Llevábamos mucho tiempo, demasiado, esperando para volver al corazón del Talasemtane. A veces, el dolor paraliza la voluntad que no puede ser movida por otras fuerzas del pensamiento. El alma no supera las pérdidas fácilmente, y se somete a las emociones para evitar el sufrimiento; así pasa el tiempo, y la espera se torna en ilusión por el retorno al amor, por el lugar al que se desea volver, como un viejo explorador que antes de morir quiere volver a la geografía de sus sueños, donde sus ojos se espejaron de lo eterno, sintieron la vida con la profundidad del océano, y escucharon la música de la poesía que se derrama de lo salvaje. Volví a los bosques de abetos y cedros norteafricanos, conduciendo un nuevo vehículo que aparqué convenientemente cerca de la Plaza de España, curioso nombre para el pequeño prado entre crestas de montaña.
Desde luego los españoles estuvimos muy orgullosos de pacificar este agreste y hostil territorio durante la ocupación militar de Marruecos. Salimos del coche, me voy equipando, mientras mi perro Aman, el segundo, corretea libremente pidiéndome que comencemos la aventura hacia donde sea. Los canes no tienen inconveniente a seguir a sus dueños, pero se impacientan con los preparativos, ellos están preparados pues van ligerísimos de equipaje y bien pertrechados de un corazón palpitante y nómada. Miro a mi alrededor y doy gracias a Dios por haberme devuelto a este rincón bendito donde reposa mi memoria sobre los rescoldos del ayer, hablo un rato con Pakiki, y le pido que me acompañe durante la excursión, necesito sentir su presencia y el contacto imaginado de su piel sobre la mía. No se equivocaba Salinas, cuando decía que “un cuerpo es el destino de otro cuerpo”, siempre que se entienda nuestra carnalidad como un sagrado trampolín para relanzar el espíritu.
Me estaba tomando el inicio del Adviento con muchas ganas, después de la campaña científica por los mares de Canarias, estaba exultante de felicidad por retomar mis visitas tanto en los templos católicos de mi querida Ceuta, como en las catedrales naturales, las montañas, que elevan constantemente su alabanza al Creador.
Hay algo estremecedor en estos solitarios bosques de grandes majestades arbóreas, donde parece que el tiempo se detiene, y me siento visto por todos los habitantes de la ciudad celestial. Intento escucharme y unirme a la sonora alabanza por tanta belleza, nuestro planeta y toda la creación cósmica, es en realidad un reflejo disminuido del paraíso que espera, con ansías de parturienta, la recreación divina, en la hora final, donde cielo y tierra se unirán eternamente. Es una estación de gracia, la espera para la venida del Señor al mundo del tiempo y la materia, su entrada humilde y maravillosa en la historia del ser humano. Es un mes de gracia antes del advenimiento de la misma Vida.
Comenzamos la senda, nos sumergimos en la umbría pesada y oscura, rodeados de espigados abetos y algunos cedros, todos ellos con matices verdosos en sus reducidas y ásperas hojitas. Tomo algunos datos de temperatura (12 grados centígrados; 35% de humedad; el viento estaba muerto). Estamos en el territorio de macacos alpinos, a más de mil metros de altitud, estos bosques los cobijan y conspiran con ellos para que solo parezcan sombras peludas danzando entre y sobre la espesura de las ramas. Abetos y cedros parecen convivir en armonía, y permiten que se entremezclen con ellos encinas y arces, no se ven quejigos. Busco acebos para pedirles prestado un par de ramitas coloreadas del rojo redondeado de sus bayas, las necesito para mi corona de adviento que ya espera el improvisado belén que guardo en mi corazón.
Quiero limpiar mi pesebre interior con una pequeña escobilla de tejo, la extraña conífera ancestral que guarda muchos secretos de épocas pasadas. Casi al final de este sendero, hay un precioso conjunto de estos tejos, de ramas abatidas y verde esperanza “bandera de mi amor” como diría Whitman, teñida de la esperanza por un renacimiento de toda la creación elevada a la majestad de su Dios.
En realidad, se trata de un camino de prueba, de escuchas interiores y de preguntas sin respuesta, para practicar la fe en su mejor pureza, en el atrevimiento de esperar en el silencio de la soledad yebalí. Un momento excepcional para confiar en lo supremo, que no se ve, pero se escucha en lo más profundo del corazón del hombre. Quien puede negar aquí, en estas maravillosas soledades, la voz atronadora de la verdad; uno puede sentirse en cierta manera como Job. Incluso puedo llegar a preguntar, no sin mostrar dolorosa curiosidad, el porqué del sufrimiento; la respuesta no se hace esperar: no tienes derecho a nada que no quiera darte por mi amor y misericordia, pero si tienes el deber de salvarte, para venir a conocer el reino de paz y dicha infinita preparado para el hombre y la mujer, ánimo y confía, siguiendo los senderos que mi gracia grabó en tu alma inmortal.
