Categorías: Opinión

Agarrados a la vida

El pasado viernes fue para mí otro de esos días en los que el trabajo se amontona. Por la mañana, a primera hora, debía de estar en Granada, en una actividad académica ineludible. Por la tarde, también a primera hora, en Madrid. Gracias a las nuevas tecnologías y a los transportes públicos, pude atender ambos compromisos. No sin realizar un esfuerzo importante.  Pero a pesar de todo tuve una grata experiencia que compensó todo lo demás. Es de esas cosas que te hacen reflexionar profundamente y te permiten comprender la grandeza del ser humano.
La reunión de Granada era muy importante. Mi departamento es uno de los más numerosos de la Universidad de Granada. De hecho es el que más alumnos atiende (sobrepasan los 9.000). Celebraba una trascendente reunión, a la que estábamos convocados todos sus componentes. Se trataba de aprobar un plan, elaborado por un numeroso grupo de sus profesores más veteranos, que permitiría mejorar la gestión académica del mismo, sin coste económico alguno (algo fundamental en los tiempos que corren). Por eso era esencial que estuviésemos la mayoría presentes. A pesar de la hora y del día (esa noche se celebraba en Granada el Día de las Cruces). Contra todo pronóstico, a primera hora de la mañana estábamos todos en el lugar de reunión previsto. Incluso fue necesario cambiarnos a un lugar más amplio, ante la masiva afluencia. Fue la primera, y grata, sorpresa de la mañana. De todos los asistentes, un numeroso grupo era de alumnos. Es decir, que nuestros jóvenes parece que no son tan irresponsables como algunos piensan. Tampoco el profesorado universitario.
Pero antes de comenzar ya me había llevado un alegrón al recibir el cariñoso saludo de uno de mis compañeros. Era alguien muy especial, al que no veía desde hacía algún tiempo. Se trataba de un buen colega al que se le ha diagnosticado una de esas enfermedades degenerativas para las que la ciencia aún no ha encontrado, ni la causa, ni la solución. Ya me habían dicho que cada vez tenía más dificultades para andar y para hablar. También que seguía trabajando, pues se negaba rotundamente a ser dado de baja médica (qué diferencia con otras personas que conozco). Cuando le vi, inmediatamente le pregunté que cómo le iba. Su respuesta, pronunciada con una amplia sonrisa, fue que no le iba mal. Inmediatamente añadió: ¡cuando se te cierra un camino, la mente busca rápidamente otro alternativo!. Esta frase me produjo un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Creo que también a otro compañero que escuchaba la conversación. De hecho, continuó diciendo, los días que tengo clases me siento más feliz y animado.  Esto ya me rompió todos los esquemas.
Inmediatamente recordé la historia que conté en un artículo anterior, “El desenlace”, en donde relataba la experiencia vivida junto a un buen amigo, al que se le detectó una enfermedad similar, aunque más agresiva. En ese caso, la decisión del protagonista fue diametralmente opuesta. No quiso seguir viviendo en esas circunstancias. Con una mente activa y en perfectas condiciones, pero presa en un cuerpo que no respondía a sus instrucciones. Se negó a recibir tratamiento médico. Murió sin hacer ruido. Rodeado de sus seres queridos y de sus mejores amigos, a pesar de que, seguramente, podría haber vivido algunos años más. Pero este caso es diferente.
El crucial acontecimiento se produjo cuando se pasó al acto de la votación del acuerdo a adoptar. La secretaria iba nombrando a cada uno de los presentes, que se levantaban y depositaban su voto en la urna. Cuando le tocó el turno a mi amigo, todos nos quedamos en silencio, esperando su reacción. Inmediatamente, algunos compañeros intentaron recogerle la papeleta y la identificación. Pero él se negó. Con una tremenda dignidad se levantó, ayudado de su bastón, bajó del estrado hasta el suelo y caminó lentamente hasta la mesa presidencial. Sin que le abandonara su permanente sonrisa. A algunos compañeros, a los que observé con disimulo, se le escaparon varias lágrimas. A mí también. Aunque creo que no fueron, ni de pena, ni de compasión. Era una extraña mezcla de alegría, por contemplar a un compañero que se agarraba a la vida con una fuerza desbordante, y de tristeza, al recordarlo en los momentos en que no tenía la enfermedad. Pero también de esperanza. La entereza con la que nuestro amigo caminó hasta la urna para depositar su voto, sobrecogió a todos los asistentes, a los que se nos hizo un nudo en la garganta que nos duró bastante más tiempo del que tardó nuestro entrañable compañero en cumplir con su obligación.
Yo ya había leído algo de esto. Y sabía que los recursos del ser humano para salir de situaciones difíciles son desconocidos. Todos hemos escuchado, o vivido, historias de personas capaces de superar situaciones que, en circunstancias normales, parecen imposibles. Ya he escrito en alguna ocasión acerca de la crisis como oportunidad.  Pero nunca había vivido, ni experimentado, tan de cerca, una situación de superación personal tan maravillosa. Son de esas vivencias que te reafirman en la confianza en el ser humano. Que te ayudan a vivir con intensidad y te llevan al convencimiento de que la humanidad será capaz de superar cualquier situación, por muy difícil que se presente. Porque la mente y la imaginación humanas son ilimitadas.
Salud, amigo mío. Y fuerza para seguir trabajando y regalándonos tu sonrisa a todos los que hemos tenido la suerte de conocerte y trabajar contigo.

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