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Adiós, mi querida Ceuta

Me voy definitivamente de Ceuta, tras más de 27 años de haber vivido en ella, en las tres veces que solicité mi destino voluntario; porque cada oposición que aprobaba como funcionario de la Administración Civil del Estado, como luego aquí no tenía vacante, ello me obligaba a marcharme destinado a la Península; aunque, después, en cuanto se convocaba alguna nueva plaza de mi nueva categoría profesional, siempre sentía la llamada de mi regreso a esta preciosa ciudad, a la que llegué por primera vez en 1958; me tuve que marchar en 1963; volví en 1967 hasta 1976, y en 1999 hasta 2013. En Ceuta inicié mi trayectoria profesional y en ella la finalicé por jubilación tras haber permanecido 51 años al servicio de la Administración, con la suerte de haber podido finalizar mi trabajo en el mismo lugar donde lo empecé, lo que me hizo sentir una gran ilusión. Pero ahora he vendido el piso que en Ceuta tenía y ya me será más difícil volver con frecuencia, lo que en modo alguno significa que no vaya a volver nunca más, pero no ya con asiduidad.
Cuántos buenos recuerdos me llevo de Ceuta; cuántos momentos e ilusiones en ella vividos; cuántas inquietudes en ella me nacieron y qué feliz he sido disfrutándola durante esos 27 años. Me parece que fue hace poco cuando llegué hace ya 55 años procedente de la noble Extremadura, que es la otra tierra querida que me dio cuna y patria chica, donde todo era y es pura naturaleza, pero continental, de tierra a dentro; allí los únicos mares que hay son de encinas verdes. En Ceuta, en cambio, tuve mi primer encuentro pleno con la otra naturaleza azul: el mar; fue donde por primera vez vi mecerse sobre ella las aguas cristalinas del Atlántico y Mediterráneo. Y, nada más llegar, quedé prendado de los encantos de Ceuta y su contorno, sus preciosas vistas placenteras, sus bonitas panorámicas, su sinuosidad geográfica formada por el Monte Hacho y demás montañas que la rodean, con sus siete históricas colinas, que por eso los romanos la llamaron la Septem Frates, y los griegos la Epta Adelphos, que en ambos casos significa “siete hermanos” o colinas; también me encantaron su Puerto y sus bahías (norte y sur), cuando las olas rizadas del mar y las luces del Paseo de las Palmeras se reflejaban formando destellos de luz con una variada gama de colores en la zona hoy ganada al mar a la altura del Paseo de las Palmeras o al final de la calle La Marina, desde las que, asomándose a sus  balaustradas, mis hijos de pequeños se entretenían viendo debajo moverse los peces en la orilla de sus aguas.
Qué bonita es Ceuta vista de desde lo alto del Monte Hacho o del Mirador del Isabel II, con sus playas de la Ribera, del Chorrillo, Benítez, San Amaro, Calamocarro, su precioso Parque Marítimo, el casino, el Poblado Marinero, etc. Pero, por encima de todo, destaca su condición de ciudad entrañable, acogedora y hospitalaria, su amable y buena  gente, entre la que casi todos se conocen y se saludan al pasar, cuando se cruzan en la Gran Vía, Paseo del Revellín, de la Marina y calle Real. Ceuta en eso, es que tiene algo especial y es una ciudad muy entrañable, porque en sus calles, en sus plazas y en toda la ciudad reina un ambiente de talante abierto, sencillo y cordial que se palpa y se vive a diario.
En Ceuta nacieron mi hijo y mi hija, lamentando que mis dos nietos y mis dos nietas todavía no hayan podido conocerla, aunque seguro que algún día se les ocurrirá ir, o cuando yo los lleve o cuando se acuerden de  las muchas veces que su abuelo les ha indicado sobre el mapa de donde está Ceuta y lo bonita que es. Nunca en mi vida olvidaré que en Ceuta consumí lo mejor de mi juventud en mi primera estancia, desde los 16 a los 22 años; tampoco que en ella me formé en mi personalidad y carácter, en la forma de ser y pensar, en las viejas tradiciones y en las sanas costumbres, y  que en ella adquirí el temple y la madurez que me vieron pasar de casi niño a adulto; como tampoco podré olvidar jamás que fue en Ceuta donde fundé mi primer hogar familiar, ni  los tres lugares donde viví: Falda del Hacho, Avenida de Lisboa y El Sardinero. Desde los tres sitios pude recrearme contemplando a pleno placer los cielos azules y altos de Ceuta, sus horizontes despejados, sus preciosos amaneceres, cuando la luz del alba se ve asomar por encima del Hacho y su horizonte se va poco a poco abriendo a la contemplación para en pocos minutos reflejar sus rayos solares a lo largo y ancho de toda la ciudad y su entorno marinero, dejando a Ceuta toda nítida y luminosa.