Buen lugar para interrogarnos sobre lo que sabemos en realidad. Que es la ciencia, sino un puñado de conjeturas informadas con más o menos acierto que no alcanzan a explicar sino una milésima de la realidad temporal. Ni siquiera conocemos el origen de la vida, no podemos definirla en su esencia, y somos incapaces de replicarla. No hemos podido formar una sola especie en un laboratorio después de someterla a todo tipo de mutaciones.
Las posibilidades de que surja una célula son imposibles; como también lo es una molécula de ADN, el número que se deriva de la probabilidad de que aparezca de forma espontánea es de diez elevado a 126. El número de partículas de todo el universo se ha calculado en diez elevado a 90. El azar no juega en la ciencia, y simplemente, como expone el astrofísico español Manuel Carreira (El origen del universo, 2020), indica que estamos relacionando cosas que no están relacionadas. La ciencia se limita a descubrir las leyes que rigen el universo y la vida, pero estas constantes ya estaban instauradas previamente, por una mente infinita y omnipotente, y solo puede aspirar a mensurarlas y describirlas en algunos aspectos. Porqué comenzó el universo con una masa determinada y porqué solo actúan cuatro fuerzas que lo explican todo en la física. Paradójicamente, estas leyes son incapaces de explicar un simple pensamiento humano o describir un sentimiento. Si somos incapaces de ofrecer estas explicaciones, o de entender la física cuántica, porque debería sorprenderme por no conocer a Dios y mucho menos comprenderlo. Porque no debería seguir sus sabias indicaciones vertidas en los santos evangelios. Todos estos pensamientos me estaban acompañando en mis anotaciones y paradas de reflexión, mientras seguía adentrándome más en el camino.
Que sano es analizar el pensamiento científico-tecnológico y apreciarlo en su justa medida, elevando la filosofía y la teología al rango que le corresponden, mientras apartamos el ruido del mantra cotidiano y la mediocridad de una vida con demasiadas comodidades y hastío sin fin.
El silencio se rompió con un salto limpio de una rama a otra de un gran macho majestuoso de macaco alpino, todo se tambaleó a mi alrededor y Aman se fugó en persecución de la manada que su olfato delataba. Pronto un sonido ensordecedor de cubrió el bosque con un griterío tal que ponía los pelos de punta, me recordó al relato de Cabrera sobre los macacos en el Bouhachen, en su magnífica narración de 1924 (Magreb-el-Aksa) que conozco bastante bien por otras excursiones que he llevado a cabo en esas montañas. Finalmente, y gracias a Dios, Aman volvió y recobré la serenidad y superé la prueba del miedo a que mi querido, y ya único perrito, se perdiera para siempre en estos bosques tan escarpados y difíciles. Repuesto, motivado por tener algo de acebo con fruto, una ramita de tejo y al perro controlado decidimos hacer una subida vertiginosa a la cresta para observar desde lo alto el yebel Bou Sliman, que desde algunos puntos presenta una cara triangular casi perfecta, y también mirar otras crestas cercanas y consecutivas con el yebel Talasemtane que estábamos recorriendo con nuestra excursión. Al subir después de unos buenos arreones de gran pendiente, coronamos y disfrutamos el bello paisaje llegando incluso a ver la montaña truncada de Bab Berred a lo lejos.
Después de unas fotos y grabar algo con la go-pro, bajamos rápido pues el sol cae rápido por estas soledades y había que llegar al punto de inicio. Serpenteamos los dos a modo de esquiadores alpinos, di un par de culadas inesperadas, llegamos al sendero de vuelta y a unos 200 metros del primer encuentro con los macacos, volvimos a topar con ellos, pero esta vez estaba el perro controlado. Ya casi sin luz, tomé alguna imagen de los viejos vigilantes, y también de alguna hembra curiosa.
El frío empezaba a ser intenso, la vista a lo lejos del mar Mediterráneo me devolvió la calidez por un instante, todo esto me recordó la enorme belleza y dicha de poder tener estas preciosas experiencias, encuentros de amor y vida en montañas tan elevadas cerca de mi querido mar.
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