Opinión

Agradecimiento a la naturaleza

Hoy el día ha amanecido nublado. Aprovechando que hoy es festivo en Ceuta me he dado una vuelta por el campo. El sitio que he elegido para pasear es el fuerte de Anyera.

Desde el Monte de la Tortuga arranca un sendero que discurre junto al vallado del cuartel de García Aldave, en su primer tramo, y luego por medio de la frondosa naturaleza hasta terminar en el mencionado fuerte del siglo diecinueve.

El fuerte de Anyera forma parte de una serie de fortificaciones que fueron construidas poco después de la Guerra de África (1859-1860) para defender la nueva línea fronteriza que a partir de la firma de paz de Wad-Ras separa Ceuta del vecino reino de Marruecos. Ocupan posiciones elevadas, lo que explica que las vistas que se disfrutan desde estos fuertes sean espectaculares. Yo me he sentado precisamente sobre la zapata exterior del foso seco que rodea el fuerte con la mirada puesta en la imagen de Ceuta.

Al poco tiempo de llegar aquí una pareja de senderistas ha salido de entre la maleza tras superar la empinada cuesta que parte del fuerte de Aranguren. El llamado camino entre fuertes es una maravilla y un gusto para los sentidos. En esta época del año lo que caracteriza al paisaje son las redondas y blancas flores de las zanahorias silvestres. Es curioso lo que cambia la naturaleza cuando te sientas un rato sin moverte y te integras en ella. Empiezas a sentir que la naturaleza tiene su propio ritmo, distinto al siempre apresurado nuestro y en una escala espacial también diferente a la que estamos acostumbrados en la ciudad. Las criaturas que habitan este lugar se esconden ante la presencia del ser humano y nos observan y conversan entre ellos, sobre todo las aves. No es hasta que tienen claro que nuestras intenciones no son adversas cuando empiezan a dejarse ver con cautela. Así los vencejos vuelan silenciosos sobre el fuerte y escucho el aleteo de las grandes alas de los mirlos y sus melodiosos cantos. Andan por el camino comiendo semillas.

La humedad que trae el levante intensifica el fresco olor de los eucaliptos que rodean el fuerte de Anyera. Tras un rato escribiendo emprendo el camino de regreso. Quiero hacerlo despacio, con la libreta y el bolígrafo en la mano y la cámara fotográfica colgada al cuello. Deseo ejercer la función de escriba de la naturaleza. Hablando de escribas, me cruzo con un escarabajo y me viene a la mente el antiguo Egipto, donde este coleóptero era considerado sagrado.

A lo lejos consigo ver a un colorido herrerillo. El sonido de un pico golpeando la corteza de los árboles delata la presencia cercana de un picapinos. Lo localizo enseguida, pero me cuesta mucho fotografiarlo. Me entusiasman sus bellos colores y juega conmigo al escondite. Se oculta de manera ingenua detrás de una rama que apenas tapa su estilizado cuerpo y, de esta forma, logro fotografiarlo.

Las plantas reclaman también mi atención y me paro a fotografiar la rosácea flor de un jarguazo. En ese momento me encuentro con mi buen amigo Mustafa Tuhami y charlamos unos minutos. Me cuenta algunos detalles de su larga caminata, algo que hace con frecuencia. Ahora entiendo su buen estado físico y su permanente buen humor.

A la vuelta tomo una ruta alternativa y menos transitada, tal y como demuestra la presencia de grandes ramas de zarzas que tengo que apartar con cuidado para avanzar sin pincharme. En este lugar, donde al sol le cuesta penetrar, la intensidad del color verde es tan fuerte que pienso si no será una de las sendas preferidas de al-Khidr, cuyos pasos reverdecen la naturaleza.

Al final del trayecto me ha despedido un agradecido pinzón diciéndome: “muy bien, muy bien”, con mucha insistencia. Supongo que el agradecimiento parte de toda la naturaleza a la que esta mañana le he prestado mi atención y mi escritura. Es a todas las criaturas que habitan la naturaleza ceutí a quien tengo yo que agradecerles su hospitalidad y la felicidad que me aportan.

Ceuta, 14 de junio de 2021

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