Cuánto me gustaba contemplar a diario ese fenómeno natural en las primeras horas de los días que amanecen tranquilos y serenos, y por las mañanas temprano la brisa fresca marinera suavemente acaricia el semblante, caminando por la Avenida de España hacia el centro de la Almina, recreándome por los Jardines de la Argentina, para de inmediato desembocar en el Puente del Cristo y la Iglesia y Plaza de África. Cuántas veces me habré santiguado al pasar por ambos lugares sagrados, ante imágenes tan queridas por los ceutíes, al igual que lo hacen todos los cristianos de Ceuta, e incluso también - como yo mismo he podido ver -  algunos de los que pertenecen a otras culturas. Y es que, ¿quién no siente en Ceuta cariño, fe, fervor y devoción ante las imágenes del Cristo del Puente , al que tantos rezan al pasar, y de su Santa Patrona la Virgen de África?. La hornacina del Cristo del Puente siempre está repleta de ramos de flores que a diario depositan sus fieles creyentes; todos las respetan y nadie las toca, como no sea para mimarlas.            
Pero Ceuta es todo eso y es mucho más. Porque es toda ella una moderna ciudad de singular belleza, que parece como si la naturaleza hubiera querido recrearse sobre su faz para configurarla y remodelarla tal como es, con sus bonitos paisajes, con su ambiente tranquilo y su pacífica convivencia en general entre las cuatro culturas que la habitan, aunque de vez en cuando también se den algunos desmanes aislados. Y qué decir de su riquísimo conjunto histórico, artístico y monumental, todo un emporio formado por la grandiosidad de sus Murallas Reales, el Foso, la puerta califal y demás monumentos que  durante siglos y siglos fue moldeando la mano del hombre para embellecer más a la ciudad con huellas de su historia. Nada más aproximarse a Ceuta en el barco, se ve plácida y sosegada, recostada y descansando gran parte de ella dentro de la Almina como si fuera un remanso de paz que hubiera sido a propósito buscado, con sus tranquilas aguas de la bahía, el Puerto, el Parque Marítimo, el Paseo de las Palmeras, las playas de la Ribera y del  Chorrillo, en las que de noche se refleja una variada gama de colores con esa estela luminosa y centelleante que  tras de sí va dejando la luna llena, que parece introducirse hasta el fondo del mar.
Y, si de día se mira en la lejanía peninsular desde el Hacho y sitios más altos se pueden divisar los días con buena visibilidad todo el Estrecho de Gibraltar y buena parte de las costas de Cádiz y Málaga, pudiendo así evocar con el pensamiento y la mirada ese nexo espiritual de la españolidad que une a ambos territorios de uno y otro lado, y que de forma tan intensa y patriótica se vive en Ceuta, tantas veces por mí puesta de manifiesto en mis artículos publicados en El Faro, como también los diversos aspectos de su historia a lo largo de las distintas civilizaciones que sucesivamente sobre la ciudad se fueron asentando, sus indiscutidos e indiscutibles títulos históricos y jurídicos españoles frente a ninguno del vecino Marruecos, pese a que obcecadamente esté siempre reivindicando lo que nunca fue suyo.
Cuántas y cuantas horas me habré pasado pensando modestamente en Ceuta y en su rica Historia, en sus gentes, en su idiosincrasia, sus costumbres y sus viejas instituciones forales de la época portuguesa, etc. En noviembre próximo, si Dios quiere, alcanzaré mi artículo 700 de los lunes, gran parte de ellos referidos a Ceuta, su entorno, su tierra y sus gentes. Y seguiré investigando y escribiendo sobre ella mientras viva, porque para mí eso me relaja y me conforta, y también es de lo más atrayente y sugestivo.
Por todo ello, y por otros muchos motivos que tan difícil es resumir en un mero artículo de periódico, de verdad que siempre acaricié la ilusión de que cuando me jubilara me quedaría a vivir o en Ceuta, o en Extremadura. Pero, luego, el hombre propone y Dios dispone. La familia termina condicionándonos de manera determinante a las personas mayores; porque también me ilusiona mucho poder vivir cerca de mis hijos y disfrutar de mis cuatro nietos, que son una de las mayores bendiciones que Dios me ha dado. Y siento el deseo ilusionado, el noble orgullo y la sana alegría de ver cómo ellos crecen día a día y van para arriba con la misma fuerza que su abuelo va para abajo; que eso es ley de vida y la única meta que ya deseo alcanzar es verlos a ellos crecer el máximo tiempo posible. En resumen, que todo ello me obliga a marcharme de Ceuta, aunque alguna que otra vez vuelva sólo para verla, recordarla y revivirla, aunque sólo sea por momentos, si es posible con mis nietos. Pero, eso sí, donde quiera que yo esté, esta queridísima ciudad estará siempre conmigo mientras viva, en mi recuerdo, en mi pensamiento, en mi cariño, en mi corazón y en mi gratitud por haberme acogido siempre y haberme posibilitado el privilegio de disfrutarla, tan bonita, tan preciosa, tan española, y por haber sido tan feliz en ella. ADIOS, MI QUERIDA CEUTA.

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