Voy a hablar de inmigración. A modo de advertencia quiero aclarar que no entra entre los planes de mi familia acoger a ningún inmigrante en mi domicilio. En consecuencia, toda esa caterva de individuos de producción intelectual limitada e improperio fácil, que pululan por la vida confundiendo el estómago con la inteligencia, pueden abstenerse de seguir leyendo este artículo, y continuar insultándome por los motivos habituales.
Los pensadores más lúcidos del último siglo ya avanzaban que el fenómeno de la inmigración, en todas sus dimensiones, constituirá el auténtico nudo gordiano del tiempo que se avecinaba. Los hechos corroboran taxativamente la predicción. Lo que sucede es que el ritmo de progreso de la humanidad en la nueva concepción de la inmigración es excesivamente lento. No es compresible que aún tenga la fuerza que tiene la corriente de opinión que criminaliza el movimiento más importante y positivo de la era moderna. Quizá convendría a aquellas personas cegadas por la asfixiante manipulación del poder, acudir y aprender de la historia. Ejemplo. A penas hace ochenta años, se debatía en España, con gran ardor, sobre la idoneidad, o no, de que la mujer tuviera derecho a voto. Infunde una cierta vergüenza el sólo hecho de que esto pudiera ocurrir. Ridículo. Y sin embargo, en aquel contexto, hasta los progresistas asumían que se trataba de una cuestión debatible (y lo explicaban). Así pasará cuando los historiadores del Siglo XXII analicen los debates de este siglo con el fenómeno de la inmigración. Los ciudadanos del futuro sentirán vergüenza de que sus antepasados (nosotros) discutieran acaloradamente sobre la prohibición, o no, de que los hombres y mujeres que habitan el planea puedan elegir libremente el lugar en el que vivir. Ridículo.
Cuestionar la inmigración es no comprender las claves de este tiempo. La resistencia a la globalización equivale a oponerse al progreso de la humanidad. Es la barbarie. Quienes dominan el mundo lo tienen perfectamente claro. El capital ya circula sin fronteras. El dinero, y su fuerza asociada, ya no conocen límites. Son universales. Los individuos de las clases pudientes ya son ciudadanos del mundo. Sólo la pobreza sigue enjaulada en las viejas cárceles representadas por las obsoletas barreras que delimitan artificialmente los territorios. ¡Cuánto han cambiado los medios, y que poco las intenciones! Se lamentaba la siempre genial Mafalda. El capital (o los mercados si se prefiere el término, más moderno) ha decidido que aún no es el momento de liberar a la humanidad. Siguen necesitando a los pobres clasificados. Desde esa retrógrada e interesada posición ejercen el poder y manipulan conciencias.
Por eso los inmigrantes, las personas que arriesgan su vida en aras a la concepción de una sociedad mejor, merecen toda nuestra admiración. Representan la valentía, la rebeldía, y el inconformismo. Son los atributos humanos esenciales que han guiado a la humanidad por la senda del progreso. Salimos de las cuevas porque existieron hombres y mujeres que no aceptaron aquel modo de vida. Hemos alcanzado estas cotas de bienestar porque siempre ha habido hombres y mujeres rebeldes, inconformistas y valientes. Que han perdido incluso la vida luchando por ideales y utopías. Esos son, hoy, los inmigrantes. Rompen las barreras de la vergüenza. Esa vergüenza que ocultamos para poder dormir tranquilos. Esa vergüenza que nos lleva a saber que miles de niños mueren por falta de agua potable, mientras nosotros regamos campos de golf para dar golpecitos a una pelotita con un palo. Nos convencen de que esto es normal. Los inmigrantes nos ponen frente al espejo de nuestra indecente contradicción. Por eso representan un peligro. Son la verdad frente a una mentira envuelta en papel moneda. Los inmigrantes están sirviendo a una causa noble que toda la humanidad agradecerá. El futuro será de una especie humana sin divisiones habitando de forma responsable el planeta. Y en la conquista de este sueño, quienes hoy sufren toda clase de hostigamientos, agresiones y calamidades, tendrán un lugar de honor en reconocimiento a su sacrificio.
Por eso odio las cuchillas que, en nombre del más mezquino egoísmo, ponen altaneros los abyectos enemigos de la vida. Cortan y hacen sangrar a los héroes que derriban fronteras. Pero es peor aún, magullan el alma de la humanidad. No entienden que ese acero cortante nos convierte en bárbaros a los que estamos a este lado de la valla. El asco en grado superlativo provoca directamente el vómito cuando, además, quienes defienden y justifican fanáticamente semejante ataque contra la humanidad, exhiben ufanos su repugnante cinismo, ensalzando la figura de Nelson Mandela. Faltan inmigrantes y sobran decadentes.
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