llenó mi ser de fe y esperanza por la vida eterna, y me invitó a participar de su Santa Iglesia, y a seguirlo por su gracia, sembrando nuevos amigos en el camino de la fe, y aumentando el caudal de grandes amistades que ya atesoraba, además de mis propios familiares. En todo esto, la Reina del universo, María Santísima, la madre celestial, el gran amor de mi vida actual, es la principal responsable. Espero el día, en el que pueda estar ante su santa presencia, y decirle todo lo que la amo en agradecida plegaria. Ahora ya lo hago, pero no la puedo ver con los ojos de la carne, y desde estas sentidas líneas le agradezco que permitiera a mi perro Agrom estar a mi lado tanto tiempo, e intercediera ante su hijo por este motivo. Así se lo he pedido en numerosas ocasiones invocando “Bajo tu amparo nos acogemos Santa Madre de Dios…..”.
Salí de Ceuta, con el corazón encogido debido al estado delicado de salud de mi viejo amigo de aventuras y viajes, de nataciones marinas y montañas rifeñas, de siestas amorosas y compañía reconfortante, de miradas de complicidad y de llantos silenciosos. Mi veterinario, Miguel Ángel Guirado me reconfortaba con sus comentarios optimistas y animaba a seguir esperanzado en alargar un poco más la existencia temporal de Agrom. Su dilatada experiencia veterinaria y amor por la vida salvaje, ha constituido un gran paliativo para mi desazón y ansiedad ante la pérdida que ya barruntaba. No ha sido el único consuelo, pues la providencia divina me ha proporcionado a mi amiga Helena Martínez, una simpática y sensible cuidadora de perros, que vela por ellos durante mis viajes científicos. Siempre lo hace con un cariño especial, además Helena es vecina del barrio y me la encuentro asiduamente con sus propios perros, y rodeada de otros canes a los que atiende con generosidad y plena dedicación.
Los canes a los que estoy escribiendo estas letras, tienen dedicados los dos libros de Marruecos, que hemos editado desde el Museo del Mar: uno es, la primera guía sobre el parque Nacional del Talasemtane, y el otro, el libro de viajes por el litoral marroquí.
Dos personalidades perrunas bien distintas, pero absolutamente complementarias en su género, y que proporcionaron alegrías y compañía en el camino de la vida. Como decía Konrat Lorenz, bien pegados a los tobillos de sus dueños, y sintiendo el palpitar de Gaia a cada paso del sendero. Estos dos animales, nadaban conmigo más de tres mil metros en el mar con asiduidad.
De Aman destaco, la valentía y arrojo para afrontar todas las aventuras sin medir los riesgos; era capaz de seguirme hasta el fin del mundo. Su privilegiada inteligencia, que todo lo captaba a la primera, o como mucho a la segunda, no era necesario repetirle las cosas, y le encantaba que se le reconociera que “él sabía lo que hacía”. Era un perrazo en toda regla, un nadador consumado, y amaba la competición, más de una vez, me he visto esprintando con él al final de las travesías a nado. Disfrutaba adelantándome, si lo consideraba necesario, intentaba hacer trampas subiéndose a las rocas del Sarchal, y así avanzar a saltos y volver al agua más adelante, un ventajista. Adoraba las montañas del norte de Marruecos y olisqueaba macacos con gran perfección, me avisaba cuando los veía y me llevaba hasta el lugar en el que se encontraban emboscados, a la pregunta de “donde monos” me señalaba el lugar con un gesto de su precioso hocico. Era un labrador negro azabache muy orgulloso y dominante, peleón con los machos más fuertes que él, y condescendiente con los perritos más pequeños a los que no hacía ni el menor caso. También tenía predilección con ciertas niñas pequeñas; era bien capaz de bajar los tres pisos de nuestra casa, para recoger a Raquel, la hija pequeña de nuestra amiga, María José González. Entonces, Aman tomaba suavemente con su boca la manga del jersey de Raquel, como quien coge a otra persona de la mano, y la subía hasta nuestra casa. La niña, si venía con su madre a visitarnos, salía con una sudadera en pleno verano, para que Aman hiciera su show. Recuerdo con alegría sus cabalgadas caninas por los caminos y montes, exhibiendo un porte que recordaba a un caballero de la mesa redonda. Con unos reflejos formidables y un cuerpazo de atleta, era duro como un pedernal, me esperó a que viniera de una campaña para despedirse antes de morir. Nunca olvidaré su sonrisa entre las peonias del monte Bou Sliman.
Por su parte, Agrom, es muy diferente, se podría decir que, tal y como expuse en la dedicatoria del libro del litoral marroquí, eran “el yin y el yan”. Lo recogimos de la calle, abandonado a su suerte, lleno de miedos y con la piel arrasada de heridas. Nada más verlo, me robó el corazón, fui suyo, y el mío en un instante, un chispazo fugaz que lleno mi vida de cariño y lealtad. Su olfato no era especialmente bueno, y tampoco estaba tan interesado en las gestas caballerescas como Aman, mi Don Quijote. Más bien se le podía catalogar de Sancho Panza, por su carácter más tranquilo y su amor a la comida. Se adaptó bien a la familia y tomó su papel diferenciado. Tenía una gran capacidad de asombro por la naturaleza, olisqueaba todos los insectos y reptiles, y nos avisaba de su presencia ladrando y quedándose en el sitio, fue un gran experto en localizar tortugas morunas. Como nadador era mediocre, no obstante, llegaba a su ritmo sin desfallecer. En tierra firme, su potencia y agilidad eran espectaculares. Mi amigo Carlos Torrado, también amante de los perros, me observaba desde su terraza, y se admirada de los saltos de Agrom, durante nuestros juegos de pelota. Era el más guardián de la familia y cuando nos encontrábamos con desconocidos en los paseos trazaba un círculo a nuestro alrededor invitando al extraño a mantenerse fuera de ese perímetro de seguridad.
Estoy a punto de despedir al yan, el yin ya se fue hace unos años. Y siempre los tendré en la fuente de mi memoria a modo de manantial subterráneo al que accederé interiormente, guardo en mi corazón su manera de viajar en el coche: uno siempre mirando al pasado (hacia atrás) y el otro al futuro (hacia delante).
La despedida de ayer fue dura y áspera como todo lo que acompaña a la muerte, la situación más radical a la que todo ser venido a este mundo temporal debe enfrentarse. Todos llevamos la certeza del fin de esta existencia sobre nosotros y los seres queridos, y a pesar de todos los esfuerzos por caminar con la esperanza cristiana, esta carne condiciona demasiado, y nos cuesta separarnos de ella. Todo mi amor para mi hermano José Manuel Pérez-Rivera por sus constantes abrazos y lágrimas compartidas en este último encuentro con la Parca. No será el último de los duelos con ella, deseo que podamos siempre ayudarnos mutuamente, para salir reforzados y esperanzados en nuestra fe por el mundo venidero y la vida eterna.
A estos dos perros, regalos del Creador, les debemos muchas horas de mar y montaña, disfrutando de su inquebrantable espíritu de superación y fina inteligencia, que nos arrastraba constantemente a considerarlos. Sus miradas penetrantes, nos transmiten sentimientos a través de un profundo hilo que conecta con lo atávico del mundo natural: Aman llevaba dentro la fiera lobuna, y Agrom el agradecimiento bondadoso. Ambos son signos, del mejor espíritu salvaje que arrastran desde el ancestral linaje de los primeros lobos. Son tan complementarios como sus nombres indican (agua y pan en la lengua tamasigh). Nada hay tan reconfortante como observar, la cara de felicidad de nuestros perros durante los recorridos en la naturaleza. Gracias a ellos, hemos estado más cerca de la biosfera, y de todo aquello que nos hace ser más libres, salvajes y plenamente humanos. Todo está consumado, solo me resta rogar para que El Señor, que todo lo puede, me conceda un reencuentro feliz con ellos en el mundo venidero.
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